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Barcelona, pobreza infinita

Los archivos de Cáritas Barcelona, que cumple 75 años, revelan la cara menos amable de una ciudad hostigada por una miseria que se perpetúa durante todo el siglo XX hasta hoy.

Jessica Mouzo
La pobreza alimentaria que Cáritas combatía en los años cincuenta con sus campañas de Navidad persiste entre los más vulnerables y se enfrenta con acciones solidarias de recogida de productos desde el Banc dels Aliments
La pobreza alimentaria que Cáritas combatía en los años cincuenta con sus campañas de Navidad persiste entre los más vulnerables y se enfrenta con acciones solidarias de recogida de productos desde el Banc dels AlimentsCáritas/Carles Ribes

En el humilde barrio barcelonés de Verdum, en el corazón del distrito de Nou Barris, el apuro económico ahoga a un matrimonio y a sus cinco hijos pequeños. Él, enfermo, lleva ocho meses en paro. La situación económica es, según el informe de la trabajadora social, “grave”. Reclaman ayuda para costear sus medicamentos, para pagar la vivienda familiar, para cubrir los gastos del colegio de dos de sus hijos y para comprar alimentos y leche para el crío más pequeño, de dos meses. En total, 8.000 pesetas.

El caso de esta familia, catalogado como “urgente” por la trabajadora social de Cáritas Barcelona que los atendió, podría haber ocurrido ayer. O ahora mismo. Pero aconteció en 1968, como atestiguan las pesetas que demandaban —ahora serían varios cientos de euros—. Los archivos de Cáritas, que cumple 75 años en la capital catalana, recomponen el retrato menos amable de una Barcelona hostigada por la miseria. Una pobreza infinita que se perpetúa hasta hoy.

Los mismos problemas de vivienda, paro y alimentación que azotaban al matrimonio de Verdum, acosan hoy a otras tantas familias de Barcelona. Las barracas de ayer son los desahucios de hoy. Los parados de antaño, los trabajos precarios de estos días.

De la pobreza infinita, que sobrevive a los tiempos y sortea el ascensor social, da buena cuenta Cáritas Barcelona. La entidad social nació en 1944, en plena posguerra, como un servicio de beneficencia vinculado a la Iglesia. Bajo el yugo y la mordaza del franquismo más duro, el hambre arreciaba y el trabajo escaseaba. Los archivos de la institución cristalizan la pobreza de una época que pervive hasta nuestros días. De aquella primera beneficencia a la estructurada acción social de hoy, Cáritas guarda, en un altillo de su sede en la plaza Nova, la memoria del millón y medio de invisibles, de los que no fueron nadie porque nada tenían, que ha atendido en estos años. Sus problemas, sus pesares, sus carencias y sus males. 

La pobreza de una casa

Una cuartilla arrugada, aún con el sello intacto del Obispado de Barcelona, rubrica un “vale por un colchón” de la Limosnería del Secretariado General Diocesano de Beneficencia Cristiana (primer nombre de Cáritas). Corre el año 1945 y las necesidades son tan primarias, que la entidad solo llega a repartir por las parroquias mantas y colchones. Un brote de tuberculosis azota Barcelona mientras miles de familias pelean por un sitio donde vivir.

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En la asesoría jurídica, el primer servicio que puso en marcha la entidad humanitaria, la mayor parte de las consultas son por problemas de vivienda o desahucios. En dos años, de los 602 asuntos tratados, 82 son preguntas sobre arrendamientos urbanos y 40 acerca de desalojos. Es tiempo de infraviviendas, ocupaciones y barracas que brotan sin freno por la periferia de la ciudad.

Barracas del Camp de la Bota, en Barcelona
Barracas del Camp de la Bota, en BarcelonaCáritas

Al tiempo que Cáritas muda de la beneficencia a la acción social, profesionalizando sus servicios, incorporando trabajadoras sociales y arrojando una visión científica a su labor asistencial, la ciudad pone nombre al problema de vivienda. “En febrero de 1957 se celebra la Semana del Suburbio. Por primera vez, se visibiliza un problema que estaba ahí, que todo el mundo veía y que iba creciendo. La migración de muchos sitios estaba generando barraquismo, barrios con deficiencias de habitabilidad absolutas. Es la primera vez que ese problema se pone encima de la mesa, se hace una encuesta y se dan números”, explica Joan Montblanc, responsable del Archivo de Cáritas. En aquellas jornadas se cifró el problema de exclusión residencial en el área metropolitana: “177.000 personas, de las que 66.000 viven en 12.494 barracas y semibarracas, 46.298 en bloques aislados de viviendas, en 6.477 pisos, y el resto, unas 63.000 personas, en zonas más o menos urbanizadas”.

