Ciencia (e innovación): la frontera finita
Las aventuras más ilusionantes, también las científicas y tecnológicas, comienzan con grandes esfuerzos de preparación y organización
La metáfora de la frontera ha marcado la dinámica de la ciencia desde su origen. Imaginamos a los investigadores como aventureros que exploran los límites del conocimiento desde grandes observatorios astronómicos y remotas estaciones polares. Es una imagen heredada de la tradición ilustrada y romántica de la ciencia, construida sobre las expediciones reales y los viajes de exploración de las sociedades científicas. Una tradición que a mediados del siglo XX se convierte en programa de gobierno con el informe Science, the Endless Frontier, presentado a Roosevelt en 1945 y considerado el origen de la política científica moderna.
Ese espíritu de aventura permanece hoy en la comunidad investigadora pública y empresarial. Aunque las condiciones de trabajo han evolucionado, todos los grandes retos ―del cambio climático al envejecimiento― tienen una clara dimensión científica y tecnológica. La frontera infinita del conocimiento sigue ahí. Pero hay otra frontera mucho más cercana, mucho más finita, que marca el devenir de la política de ciencia e innovación en Europa.
No pienso tanto en las barreras administrativas, bien conocidas, que dificultan la gestión de los proyectos o en el anhelo de una carrera estable para los investigadores. Ambas han sido abordadas con determinación por la nueva Ley de la Ciencia, con medidas como la justificación por muestreo de las subvenciones o el nuevo contrato indefinido. Pienso en otro ámbito normativo, en este caso europeo, en el que se encuadran todos los programas nacionales que incentivan la I+D+i: el marco europeo de ayudas de Estado. Un reglamento comunitario que fija de forma estricta qué porcentajes de contribución pública son admisibles para acompañar la inversión privada. Y que aplica por igual a todas las agencias de innovación regionales y nacionales de la Unión Europea, desde el Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial español a su más remoto homólogo, Business Finland.
Hablamos de una cuestión compleja que, estando fuera del debate sobre política de I+D+i, es central para impulsar sectores como el aeroespacial, la salud de vanguardia o la movilidad del futuro, por citar tres ejemplos. Sectores que representan, de hecho, mercados en construcción ―el new space de los pequeños satélites, la medicina personalizada o la electrificación y conectividad del automóvil― marcados por innovaciones disruptivas y empresas que están reorganizando el terreno de juego. Algunas de ellas emergentes y que irrumpen desde el mundo digital. En pocas ocasiones europeas y, menos aún, españolas.
El lector iniciado habrá identificado los sectores mencionados con algunos de los PERTE que han protagonizado, y también polarizado, el debate público sobre el despliegue del Plan de Recuperación, como recogía este diario en un reciente editorial. Pero incluso para este lector no será tan visible hasta qué punto el marco de ayudas constriñe los instrumentos de política púbica que un gobierno puede desplegar, así como el ritmo para hacerlo. En otras palabras, esperamos del Plan y los PERTE algo que, en ocasiones, es imposible.
La pregunta es: ¿sería posible? Y ¿por qué no lo hacemos? La respuesta es compleja. Uno de los pilares de la UE es un mercado común que solo funciona si los Estados miembros siguen unas reglas claras ―véase la controversia sobre el plan alemán de ayudas a las empresas golpeadas por la crisis energética―. Pero cabe preguntarse si tenemos el mejor reglamento posible en el caso de ayudas a la I+D+i: hablamos de tecnologías de las que no solo depende el éxito de un conjunto de empresas, sino la resiliencia de nuestra industria, el futuro del empleo y, cada vez más, nuestra propia seguridad.
Josep Borrell alertaba en octubre a sus embajadores, en un enérgico discurso, sobre el coste de la dependencia europea de la energía rusa y las manufacturas chinas. La crisis de Ucrania nos recuerda, cada día, el precio de la primera. La Crisis del Covid nos puso frente al espejo a la segunda, que debería preocuparnos más en un escenario de creciente rivalidad tecnológica con China y de su apuesta por la supremacía en tecnologías críticas, como el 5G o la inteligencia artificial. Es difícil despertar entusiasmo ciudadano en tono al concepto de autonomía estratégica ― en su trasunto innovador, soberanía tecnológica―, pero es fácil entender el precio que estamos pagando por no prestarle suficiente atención.
Sería injusto decir que no estamos progresando. La Comisión Europea acaba de adoptar un marco revisado de ayudas para la I+D+i que presenta algunas mejoras, al tiempo que se avanza para controlar el impacto de las ayudas que reciben las empresas no europeas que operan en nuestro mercado. En España, en el ámbito de los PERTE, estamos impulsando algunas de las inversiones a través de un mecanismo ―los IPCEI, en jerga comunitaria― que permite mejores condiciones para proyectos con dimensión transfronteriza. Pero el Gobierno puede aspirar a algo más: a liderar un debate europeo más profundo durante la presidencia española de la Unión, en el segundo semestre de 2023. Y a hacerlo sumando las fuerzas del Ministerio de Ciencia y el Ministerio de Industria en el Consejo de Competitividad.
Las aventuras más ilusionantes, también las científicas y tecnológicas, comienzan con grandes esfuerzos de preparación y organización. Con todo aquello que nunca ocupa titulares, pero nos puede salvar de la frustración, como es contar con un marco jurídico óptimo. En un contexto internacional de creciente rivalidad tecnológica, esta es una batalla por ensanchar la frontera que merece la pena librar.
Diego Moñux Chércoles es socio director de Science & Innovation Link Office
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