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Tribuna
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La persistencia del 11 de septiembre

Para inmenso pasmo de quienes vemos a Chile desde fuera, todavía hay líderes políticos con innegable influencia que defienden en público el legado de Pinochet e incluso lo llaman estadista sin ruborizarse

Tribuna Vásquez 15/03/23
EULOGIA MERLE
Juan Gabriel Vásquez

El lunes pasado, cuando faltaban algunos minutos para el mediodía en Santiago de Chile, se cumplieron 50 años del momento en que empezó el bombardeo de los golpistas contra el Palacio de la Moneda, y a mi teléfono móvil llegaron varios mensajes de amigos chilenos que recordaban o conmemoraban la magnitud de la tragedia. Yo me había pasado la tarde leyendo la nueva novela de Ariel Dorfman, Allende y el museo del suicidio, donde un personaje llamado Ariel Dorfman recibe de un millonario excéntrico el encargo de averiguar si es verdad —si es la verdad definitiva e inapelable— que Salvador Allende se mató de un tiro, o si otra versión de las cosas es posible: si es posible, por ejemplo, que lo hayan asesinado los militares que invadieron el palacio. ¿Fue la muerte de Allende trágica o épica?, se pregunta el millonario excéntrico en el pasado reciente de la novela. Para él es de enorme importancia llegar a una conclusión precisa, no solo por razones históricas, sino también personales. Y alrededor de esa pregunta —del descubrimiento de esas razones— gira la intriga inicial de esta novela impredecible que luego tiene más, mucho más, que ofrecer.

Hoy sabemos, con toda la certeza que es posible tener, que Allende se quitó la vida a la 1.40 de la tarde, y que lo hizo con una ametralladora que le había regalado Fidel Castro. Pero no siempre fue así en el imaginario de América Latina. En su discurso del 28 de septiembre que siguió al golpe, Castro sostuvo frente a todo el mundo que Allende había muerto en combate, llevando en las manos la ametralladora regalada; y García Márquez escribió, en el reportaje que la revista colombiana Alternativa publicó en 1974, una escena que durante muchos meses pareció ser la versión oficial. A eso de las cuatro de la tarde del 11 de septiembre, escribe García Márquez, el general golpista Javier Palacios se encuentra con Allende en el segundo piso del palacio; Allende, que lleva la ametralladora de Fidel en la mano, lo llama traidor, le dispara y lo hiere, y entonces se produce el intercambio de tiros en el que muere el presidente. “Luego”, escribe García Márquez, “todos los oficiales, en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último, un suboficial le destrozó la cara con la culata del fusil”. Pero Ariel Dorfman, narrador de la novela de Ariel Dorfman, se pregunta si García Márquez no habrá adornado la escena con exageraciones literarias que no corresponden a la verdad.

Allende y el museo del suicidio es una metáfora extraordinaria del lugar que ocupa ese episodio en la conciencia de Chile: el suicidio de Salvador Allende, el médico masón que quiso llevar a su país por el camino de un socialismo democrático y pacífico, se ha convertido en un mito, y es la herida central del inmenso trauma que es el golpe de Estado. Y el golpe de Estado, seguido de los 17 años de la dictadura asesina de Augusto Pinochet, es uno de los grandes traumas de la historia latinoamericana, uno de esos momentos que no solo marcaron a un país, sino que se convirtieron desde la hora cero en parte de nuestra conciencia colectiva. En cierto sentido, el golpe chileno nos ocurrió a todos los latinoamericanos, y no me sorprendió sentir el pasado 11 de septiembre que así sigue siendo: nos sigue ocurriendo a todos. Y es posible que nos ocurra cada vez más, a medida que se vayan iluminando las sombras de ese espacio de la Guerra Fría. Sí: porque el Palacio de la Moneda es incomprensible sin la presencia en el teatro de Henry Kissinger y de Richard Nixon y de las fuerzas sin control de la paranoia, que se hicieron presentes en el mundo entero durante esos años malhadados.

Para decirlo de otro modo, las conmemoraciones de estos días han puesto en evidencia lo que, por distintas razones, hemos sabido los latinoamericanos desde hace mucho tiempo: que la Guerra Fría sigue entre nosotros. Sigue dando coletazos, asomando la cabeza y negándose a enfriarse del todo. La Guerra Fría está presente en Nicaragua, en la forma involuntariamente paródica de ese viejo revolucionario convertido en sátrapa grotesco; está presente en Cuba y en Venezuela; está presente en Colombia, donde un conflicto de más de medio siglo con las guerrillas marxistas cambió de tercio con los acuerdos de 2016, pero nos arroja todos los días revelaciones de espanto sobre lo que hemos sido capaces de hacernos los unos a los otros. Y en la caja de herramientas con la que hablamos del pasado siguen predominando las palabras viejas de esos años. El pasado en América Latina es así: no se va nunca, se queda con nosotros, sigue tercamente moldeando nuestras conversaciones y nuestros desencuentros, sigue alimentando nuestras tensiones e incendiando nuestra convivencia.

Pero muchos habían creído que sobre el 11 de septiembre había ciertos acuerdos más o menos definitivos. En los últimos tiempos ha resultado que no es así: todavía se debate sobre el significado o las consecuencias o la apreciación de lo que pasó, y líderes políticos de muchos seguidores e innegable influencia defienden ante los micrófonos el legado de Pinochet, y hay quien lo llama estadista sin ruborizarse. Esto ocurre para inmenso pasmo de los que vemos a Chile desde fuera y no conseguimos entender que sea necesario ni aun permisible legitimar la violencia de esa dictadura para condenar las que cometen otras, o que un régimen cruel y sanguinario, que destrozó las vidas de miles y sembró un país de muertos y desaparecidos y hombres torturados y mujeres violadas, pueda maquillarse la cara con las cifras del producto interno bruto: como si las tres mil personas del informe Rettig no existieran, ni las casi treinta mil del informe Valech, ni los innumerables exiliados —no sé si estén en algún informe— que han hecho su vida en otras tierras para que no los mataran en la suya, o después de haber sobrevivido al roce con la muerte.

Yo, como tantos latinoamericanos, los he conocido: en Suecia, en Alemania, en Suiza. He hablado con ellos y he escuchado sus historias de dolor, y me ha admirado la terca persistencia de su memoria, que responde —o esto me ha parecido— a la intuición de que el tiempo lo suaviza todo, hasta la responsabilidad de los violentos: de que el paso del tiempo va atenuando los crímenes en la memoria de una sociedad, tal vez porque nuestras historias, las historias de nuestros países latinoamericanos, producen nuevos dolores todo el tiempo, y hay que abrirles espacio a costa de los viejos. Ya han comenzado a morir los supervivientes de esos años de horror: los que vieron por dentro el estadio nacional convertido en campo de detención y tortura, los que pasaron por el hoyo negro de Villa Grimaldi. ¿Y qué pasará cuándo ya no estén para contarnos o recordarnos lo que ocurrió, para dar testimonios como los que me ha tocado oír más de una vez? ¿Cuánto tiempo tardará en morir también la idea de que lo ocurrido el 11 de septiembre no puede repetirse?

Sea como sea, en eso sí acertó García Márquez. “El drama”, escribió en aquel artículo de 1974, “ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre”.

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