El Camp de la Bota era uno de esos suburbios, una marea de barracas a orillas del mar, donde ahora está el Fórum. Dos vecindarios, el Pekin (lado Barcelona) y el Parapeto (lado Sant Adrià), cobijaban algo más de 3.300 personas y 692 barracas durante los años sesenta. La mayoría de los vecinos estaban “en un estado deplorable”, sostiene el Instituto Municipal de Higiene en un informe de Cáritas. El 43% de la población tenían afecciones bronquiales; el 31%, reuma; y el 15%, problemas en la piel.

Hoy, en el Camp de la Bota ya no hay barracas. No, al menos, como las de los años sesenta. Lo que más se asemeja es, a unos cuantos metros de la Rambla Prim, una tienda de campaña que los vecinos, hastiados de la pobreza y la degradación del barrio, han montado para denunciar las situaciones de incivismo, drogas y violencia que sumen sus calles.

Hay cosas que no cambian y los vecinos de la periferia de la capital se siguen sintiendo “el vertedero de Barcelona”. De hecho, parte de aquellos barraquistas del Camp de la Bota fueron realojados en los años setenta en el vecino barrio de La Mina, en el término municipal de Sant Adrià, un ayuntamiento que nunca fue capaz de gestionar la compleja realidad social que allí se instaló. Hoy, con el 25% de los vecinos sin estudios básicos, casi un 7% de analfabetismo y el 15,5% de paro, el barrio de La Mina sigue luchando por emerger del pozo de miseria.

A perro flaco, además, todo son pulgas. Y las innundaciones que asolaron el Vallès en los años sesenta se cebaron con las clases más pobres. Cáritas guarda carpetas y carpetas con intervenciones que tuvieron que realizar tras las riadas. La lluvia y el lodo barrieron las casas más humildes. El goteo de familias que pedían ayuda era incesante. También la faena de las trabajadores sociales de Cáritas, apurando informes para evaluar los daños y las necesidades. Como los “colchones, mantas, sábanas y, a ser posible, algunas camas” que pedía el Colegio de Torre Baró al arzobispado de Barcelona en 1962 para asistir a las 60 personas que se refugiaron en sus dependencias. O las 20.000 pesetas que pedían para una nueva vivienda para Paco (nombre ficticio) y sus siete hijos, después de que su casa quedase “inhabitable” y con una orden de desahucio encima.

Los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 dispararon los precios de la vivienda en un conato de burbuja inmobiliaria que no llegó a ser tal hasta los años 2000, cuando todo hijo de vecino pagaba millonadas por pisos que, a ojo de buen cubero, eran inaccesibles para una economía familiar media. La crisis económica reventó esa burbuja y dejó a miles de familias a merced de los desahucios y las deudas imposibles con sus bancos. Más de 5.800 familias barcelonesas fueron desalojadas en 2011.

Se dejó de comprar, pero el precio del alquiler subió sin parar hasta hoy. Y los problemas para acceder a una vivienda volvieron a empobrecer más a los pobres. “La mayor parte de las ayudas que damos ahora son para vivienda. Estamos en niveles más preocupantes que en los ochenta. Las barracas de hoy son las habitaciones realquiladas”, sentencia Mercé Darnell, trabajadora social de Cáritas desde 1988.

La miseria del paro

“Con su trabajo mi marido sacaba adelante a la familia, pero todo se ha hundido. Y él también. Está desesperado. Se le cierran todas las puertas cuando saben que tiene 53 años”, cuenta una usuaria en 1985. Las consecuencias de la crisis del petróleo aún arreciaban y el desempleo alcanzaba entonces en España el 21,5% (tres millones de parados).

Una casa inundada en el Vallès en los años sesenta
Una casa inundada en el Vallès en los años sesentaCáritas

Ya hacía años que en el Ventanal de la Caridad, una página de Cáritas que salía cada día en varios diarios de Barcelona para buscar donantes que costeasen las necesidades concretas de personas sin recursos, se sucedían las peticiones de personas sin empleo. Como un obrero sordo que, en junio de 1963 reclamaba un audífono (2.700 pesetas) porque “a causa de este defecto”, no encontraba un trabajo. Cáritas hizo en 1975 un informe sobre el paro a partir de las demandas recogidas en el Ventanal. El estudio revelaba situaciones de “explotación descarada” y lamentaba que “sempre recibe el más pobre”. El 30% no podía pagar el alquiler y el 16% no podía asumir el coste del agua o la electricidad. Pero aparte de los gastos corrientes, la precariedad podía llegar, según el informe, a “situaciones irreversibles, como el desahucio, niños fuera de la escuela, o el marido que, para huir del problema, deja el hogar”.

