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Reportaje:Buenos Aires | CRÓNICAS DE LA VIDA (III)

Los autonautas de la cosmopista

Las librerías de Buenos Aires son como puños que atraparon el tiempo y ya no lo sueltan. Su éxito, que es universal, de imagen y de visitantes, sufrió un pequeño bache cuando la situación económica argentina parecía rozar los dientes de la catástrofe, pero se recuperaron de nuevo, y han vuelto, en su mayoría, a sus horarios locos y maravillosos que te permiten seguir curioseando libros hasta que llega la madrugada en incluso en la calle Corrientes, que siempre está abierta, es de noche cerrada.

Esa es una de las virtudes bonaerenses, las librerías. Otra es el uso público del tiempo. A pesar de que aquí, como en la mayor parte de las grandes capitales, la gente padece lo que el sociólogo español Enrique Gil Calvo llamaba prisa por tardar, los argentinos en general han adaptado hasta su lenguaje a no darse mucha prisa; y eso parece provenir del gusto por la lectura, por la literatura y por la música.

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El tango, la milonga y el folklore (el tradicional, el que en los años 60 definió Argentina en el mundo como una manera de ser, y entonces se llamó Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros o Eduardo Falú) se adentraron primero en el carácter, en esa cadencia que los españoles despreciamos porque ignorábamos su funcionamiento, y su origen, y además no nos preocupamos mucho de saberlo, y luego ya han formado parte de la pasión literaria que anida en cada argentino más o menos consciente de su relación con las palabras.

Eso se advierte en la ciudad, en esa lentitud con la que se responden las cuestiones más urgentes; tú aquí preguntas por la política, por lo que acaba de ocurrir en la política, y si escuchas "Mirá vos" es que te van a contar por largo de donde vienen los Kirchner, pero desde que nacieron, para desembocar, en un análisis riguroso y rabiosamente literario, en las actitudes psicológicas de la presidenta.

Jorge Fernández, el periodista que dirige Adn, la revista cultural de La Nación, y que es autor de un libro excelente sobre su madre argentina, Mamá, tiene un libro titulado Fernández, que es un retrato sarcástico del argentino medio y cabreado, y ya hay quienes hacen tesis sobre ese Fernández y los que aquí se llaman Fernández, como Cristina Fernández de Kirchner: Fernández y además mamá… Una mujer me dijo ayer: "Sí, me llamo Cristina; en mi generación fue muy común que nos llamáramos Cristina…, ah, claro, y los hombres Pablo".

No entendí muy bien si Pablo tuvo, en esa generación, una connotación especial, pero es muy común que un argentino agarre el hilo de una explicación psicológica o generacional y no la suelte hasta que acabe con el agarrotamiento del músculo, que dirían los fisioterapeutas…

Esa lentitud de análisis y ese encuentro con la pausa como forma literaria están en los libros y en las cartas de los autores, y en la conversación, y, cómo no, está en la música. Ahora he estado repasando aquí las hermosas, desesperadas, divertidas, cartas de Manuel Puig, que quiso a Buenos Aires desde lejos, pero que tuvo esta ciudad como punto de referencia humano y literario; recuerdo nítidamente el día en que estuvo en Madrid, a principios de los 80, bailando un tango sobre un automóvil en la calle Apolonio Morales, y recuerdo su risa y su conversación, inacabable, tranquila, mordaz, hasta que acabara la resistencia física de los otros; esa lentitud se la da a los argentinos el valor que le dan a la palabra, que está, ya digo, en la música también, mientras haya música y palabras no se ha hecho la noche, esa es la atmósfera de Rayuela, así vivió ese libro en tantas mesas de noche desveladas de los 70.

Esas cartas de Puig las tengo ahora al lado de las cartas de Julio Cortázar, y de un libro, Los autonautas de la cosmopista, que es en puridad el último libro que escribió (con Carol Dunlop, su joven mujer, a la que sobrevivió algún tiempo, hasta que él murió en febrero de 1984); ahora ese libro lento, tranquilo, un viaje de París a Marsella en una furgoneta, y cuyo subtítulo era Un viaje atemporal, precisamente, se puede leer como un símbolo de esa manera de matar (con mate) el tiempo, de hacerlo quieto, como se hizo quieto en Rayuela; mientras la gente conversa no es necesario el sueño, hay que seguir viajando, no se te pueden cerrar los ojos si aún has de escuchar jazz o palabras.

Claro que ese libro (como aquella manera de conversar de Puig, o de Manuel Mújica Laínez, el autor de Bomarzo, o de muchos de los autores que ustedes puedan imaginar y que son hoy autores de Buenos Aires) es también un grito contra la inminencia del fin del tiempo; Cortázar estaba persuadido de que su mujer iba a morir, le estaba regalando tiempo y palabras, que era lo que a él le apasionaba y le sobraba; me decía Juan Bedoian, el director de Ñ, la revista cultural de Clarín, que cuando Cortázar le concedió aquella última entrevista de la que hablamos en la crónica de ayer, era diciembre de 1983, más de un año después de aquel viaje, y Cortázar se pidió un whisky y luego otro y luego otro y también se pidió un puro y luego y luego otro, como si estuviera tapiando el tiempo, como si quisiera hacer del día una noche y por tanto un viaje extraordinario, permanente, eterno…

En medio de la desesperación de ver el tiempo yéndose ya del todo (y se fue, tres meses después, aquella fue su última charla ante un periodista, parece), Cortázar quería vivir como si no, y como si no y como si sí fueron las máximas de su trabajo, y por tanto de sus sueños y de sus pesadillas. Esa desesperación tranquila, íntima, casi imperceptible, que evocaba el colega argentino me recordó de inmediato una de las grandes canciones de ese folklore argentino que en la memoria de los que ya vivíamos en los sesenta se confunde tanto con el tiempo de la literatura; esa canción tiene la voz (y la guitarra) del gran Eduardo Falú, y la letra de Jaime Dávalos, el poeta que en ese instante en que escribía era consciente, también, de que se estaba despidiendo.

Los versos impresionan, y son estos, si no los recuerdo mal:

Se me está haciendo la noche

En la mitad de la tarde

No quiero volverme sombra

Quiero ser luz y quedarme

No sé qué dicha busqué, qué quimera

Qué noche me quitó el sueño

Qué día la primavera.

Claro que para la búsqueda del silencio y de la lentitud y de las noches sin nada hubo un emblema previo, que firmó Atahualpa Yupanqui: "No necesito silencio/ ya no tengo en quien pensar/ tenía pero hace tiempo/ ahora ya no tengo nada".

Ahora son los cien años de Yupanqui. Aquí le reivindican. Los españoles (con quienes tanto estuvo) harían bien en hacer lo mismo. Se lo deben.

Pero a mi me da que los españoles todavía no sabemos cuánto les debemos a los argentinos.

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