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Biología
Tribuna
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Evolución para veraneantes: todo lo que no entendiste bien de Darwin y las especies

La selección natural no ofrece un proceso de mejora, sino solo una adaptación relativa a las condiciones, que cambian de forma caprichosa: no existen formas de vida superiores a otras

Una niña leyendo un libro de animales en una hamaca.
Una niña leyendo un libro de animales en una hamaca.Danielle DAILLOUX (Gamma-Rapho via Getty Images)

La playa es un buen sitio para reflexionar sobre la evolución de la vida en la Tierra. Si abandona usted su posición privilegiada en la hamaca y se da un paseo, podrá observar el vuelo bajo de alguna gaviota y a los críos buscando cangrejos, lapas, anémonas y erizos de mar entre las rocas. El veraneo playero nos acerca a una enorme diversidad biológica sin mucho esfuerzo. Ante tanto bicho viscoso y primitivo, podría deducirse que la evolución es sin duda un proceso de mejora permanente por el cual aparecen cada vez formas de vida más complejas y perfeccionadas: desde las anémonas, pasando por los gusanos que usan los pescadores para pescar por las tardes, las lapas, los cangrejos, los erizos de mar, los peces, las gaviotas, etc. En algún momento todo este proceso desembocó en los mamíferos, que tiempo después darían lugar a los lectores en sus hamacas. ¿Acaso no demuestra nuestro desarrollo tecnológico la superioridad evolutiva de la especie humana? Pensar así no es culpa suya. Esta idea se sigue enseñando en los colegios e incluso en algunos museos de historia natural. Mi único propósito hoy es convencerle de que la evolución no funciona así. No es progresiva ni hay formas de vida superiores a otras.

La idea popular de que la evolución empuja constantemente a las formas de vida hacia la complejidad se la debemos a Jean-Baptiste Lamarck, un naturalista francés que vivió entre 1744 y 1829. Muchos hemos oído la anécdota de la jirafa de Lamarck, que de esforzarse para alcanzar las hojas más altas de los árboles termina teniendo las patas y el cuello más largos, rasgos que heredan sus descendientes, que siguen reproduciendo esta tendencia. El ejemplo de la jirafa y este proceso, conocido como la herencia de los caracteres adquiridos, se usa aún hoy en las escuelas para casi ridiculizar la teoría de Lamarck. ¡A quién se le ocurre idear esta teoría tan absurda! Pero la anécdota de la jirafa apenas ocupa cuatro líneas en la obra de Lamarck, y la herencia de los caracteres adquiridos era el pensamiento común de la época. La chicha de la teoría evolutiva de Lamarck, considerada la primera síntesis evolutiva moderna, no estaba en estas adaptaciones, sino en lo que él llamaba la tendencia a la complejidad. Lamarck creía que el proceso fundamental en evolución operaba constantemente impulsando las formas de vida hacia niveles de organización más y más complejos. Fruto de misteriosas reacciones de los compuestos vitales, las membranas corporales tendían a plegarse cada vez más, produciendo estructuras cada vez más complejas. El ascenso en complejidad no necesita cambios ambientales ni adaptación, es sencillamente inevitable. Por eso a las teorías que asumen una fuerza interna o un proceso preprogramado en evolución se las llama lamarckistas.

Un grupo de jirafas en un zoológico de Woburn, Britain.
Un grupo de jirafas en un zoológico de Woburn, Britain.ANDREW BOYERS (Reuters)

Podemos imaginar el sistema de Lamarck como un gran edificio comercial. La vida empieza en el parking más profundo (pongamos parking -3), con los seres unicelulares, que ya están subidos a la escalera mecánica. Irremediablemente, irán subiendo de piso en piso, ganando poco a poco en complejidad, evolucionando a las anémonas (parking -2), gusanos (parking -1), etcétera. Arriba del todo, en la última planta, los mamíferos, incluyendo a los lectores en sus hamacas, por supuesto. ¿Pero cómo es que si todo aumenta de complejidad seguimos viendo anémonas, pólipos y gusanos en las rocas? Porque en el parking -3 la vida aparece por generación espontánea una y otra vez, así que lo que vemos en realidad son varios procesos escaleras mecánicas arriba.

El cuello y lo invisible

¿Y la famosa jirafa? Como un proceso secundario, en cada piso los organismos de un determinado nivel se diversifican. Se separan de las escaleras mecánicas y pululan por las diferentes secciones de esa planta. Este segundo tipo de evolución se da en respuesta a los cambios ambientales, es decir, como adaptación a la infinidad de condiciones que encuentra la vida. Aquí entra la jirafa de Lamarck, que no es más que una deriva dentro del piso de los mamíferos. Pero para Lamarck estas ramificaciones no sólo tenían poco interés sino que eran anomalías y distorsiones que dificultaban el estudio de lo verdaderamente importante. El meollo y el auténtico misterio estaba en las escaleras mecánicas, que lamentablemente eran fruto de alquimias incomprensibles que quedaban fuera de nuestro alcance para estudiarlas. Lamarck fue revolucionario porque explicaba todas las formas de la vida en la Tierra con solo dos procesos evolutivos, frente a ideas previas que o bien se basaban en supuestos teológicos o directamente rechazaban la evolución (o transmutación, como se decía en la época). Sin embargo las ideas de Lamarck venían a decir, como resumen algunos historiadores, que lo importante en evolución no puede verse, y lo que puede verse (el cuello de la jirafa) no es relevante, condenando a los empiristas de la evolución a la irrelevancia.