Cáritas creó en 1982 el Servicio de Paro para atender la demanda creciente de gente desempleada. Desde prestaciones económicas puntuales hasta formación ocupacional y asesoría técnica. La entidad se volcó en combatir el desempleo y dedicó, en sus primeros tres años de vida, más de 150 millones de pesetas.

La organización encontró, además, en el cooperativismo un arma para alentar la reinsercción social.María del Carmen Moyá es la primera socia de Feines de Casa, una de las cooperativas pioneras que arrancó con Cáritas. Tenía 26 años, el paro asediaba a su padre y sus ocho hermanos y llegar a fin de mes era un reto diario en la familia. “Lo estábamos pasando muy mal. La cooperativa me ayudó a sacar adelante a la familia y a llegar a tener una jubilación digna”, explica ahora, con 65 años y recién jubilada. Ella y sus compañeras se dedicaban a la atención domiciliaria de ancianos que vivían solos. Les hacían de comer, limpiaban la casa, los aseaban. “Para mí la cooperativa significó no acabar como esas abuelitas que yo atendía, que no tenían derecho a nada pese a haber trabajado sin cotizar, pero como unas esclavas, toda su vida”, explica María del Carmen.

Las sucesivas crisis económicas, a partir de 1992 (con casi cuatro millones de parados en 1993) y tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, han perpetuado la miseria. “La precariedad laboral no la hemos superado nunca. No hay épocas de empleo estable”, valora Darnell.

Los contratos basura, los bajos sueldos y los empleos inestables han dibujado un nuevo perfil de pobre, el de los trabajadores precarios, que ni con un trabajo son capaces de salir de la pobreza. De hecho, el 14% de las personas que trabajan están en exclusión social.

Como en 1962, cuando Cáritas denunciaba “la insuficiencia de un solo jornal” debido a los sueldos pírricos de los obreros (2.000 pesetas al mes en la industria téxtil o 3.000 en la construcción), los sindicatos actuales denuncian hoy las condiciones laborales de trabajadores vulnerables como las limpiadoras de hoteles (las Kellys), cuyos sueldos, en ocasiones, no superan los 750 euros al mes

La penuria del hambre

Los bancos que sirven hoy para sentarse en la sede de Cáritas Barcelona, fueron, en otro tiempo, cajas de madera repletas de maíz y queso. En unos años donde la posguerra castigaba los estómagos de los más desfavorecidos y el mendrugo de pan se cotizaba al alza en el trueque, los católicos americanos salieron al rescate de los pobres españoles. Comida, ropa, medicamentos. 14 años de remesas en cajas de madera que cruzaban el Atlántico y Cáritas se encargaba de repartir por sus parroquias.

Según los cuadernos mensuales de las Hermanitas de los Pobres, en octubre de 1965 recibieron 100 kilos de aceite, otros 100 de pasta, 92 de maíz y 141 de leche.

Desigualdad economica pandemia
Cola en los servicios sociales en BarcelonaJoan Sánchez

La National Catholic Welfare Conference llegó a enviar 13.000 millones de pesetas en seis años, 37 millones de kilos de trigo y maíz, 4.000 toneladas de queso y medio millón de kilos de medicamentos y ropa. Como las 6.000 bragas femeninas que compró Cáritas —a cargo de los norteamericanos— a la tienda La Oportunidad por 34.500 pesetas.

Estas ayudas, las primeras estructurales ajenas a la beneficencia, se mantuvieron desde 1954 hasta 1968, con un parón en medio en algunas parroquias de Barcelona en 1962 tras detectar irregularidades. “No se cumplen las normas de distribución de los productos y se cobra a los beneficiarios”, denunció el arzobispado de Barcelona al retirar las ayudas en varias congregaciones. Para restablecerlas, los párracos tenían que comprometerse “en verbo sacerdotis” a cumplir con la gratuidad del servicio y dar las ayudas solo “a pobres de solemnidad”.

