La bomba atómica y sus metáforas
Si los clásicos son narraciones viejas que nos hablan misteriosamente de nuestro mundo, ‘Oppenheimer’ es una de esas novedades que nos ponen cara a cara con el pasado
Hace unos días pude ver, con ligero retraso frente al resto de la humanidad, la película Oppenheimer, que se ha comentado en todas partes (por razones que me sobrepasan) como si fuera un antídoto o un complemento o una contracara de Barbie, la otra película de la que todo el mundo está hablando. No me preocupa mi retraso, eso sí, porque no suelo llegar a tiempo a estas cosas. Como me escribía recientemente el poeta Marius Kociejowski: “Cuando voy a ver a alguien, soy extremadamente puntual; cuando los leo, casi siempre llego tarde”. No me parece una manera insensata de ir por la vida, no sólo porque rara vez las modas están a la altura de su mercadeo, sino porque el tiempo de cualquier lector (y esto se aplica, me temo, a las películas) está siempre invadido por la presencia amable de todo lo que no hemos visto.
Lo que quiero decir es que nuestro tiempo es limitado y en el pasado se van acumulando los libros y las películas de antes. No tiene que tratarse de las obras que llamamos clásicas (palabra que incomoda a muchos, dicho sea de paso), que tienen la característica de convocarnos constantemente, de solicitar constantemente nuestra atención. Los clásicos lo son porque siempre están diciendo cosas pertinentes: aunque hayan salido al mundo hace medio siglo o hace dos siglos enteros, siguen hablándonos de lo que nos ocurre hoy. Pero a esos viejos maestros hay que sumarles la presencia de nuestro pasado reciente, estos últimos años en que han aparecido ficciones ―me refiero sobre todo a ficciones― que nos interpelan, que nos exploran, que nos explican. Y es frecuente y normal, por lo tanto, que no lleguemos a cumplir con esa expresión que detesto: estar al día.
Vuelvo al principio: a Oppenheimer. Si los clásicos son narraciones viejas que nos hablan misteriosamente de nuestro mundo, Oppenheimer es una de esas novedades que nos ponen cara a cara con el pasado. La historia que cuenta nunca se asoma a nuestro presente, pero lo moldea sin remedio, lo moldeó desde el principio. La bomba atómica lleva décadas siendo parte de nuestro legado, y nos hemos acostumbrado a su presencia y a su mitología; pero somos muchos los que crecimos en mundos donde la Guerra Fría tomaba otras formas más inminentes y por lo tanto más amenazadoras, y en esos lugares hechos de revoluciones y dictaduras, de sables y utopías, la bomba atómica era un asunto lejano. Esa catástrofe nunca fue parte de nuestra vida práctica, aunque sí lo fuera de nuestra vaga conciencia, y estaba limitada, por lo menos para los ciudadanos comunes y corrientes, a los días contados de la crisis de los misiles.
Por eso es fácil olvidar que la guerra nuclear fue una posibilidad verdadera para millones de personas, y que millones de niños aprendieron a llevar a cabo ejercicios de simulación en caso de ataque, y, a veces, a oír una alarma y esconderse absurdamente debajo de un pupitre. Sobre todo, aprendieron a convivir con una cierta forma de miedo que otros no hemos conocido (hemos conocido miedos distintos). Lo he constatado en conversaciones con la gente de mi generación que creció en Inglaterra o en ciertas zonas de Estados Unidos, donde las tensiones y las paranoias de la carrera armamentística podían acabar convertidas en hongo gigantesco ―al menos, según el relato público― con más facilidad que en Francia, por decir algo, o en India. En las historias que cuentan, la posibilidad de morir en medio de un invierno nuclear era algo que no estaba sólo en los libros, ni sólo en la propaganda. Estaba en la conversación de los adultos; era parte de la sobremesa: hablaban de ella los profesores. Y eso, un rostro adulto en el cual un niño o un adolescente pudiera leer el miedo de verdad, es algo que tiene que cambiarnos la vida. Pero es difícil entenderlo ―es difícil imaginarlo― hasta que nos lo cuentan.
Lo mismo pasa en un momento breve de Oppenheimer. Se abre una ventana hacia la psicología de toda una generación, o acaso de más de una, cuando dos científicos del proyecto Manhattan sostienen una conversación que trata de analizar los probables efectos de una explosión como la que están fabricando. Se habla de la reacción física que se busca, y de la posibilidad teórica de que esa reacción acabe incendiando la atmósfera. Toda la atmósfera. Uno de los científicos dice ―no lo cito con comillas porque no recuerdo las palabras exactas― que la posibilidad tiende a cero; el otro replica que se sentiría mucho más cómodo si el cero fuera una certeza. Pero no lo es. Y esto significa, para que nos aclaremos, que a partir de cierto momento los creadores de la bomba atómica contemplaron la posibilidad, ínfima pero no inexistente, de que su invención acabara con la vida en el planeta entero, no sólo con la de decenas de miles cuyo costo estaba contemplado dentro de las crueles aritméticas de la guerra.
¿Por qué siguieron adelante? Hay varias razones, de la geopolítica al miedo, desde la (sin)razón de Estado hasta una convicción a la vez pueril y completamente realista: si no la hacían unos, la harían los otros. (Solución a este problema: predeciblemente, la hicieron ambos. La Unión Soviética desarrolló su bomba menos de cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki.) El proceso se ha explicado incontables veces, pero yo recuerdo con especial claridad mi lectura alucinada de The Decision to Use the Atomic Bomb, de Gar Alperovitz, cuyas 900 páginas leí con desconsuelo mientras llevaba a cabo una tarea no menos alucinada: la traducción ―la primera que se hacía en España, aunque no en español― de Hiroshima, el reportaje de John Hersey.
El libro de Alperovitz pone en escena las fuerzas incontrolables de la política; la película de Christopher Nolan es diestra en mostrar las inercias de la ciencia, que seguirá hacia adelante aunque lo que se esté descubriendo pueda atentar gravemente contra el ser humano. Pero acompañarlo todo de la lectura de Hiroshima ―el mejor recuento de las consecuencias, no de las causas, de la bomba― es una experiencia desgarradora. Para mí lo fue desde el principio, desde antes de que existiera la película de Nolan, desde antes de que conociera el libro en que se basó la película. Si traducir es la forma perfecta de lectura, traducir Hiroshima es la causa de un desconsuelo perfecto, pues hay pocos libros que puedan causar tan directamente la pérdida de la fe en la humanidad: si esto pasó y no logramos ponernos de acuerdo en la erradicación de las armas nucleares, puede uno pensar en sus peores momentos, la humanidad es tan imbécil que su extinción no debería sorprender a nadie.
Lo que cuenta el libro de Hersey no habría pasado si no hubiera pasado primero lo que cuenta la película de Nolan. Y es esto: que la posibilidad de evitar la catástrofe está ahí, al alcance de la mano, y basta con tomar ciertas decisiones; pero esas decisiones son difíciles y, sobre todo, son colectivas, que son las más difíciles de todas; y hay campos de nuestra vida donde los seres humanos trabajamos con una mezcla de sofisticación y ceguera, de genio descubridor y torpeza suicida, bajo una suerte de inercia que nos impide detenernos ―la inercia de lo posible, aunque lo posible no siempre sea lo justificable―, y así vamos avanzando hacia el abismo.
No seré yo quien los culpe, queridos lectores, si ahora mismo están ustedes pensando en la inteligencia artificial.
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