Aunque Lamarck y su teoría recibieron diversas críticas, fue Charles R. Darwin quien en 1859 ofreció una teoría evolutiva que desmontaría la escala evolutiva, la jerarquía de niveles de complejidad y la noción de progreso vitalista de Lamarck. En lugar de dos procesos separados para explicar la evolución, Darwin necesitó sólo uno: la selección natural. En este sentido ambas teorías invocan procesos sencillos para explicar sistemas muy complejos, un reduccionismo característico de la ciencia moderna. La selección natural (solo el más apto sobrevive para engendrar descendencia) como mecanismo de adaptación al medio produce cambios paulatinos y graduales, imperceptibles de una generación a otra, pero que se acumulan a lo largo de millones de años.

El propio Darwin sucumbió a estas influencias y concedió un papel preponderante a la competencia entre organismos

Como ven, Darwin no inventa el concepto de evolución, ni siquiera el de adaptación. Aun así, Darwin fue revolucionario. Primero, porque coloca la selección natural como mecanismo prácticamente hegemónico de la evolución cuyos efectos son palpables y podemos estudiar, sentando las bases de la biología evolutiva. Segundo, porque derriba el pedestal en el que estaba la especie humana, ya que su teoría explica cómo todas las especies descienden a su vez de otras. La nuestra es una ramita más de un enorme árbol. No hay escaleras mecánicas, no hay niveles. En su formulación más pura, la selección natural no ofrece un proceso de mejora absoluto y sostenido, sino solo una mejora adaptativa relativa a las condiciones inmediatas, que cambian de forma caprichosa. Lo que hoy es una adaptación a mejor, mañana no tiene por qué serlo. “Después de mucha reflexión, no puedo eludir la convicción de que no existe una tendencia innata hacia el progreso en la evolución” escribió Darwin en 1872 por carta al paleontólogo Alpheus Hyatt.

Pero a los humanos nos cuesta concebir historias que no llevan a ninguna parte. En la época victoriana, de grandes avances tecnológicos y conquistas, las nociones de progreso y superioridad eran difíciles de evitar cuando se hablaba de historia de las civilizaciones o de la tecnología. ¿Y qué es la historia evolutiva, sino una historia? El propio Darwin sucumbió a estas influencias, y en su “lucha por la supervivencia” concedió un papel preponderante a la competencia entre organismos por encima de las adaptaciones al ambiente cambiante. Así, los ganadores en esta permanente batalla competitiva no podían ser otra cosa que superiores a los vencidos. Como resultado, en su obra El origen de las especies se encuentran varias reflexiones que apuntan a una constante mejora y progreso de las formas vivas.

Muchas veces oímos que las extinciones en masa limpian los ecosistemas de las especies peor adaptadas, pero es una tremenda estupidez

Por tanto, aunque Darwin dio carpetazo a las ideas de escalas y niveles de perfección, no cerró del todo la puerta a una idea de un progreso evolutivo sostenido, que ha llegado hasta nuestros días. Valga como ejemplo la idea de progreso en nuestra propia evolución. Hoy sabemos que la evolución humana debería ser representada como un árbol con unas 30 ramitas, las especies de homínidos que conocemos. Pero la idea popular de la evolución humana es una progresión que termina en Homo sapiens. Entender la evolución como una senda lineal es más fácil que verla como un matorral. Y, mientras el matorral habla de un linaje que en el pasado tenía una gran diversidad que se ha ido perdiendo, la senda lineal nos coloca como resultado último de una mejora constante, una narrativa mucho más reconfortante.

En la segunda mitad del siglo XX, la paleontología nos permitió finalmente superar las nociones de progreso en la evolución. Los fósiles nos enseñaron que la vida se ve constantemente afectada por cambios ambientales impredecibles y que, de vez en cuando, colapsa dramáticamente debido a grandes extinciones en masa. Cuando abarcamos dimensiones temporales que se miden en varios millones de años, los eventos fortuitos y el azar toman el control. En un juego con reglas cambiantes, la importancia de la competencia entre organismos queda relegada a un segundo plano. Aunque muchas veces oímos que las extinciones en masa limpian los ecosistemas de las especies peor adaptadas, esto es una tremenda estupidez. Las especies no pueden adaptarse a algo que nunca han experimentado, como el impacto de un asteroide o erupciones volcánicas masivas que cambien al clima durante decenas de miles de años. Hoy sabemos que los supervivientes de este tipo de hecatombes son un puñado de especies con suerte.

Si mañana hubiera una extinción catastrófica, no hay motivos para pensar que la especie humana tendría mayores posibilidades de sobrevivir que las anémonas o los erizos de mar (que, por cierto, llevan mucho más tiempo en este planeta que nosotros). Dependería de una lotería: de la naturaleza de la catástrofe, imposible de predecir a priori. Así que, en evolución, debemos evitar las ideas de avance, mejora y progreso, ya que las condiciones cambian caprichosamente y las grandes extinciones resetean la vida en la Tierra a partir de unos pocos supervivientes suertudos.

Juan López Cantalapiedra es paleontólogo e investigador en la Universidad de Alcalá

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