Cuando el plan Marshal de los católicos americanos se esfumó, los más pobres de Barcelona seguían peleando por comer todos los días. De hecho, en el primer estudio sociológico que hizo Cáritas sobre la pobreza en España, allá por 1965 (últimos años de la ayuda americana), ya se apuntaba que una de cada cinco familias en la capital catalana tenía una alimentación insuficiente.

La entidad social continuó con las campañas de Navidad y la recogida y el reparto de comida, mientras las carencias alimentarias se repetían en los informes de las trabajadoras sociales. “Cuando llega el día 15 o 20 del mes, ya no podemos pagar ni los gastos normales de la comida de cada día. Mi mujer recurrió a Cáritas pero yo no quería. Es muy humillante para una familia que siempre hemos vivido honradamente de nuestro trabajo”, explicaba en 1985 un usuario de la entidad que estaba desempleado.

Cáritas ha mantenido hasta hoy las ayudas para alimentos, desde becas comedor hasta entregas directas de productos. “He estado 10 años dando comida. Al principio, la mayoría eran inmigrantes, pero tras la crisis de 2008, empezaron a venir personas nacidas aquí”, recuerda Paquita Martínez, voluntaria de Cáritas desde hace 20 años. Durante los años de la crisis, Cáritas cuadruplicó las ayudas alimentarias hasta los dos millones de euros. Entidades como el Banco de Alimentos también ha ayudado a cubrir las necesidades de viandas a través de campañas masivas de recogida de productos.

Para combatir el estigma, Cáritas, Cruz Roja y el Banco de Alimentos está mutando la logística y, en lugar de repartir la comida, dan tarjetas monedero para que las familias usen en supermercados.

Las caras de la necesidad

La pobreza tiene cara de mujer sola, de niño, de migrante y de anciano. Son los eslabones más maltratados de la cadena, donde la pobreza se ceba y se cronifica. Ayer y hoy.

Ellas siempre han cobrado menos, han tenido más problemas de acceso al mercado laboral y más dificultades de conciliación. “Los hijos de familias monomarentales eran los más vulnerables”, explica el archivero Joan Montblanc. Las madres tenían que trabajar y no sabían dónde dejar a los niños. A través de los centros sociales, surgidos de la acción comunitaria de Cáritas en los barrios de los sesenta, se montaron las primeras guarderías. Para los niños más pobres, la entidad social también montó, a finales de los cincuenta, las primeras colonias de vacaciones. Más de 3.500 menores participaron en las del verano de 1957, que se prolongaron casi tres décadas hasta que la Fundación Pere Tarrés tomó el testigo de este servicio. Con todo, aún hoy, el 20,7% de los hogares monomarentales están en riesgo de exclusión.

Una mujer protesta contra los desahucios en Barcelona
Una mujer protesta contra los desahucios en BarcelonaAlbert Garcia

Los migrantes, desde los que construyeron las primeras barracas hasta los menores no acompañados que llegan hoy a Barcelona, son otra de las cara de la pobreza estructural. El encierro de migrantes en las parroquias de Barcelona en 2001 para protestar por la entrada en vigor de la Ley de Extranjería los visibilizó. Cáritas organizó la ayuda de alimentos y asesoría durante la protesta y coordinó una gran marcha de 50.000 personas para apoyar la causa. La exclusión de los hogares con migrantes ronda el 48%.

La soledad de los ancianos es la pobreza más invisible. “Empezamos atendiendo a ancianos solos que no tenían ni una prestación social. La mayoría estaban solos, en casas pobres y no podían pagar ni la calefacción. Algunos vivían en hostales y pensiones”, recuerda Mercé Darnell acerca de sus primeros años de trabajadora social en Cáritas. Desde entonces, la atención a la gente mayor ha mejorado, pero la soledad persiste. Según el Ayuntamiento de Barcelona, 90.000 ancianos viven solos en la ciudad.

“La precariedad laboral y los problemas de vivienda son un cóctel del que es imposible salir”, valora la trabajadora social de Cáritas. Los datos lo atestiguan: el 60% de los usuarios de la entidad humanitaria ya habian sido atendidos en años anteriores.

 Nada se sabe de la familia de Verdum que pidió ayuda a Cáritas en 1968. Si lograron tomar el ascensor o la pobreza se tragó su futuro. Pero como ellos, miles de personas siguen levantándose cada día para sortear la miseria a la que les ha abocado la vida, las circunstancias, el entorno o la sociedad.

Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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