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Elecciones en Argentina
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las nuevas democracias de los extraños

Ahora la extrañeza le ha tocado a Argentina, un país que nunca ha sido lo que es Milei; y yo espero, por el bien de América Latina, que se reencuentre a sí mismo

Javier Milei
El candidato presidencial argentino Javier Milei, en una manifestación en La Plata, el 12 de septiembre.Natacha Pisarenko (AP/ LaPresse)
Juan Gabriel Vásquez

Hace un par de semanas, Martín Caparrós puso en palabras lúcidas una realidad misteriosa. Recordó los momentos previos al plebiscito colombiano de 2016, cuando toda la gente con la que hablaba parecía tener la misma opinión: todos apoyaban los acuerdos con las FARC, todos votarían por el Sí, la victoria del Sí estaba asegurada. Pero avanzó la tarde del día del voto y los resultados fueron saliendo, y lentamente se fue asentando entre nosotros la revelación de la derrota. “Recuerdo sobre todo”, escribe Caparrós, “la desazón de los que descubrían que su país no era lo que pensaban, que entendían que habían vivido equivocados. Algo así sucede muy cada tanto, y es brutal: ese momento en que los tuyos te demuestran que no son lo que siempre habías creído. Que vos mismo, de algún modo, no eras lo que creías”. Y añade: “Me está pasando ahora, con perdón, con la Argentina”.

Me ha parecido por lo menos curioso encontrarme la misma emoción sin nombre en la última columna de Leila Guerriero, que es argentina como Caparrós y comparte con Caparrós más de una convicción política. Habla Guerriero de la “sensación de extrañeza” que sintió al regresar a la Argentina después de un viaje. “¿Quiénes eran las personas que lo habían votado, dispuestas a seguir a un candidato que propone arrasar con buena parte de los derechos adquiridos como remedio para nuestros males, que son muchos? Esa extrañeza, que pensé que iba a atemperarse como se atempera el efecto de una pesadilla, no se ha ido. Camino entre la gente pensando: ‘Ese hombre lo votó, aquella mujer también’, con una alarmante sensación de estar amenazada por los que, se supone, son los míos”. Caminar entre extraños, se titula su bella columna. Vuelvo a leerla: vuelvo a leer “sensación de extrañeza”, y vuelvo a la columna de Caparrós: “Lo más duro no es él”, dice Caparrós refiriéndose a Milei: “es esa extrañeza de ser parte de un país en el que un tercio ―o incluso la mitad― de las personas están dispuestas a entregarle el mando a un desquiciado”.

La misma extrañeza, me atrevo a decir, nos agobió a los colombianos que apoyábamos el acuerdo de 2016. Por esos días escuché la misma opinión en boca de gente muy diversa: era imposible que los acuerdos fueran derrotados. La confianza, al parecer, se trasladó al Gobierno. Yo no la compartí nunca, no sólo por mi terco pesimismo, sino porque todos los días me topaba con personas que iban a rechazar los acuerdos, algunas por convicción y dolor (y uno no es nadie para decirles a los demás cómo lidiar con sus pérdidas), pero muchas otras por ignorancia, desconocimiento, engaño o inocencia; y por eso me dediqué en los últimos meses, antes del plebiscito, a defender los acuerdos en mis columnas, pero sobre todo a reflexionar en ellas sobre lo que veía: el éxito que tenían entre la gente las mentiras y las distorsiones de la campaña por el No, la credulidad y la infinita docilidad con la que personas más o menos educadas se tragaban enteras las falsedades más disparatadas y las calumnias más absurdas. Vivir en Colombia era confirmar, día tras día, que no hay mentira tan descabellada que no pueda ser creída, si creerla satisface nuestros prejuicios, nuestra desconfianza o nuestros odios. Y moverse por la vida era mirar con extrañeza a todos los que las habían creído: ¿cómo era eso posible?

