La continuidad de los parques
Por la mañana, en la Biblioteca Miguel Cané, donde leía Jorge Luis Borges hasta que Juan Domingo Perón lo convirtió en perito en aves, había un grupo de niños que visitaba el lugar donde el entonces joven funcionario le robaba tiempo al trabajo para escribir sus relatos, sus poemas e incluso sus libros.
Ninguno de ellos -eran chicos menores de seis años- sabría ni siquiera que Borges fue ciego, o Borges tan siquiera. Tampoco sabrán que su ciudad es acaso una de las ciudades más cultas del mundo, donde (de nuevo) florecen las librerías y donde (esto lo ha dicho Alfredo Alcón) aplauden a los actores en la calle y no les cobran en los taxis.
De ese Buenos Aires raro que no sale habitualmente en los medios (para los medios, y eso es inevitable, Buenos Aires es la que padece los humos de los agricultores, fue para ignominia de nuestro tiempo la ciudad emblema de los tiranos, y más recientemente fue la capital de los corralitos, y ahora vuelve a ser el centro principal de la deuda histórica) salieron gente como Borges, como Ernesto Sábato y como Julio Cortázar, en el último siglo, y es ahora una de las grandes capitales del cine en español, fue el centro en el que se fijó el mundo cuando empezó a hablarse de la cultura del siglo XX, y ha desatado una literatura pasada y presente sin la que resulta imposible concebir la lengua culta castellana.
A pesar de que todo eso verdad, el peso de las tragedias (y la que causaron los militares es la más dramática, la más dura e incomprensible) no ha dejado ver el bosque, así que uno transita por esta sucesión de parques y de barrios y de librerías y de teatros abiertos o en reconstrucción (el Colón estará abierto otra vez en 2010, lo están refaccionando) preguntándose, en efecto, como todo el mundo, y como Borges en su tiempo, cómo fue posible aquella bota militar sobre la conciencia y la vida de la ciudad y del país, y como fueron posibles la complicidad y el silencio.
Por la tarde, ante La Biela, el bar vecino de Adolfo Bioy Casares, el contertulio perpetuo de Borges, un periodista argentino, Hernán Brienza, me comentaba la vergüenza interior, la hipocresía, que estuvo detrás de la reacción pública ante el fenómeno más cruel e incomprensible desatado por la dictadura: los desaparecidos. Desaparecían a la gente, y así parecía que limaban la culpa, no existían los muertos o los asesinados, eran desaparecidos, otra cosa.
En casa de Tomás Eloy Martínez, el escritor que tanto ha novelado a Perón, y a Evita, y que ha estado ahora viendo, con espanto, documentales en los que aquellos asesinos entrenados para hacer desaparecer explican tranquilamente el intríngulis de su fechoría, volvimos a hablar del asunto, esa terrible pregunta: ¿cómo fue posible?
Y por las calles, mientras uno pasea la quietud que regalan la ciudad y Borges, por ejemplo, cuya presencia es cada vez más grande, singular y frondosa en la cultura argentina, porque es un referente a veces risueño para entender a los porteños y a los argentinos en general, las preguntas sobre cómo pudo haber sucedido son como el índice de una enorme enciclopedia de la infamia.
Pero está la ciudad, claro, y esa memoria gris no la puede ensombrecer, no podrá. Después de haber estado en la Biblioteca Miguel Cané, que era como ir al pasado donde aun no se vislumbraba el horror que luego ya marca el territorio con su luz de interrogatorio, Javier Martínez (el responsable cultural de las bibliotecas, e hijo de Tomás Eloy, precisamente) nos llevó a un pequeño café, el Café Margot, del barrio de Boedo, donde está la Miguel Cané, y allí se nos juntó Josefina Delgado, la responsable cultural de la municipalidad bonaerense, escritora y gestora, en cuya tarjeta figura Subsecretaria del Patrimonio Cultural.
Estuvimos hablando de Borges, como no, y de los escritores, de los argentinos y de los de cualquier parte, y surgieron las anécdotas famosas o desconocidas del gran autor de Ficciones. Josefina refrescó una que subraya bien cómo el gran ciego de Buenos Aires reaccionaba ante la mezquindad que conoció tan de cerca. Cuando ya su fama era más europea que argentina, porque en Argentina aún no le reconocía ni Dios, Borges apareció una enciclopedia, y un compañero de trabajo le dijo:
- Mirá, Borges, uno que se llama como vos.
- Ah, sí, asintió Borges, mirá vos la coincidencia.
En el escritorio donde Borges leía, en esa biblioteca, tuve la paciencia de ir anotando, verso a verso, la mitad de un largo poema con el que Borges conmemoraba (en 1978) los nueve años que pasó en la Miguel Cané, hasta 1955, cuando Perón hizo efectiva su cruel represalia y lo convirtió en inspector de huevos y de aves. Decía Borges, en Las dos catedrales: "En esa biblioteca de Almagro Sur/ compartimos la rutina y el tedio/ y la morosa clasificación de los libros/ según el orden decimal de Bruselas/ y me confiaste tu curiosa esperanza/ de escribir un poema que observara,/ verso por vero, estrofa por estrofa,/ las divisiones y las proporciones/ de la remota catedral de Chartres/ (que tus ojos de carne no vieron nunca)/ y que fuera del coro y las naves, / el ábside, el altar y las torres./ Ahora, amigo, estás muerto".
En el Café Margot, que en Madrid sería una reliquia y que aquí es uno de los numerosos cafés que se conserva como si sobre la ciudad y sobre sus barrios y sobre sus parques no hubiera pasado el tiempo, hablamos otra vez de Borges, de la persecución que sufrió cuando lo señaló Perón, cómo lo vigilaban en las conferencias y en la calle, y uno se imagina a aquel hombre indefenso ("Ahora, amigo, estás muerto") imaginando catedrales que sus ojos de carne jamás verían, imaginando ficciones que fueron las ficciones del siglo, y cómo no volver a preguntarse cómo es posible que tanta oscuridad haya ocultado la luz tranquila, insuperable, pero herida, de la ciudad de los parques y de las grandes avenidas y de los libros, la ciudad de Buenos Aires.
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