_
_
_
_
_
Calumnias en redes sociales
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Sobre el caso de Rodrigo Uprimny

Uprimny es un moderado en Colombia, donde esta característica se toma estúpidamente como tibieza, aun por parte de gente que se cree ilustrada

Rodrigo Uprimny
Rodrigo Uprimny habla durante una sesión de la CIDH.CIDH
Juan Gabriel Vásquez

En el debate colombiano, que cada día se vuelve más bronco y más cochino, hay dos tipos de personas. Precisemos: por supuesto que hay mil tipos de personas, una gradación de grises que se abre entre los dos polos de nuestras costumbres, pero hay dos grandes grupos, dos grandes maneras de hacer las cosas y de entender el mundo político, que son más notorias que las otras, y están diametralmente opuestas. A estas personas ―a estos dos grupos― quiero referirme, para ver si entender lo que son nos ayuda en algo.

De un lado están las que tratan siempre de usar la razón y no la violencia retórica, de no mentir aunque el apego a la verdad les dañe el argumento, de atacar las ideas pero nunca a los contradictores, de bajar el tono de un país polarizado y crispado que siempre parece al borde del precipicio de las palabras. Aun a pesar de sus convicciones más arraigadas, las personas de este tipo intentan siempre buscar la prudencia de la expresión, aunque a veces acudan a la ironía o al sarcasmo abierto, y yo conozco algunos que nunca acuden ni siquiera al sarcasmo o a la ironía, no porque no se les dé bien, sino porque les parece que al usarlo irrespetan al contradictor o a sus seguidores, y en eso tienen una virtud que tal vez otros no hemos conseguido.

Las personas de este tipo, en su tipología más extrema, se esfuerzan incluso por encontrar siempre el mérito del argumento contrario, y lo hacen por una suerte de honestidad intelectual que no podrían evitar aunque lo quisieran, y que aprecian más que el hecho banal de tener razón en público. No todas estas personas (no todas las personas de este grupo) son académicos, pero se esfuerzan de todas formas por no decir nada que no puedan sustentar debidamente, aunque fuera con un pie de página imaginario, pues les daría vergüenza física que alguien los sorprendiera en una mentira, y un poco menos de vergüenza, pero sólo un poco, si alguien los acusara con razón de falta de rigor. Creen, aunque la creencia esté pasada de moda, en asuntos como la verdad y la justicia, o tal vez crean simplemente en los peligros que corre una sociedad cuando le dejan de importar los valores de la verdad y de la justicia: cuando le dan igual esos valores, o cuando tolera o permite que sean manoseados, o incluso cuando le parece permisible que se pisoteen o se atropellen si lo hace uno de los lados del mundo político, pero condenable como el peor de los crímenes si lo hace el otro lado.

Conozco a Rodrigo Uprimny hace unos 10 años mal contados, pero no necesitaría ni siquiera haberlo conocido ―me bastaría leerlo― para tenerlo por uno de los intelectuales más honestos que ha dado este país donde la honestidad suele ser una carga o una desventaja. Rodrigo Uprimny es además un moderado: y lo es en este país en donde la moderación se toma estúpidamente como tibieza, aun por parte de gente que se cree ilustrada. Pues bien, Rodrigo Uprimny escribió el otro día una columna ―meditada, como todas las suyas― en la que sostiene que el expresidente Álvaro Uribe tuvo una responsabilidad moral y política en la catástrofe de los llamados falsos positivos. La reacción de Uribe, que oscilaba entre la pataleta infantil y el más temible matoneo, fue: “El señor Uprimny podría ser uno de los responsables morales y políticos del terrorismo por sus posturas”. Esto no es una respuesta, por supuesto, ni una defensa, sino una agresión. Y es además una mentira, pues no hay ninguna postura en la historia conocida de Rodrigo Uprimny que haya justificado, ni siquiera remotamente, un acto terrorista. Todo lo contrario: los ha condenado a todos por igual, vengan de donde vengan. Pero nada de esto importa, y el tiempo gastado en estas defensas es tiempo perdido. Porque a Uribe no le importa decir la verdad: lo que le importa es hacer daño.

Por eso me parece que, en lo que pasa por debate en Colombia, Uprimny está en un lado y Uribe está en el otro. Y sus diferencias no son políticas, sino de método: o, si se quiere, son diferencias éticas.

Como todo el mundo sabe, no es la primera vez que ocurre algo como lo de la semana pasada. Recordarán ustedes el ataque obsceno y calumnioso que Uribe le lanzó hace cinco años al periodista Daniel Samper Ospina: en un trino que hizo parte desde el primer momento de la historia colombiana de la infamia, lo llamó “violador de niños”; y la acusación fue tan grotesca que incluso los que no simpatizaban con Samper salieron en su defensa o condenaron esa manera de llevar ―grandes comillas― el “debate público”. Luego hubo explicaciones ridículas, intentos por desviar la atención, prestidigitaciones baratas para confundir a la gente o para justificar lo injustificable. Y la infamia de Uribe acabó donde han acabado tantas otras de sus infamias tuiteras: con una retractación ordenada por un juez. Pero Uribe está acostumbrado a retractarse; eso ya lo tiene, por decirlo de algún modo, facturado entre sus gastos, y no le importa la obligación de volver a hacerlo. Lo que le importa ―lo que le sirve― es el daño que pueda hacer antes, la destrucción temporal del nombre y la reputación de otra persona, y le importa también amedrentar a sus críticos presentes y silenciar a los futuros.

Newsletter

El análisis de la actualidad y las mejores historias de Colombia, cada semana en su buzón
RECÍBALA

Un día habremos de calcular el daño enorme que le ha hecho Uribe a nuestra convivencia: el veneno que ha inyectado en nuestro debate, los palos que les ha puesto entre las ruedas a nuestros intentos colectivos por salir de la mentalidad de guerra. No es el único, por supuesto: son muchas las figuras públicas que han dado su generosa contribución, desde varios lugares del espectro de la política, para mantener vivos los odios que nos contaminan o para azuzar odios nuevos, no vaya a ser que con ellos se muera su poca pertinencia o su poder momentáneo. Por lo que he visto, Uprimny ha recibido manifestaciones de solidaridad y de apoyo de muchos rincones, y eso está bien, pero nada impedirá que Uribe vuelva a usar la misma estrategia cansada cuando le venga en gana: volverá la calumnia, volverá la estigmatización, volverá el juego sucio, y tal vez vuelva la retractación hipócrita; y volverá la indignación de muchos como yo, y será tan inútil como siempre.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y aquí al canal en WhatsApp, y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_