No sé cuántas veces he hablado de esto con los norteamericanos a los que la victoria de Trump tomó por sorpresa. Al día siguiente de las elecciones se despertaron en un país irreconocible, compuesto por latinos que votaron por un hombre que llamó violadores a los mexicanos, por mujeres que votaron por un acosador sexual confeso (y orgulloso), por demócratas convencidos que votaron por quien no estaba dispuesto a reconocer una derrota electoral, por amantes de la verdad que votaron por un mentiroso irredento y compulsivo, por religiosos fanáticos que dieron su voto a un hombre cuya biografía representaba todo lo que aborrecían. ¿Quiénes eran los otros?, se preguntaron los norteamericanos que no eligieron a Trump. ¿En qué país vivimos? Una respuesta, una entre miles fue: no sabemos quiénes son los otros porque no sabemos cómo viven, cuáles son sus agravios, qué frustraciones guardan.

No hay una sola respuesta que ilumine la extrañeza de la que hablan Caparrós y Guerriero, pero no me cabe duda de que ninguna respuesta puede dejar de lado el fenómeno, mucho más complejo y todavía desconocido de lo que creemos, de las redes sociales. No soy el primero en señalar la manera intangible, pero muy real, en que las redes sociales han desmantelado nuestra realidad común, o han creado realidades individuales para cada uno de nosotros: realidades que los algoritmos manufacturan usando como materia prima la información que nosotros mismos les damos. Nuestra vida en las redes ha sustituido la vida real, la que compartimos con los otros, y ha derruido también nuestra noción de una misma realidad que interpretamos de manera distinta. No: la realidad no es la misma para todos. Ya no se trata de interpretarla de manera distinta: es que no estamos viendo lo mismo. Y de ahí la extrañeza.

Nunca me canso de citar a Jaron Lanier, pionero de las nuevas tecnologías y apóstata de Silicon Valley, que describe muy bien en un panfleto ―porque ese libro suyo que llama a cerrar las redes sociales es eso, un panfleto, y además un panfleto urgente y necesario― las consecuencias prácticas del funcionamiento de las redes. Es, dice Lanier, como si Wikipedia nos entregara a cada uno de nosotros una versión distinta de sus artículos dependiendo de nuestro perfil: de nuestro sexo, nuestra edad, nuestras convicciones políticas y religiosas, nuestra ubicación en el GPS del mundo, nuestro historial de navegación en la red. Con todo eso, los algoritmos nos proponen una serie de contenidos que acaban conformando una visión de la realidad que otro ―ese otro con el cual se cruza Leila Guerriero en las calles, ese otro que a Caparrós le parece incomprensible― no sólo no comparte, sino que considera una afrenta. Si a esto se le añade el desdoblamiento de nuestras personalidades de internautas, el divorcio entre los ciudadanos está consumado.

Por supuesto ―digo de nuevo― hay que tener cuidado con estos razonamientos. Lo que digo es parte del problema, no el problema entero, como también es parte indudable del problema la frustración intensa que sienten muchos ciudadanos ante lo que podríamos llamar, echando mano de un atajo intelectual, el Poder. “No hay nada más pobre que argumentar que el pueblo ha elegido muy mal y tratar de justificarlo por la magia negra de la publicidad, los medios de masas y las redes sociales”, dice Caparrós. “O decir que todo es culpa de la marginación, la decadencia de la educación, esa lógica rabia de quien no ve salidas ni futuros”, añade. No, nada de eso basta para el divorcio entre nosotros, pero todo contribuye. Ahora la extrañeza le ha tocado a Argentina, un país que nunca ha sido ―creo yo― lo que es Milei; y yo espero, por el bien de América Latina, que se reencuentre a sí mismo. De todas formas, lo que sí podemos ir aceptando es que somos ciudadanos más radicalizados que ayer, que la rabia y el resentimiento y el odio tribal nos mueven políticamente más que ayer, y que la ilusión de entender a los demás es hoy, más que nunca, un espejismo. Y eso, en democracia, es un problema.

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