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OJO DE PEZ
Crónica
Texto informativo con interpretación

Fiestas de fuego y carne

Los canales emocionales de la fiesta compartida sobrepasan ahora los sentimientos originarios y métodos convencionales, lógicos

Sobrasadas auténticas, no chorizos.
Sobrasadas auténticas, no chorizos.Carles Ribas

El calendario que entra con el invierno muda, cambia y adecúa la piel geográfica y humana, los sonidos, olores, sabores y colores del país y del paisanaje. El aire y la niebla baja huelen a noche quemada, ahumada, a carne y grasa asadas al fuego desatado de la fogata común: sobrasada/longaniza, tocino, lomo, botifarron. Fiesta, frío y gesto de congregación; comida, fuego y gente; muchos demonios/diablos, muchos, y algunos cantos viejos con el ronco sonar macho de la zambomba.

La excusa del gran acontecimiento nace de los tiempos de los antiguos pero el guion y el maquillaje son nuevos, referencias a santos barbudos y al ganado, épocas de miedos, pestes y pánico ante al frío. Pero las costumbres reviven y se reinventan en fiestas de calle, con bullicio generalmente. Los actos de enero acontecen injertados y multiplicados en multitud. Es una tradición de fecha reciente, una interpretación universal de las costumbres de una sociedad cerrada.

El éxito creciente parece imantado en la competencia entre pueblos vecinos, y son ceremonias con gentíos, de un lejano motivo religioso, sucesos amparados en las parroquias pero consagrados por la divulgación televisiva. La ventana y el espejo de IB3 tienen que algo que ver: la globalización isleña pasa por el foco campesino real de Sa Pobla y gira por Manacor, Muro, Artà, Ses Salines, Algaida... El pino de Pollença y los tres tocs de Ciutadella son rituales aparte. Palma, la gran mezcolanza.

Es una gran contradicción contemporánea. Esta explosión comunal folclórica de campesinos, de cultura popular por ser masiva, sucede en pleno proceso de devastación, la extinción progresiva e inexorable del tiempo de ayer, aquel dominio tranquilo y secular ligado al sistema rural, el circuito campesino de la dura vida y la micropropiedad y las cosechas.

En los calendarios rurales, pronósticos para nativos temerosos, se citan rituales atávicos campesinos que no siempre cuadran con la retórica y los libros sagrados. El día 1 de enero, por fin de año, también la Virgen de Bonany y San Salvador, los campesinos hablaban a los árboles para que agradecidos diesen más y mejores frutos.

Algunos protocolos de curación eran orales y se heredaban en secreto, como quien recibía el poder de quitar pecas o verrugas, o tenían dotes para calmar quemaduras o picaduras porque nacía el día de su santo. Los ciclos de la luna rigen la poda y la siembra.

La iglesia reúne oficios señalados con unciones de óleo en el cuello, ceniza por la frente, y bendiciones para y por todas las partes del cuerpo; y entrega micropanecillos sagrados contra los rayos. Tradiciones y conjuros.

Los últimos protagonistas de esta historia que nació casi hace un milenio miran y asan entre la masa joven sus penúltimos botifarrons, con la espalda inclinada pero dignos, manos huesudas y ojitos pequeños. Viven este renacimiento de esa indefinida identidad mezclados con los urbanos. Se calientan y comen allá donde queman troncos de sus árboles que mueren de pie (almendros olvidados, enfermos). La cremación del fracaso, un fogata, un funeral festivo.

Esos acontecimientos —fogatas, comer, bailes y cantos populares, municipales, corales, del mes de enero— parecen una completa celebración, un réquiem avanzado, prolongado. Renace un relato social de fuego y carne, con dominante de eco religioso, litúrgico, pero donde los diablos son inmensa mayoría.

A mitad del camino, directa a la mudanza final, entre los argumentos de las fiestas esporádicas que retoman, se intuye, se evidencia, una lenta sustitución social de protagonistas y sus voces, por sectores vecinales; no solo es el declive agrícola y en los pueblos. El canto viejo de una lengua antigua se expresa con mayoría juvenil y anciana en los pueblos —con un 15% de migración internacional—, pero en las capitales y en los núcleos de perfiles turísticos, el uso de la lengua que era propia ha reculado hacia la minoría.

Los canales emocionales de fiesta compartida sobrepasan ahora —y siempre— los sentimientos originarios y métodos convencionales, lógicos. Son casi un engaño en el reino del sentidos. Asar carne en las brasas o llamas de una hoguera comunal, en parrillas improvisadas, acaba con el bocado carbonizado, quemado, chamuscado por fuera.

La boca, la lengua, el paladar y los médicos deberían rebelarse por el peligro asumido. La fiesta del fuego y las torrades no es un acto gastronómico ni gastrosófico, o gastrolátrico, según los clásicos premodernos. Es una manifestación contradictoria, entre ecos neotribales y una reunión vacía de indumentaria social.

Esos fuegos urbanos controlados, con bulla de demonios y el ronco eco de las zambombas suscita, escasamente, el bello gemido de las voces metálicas casi africanas de los cantaores viejos y noveles, donde sa Pobla mana. Es de lo más bello y raro, la ventana abierta a la caverna. Hierve la juventud y los mayores entre el frío y el fuego de aquellas tradiciones micropopulares ahora agigantadas, repetidas, copiadas. Quizás serán, al final, neofiestas de juerga, alegría y gritos, trazos de folklore y gastronomía mínimos. Nuevas comunidades.

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