_
_
_
_
Donald Trump
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Don Trump, o el expresidente y los mafiosos

Trump, lector excelso de su sociedad, descubrió que no hay regla que no se pueda violar. Sólo hay que hacerlo sin pedir disculpas

Donald Trump
Donald Trump, durante un acto proselitista en Erie, Estado de Indiana, el pasado 29 de julio.LINDSAY DEDARIO (REUTERS)
Juan Gabriel Vásquez

En abril pasado, cuando llamé mafioso a Donald Trump en este periódico, estaba haciendo un mero juicio de valor sobre su actitud durante la célebre conversación que tuvo en 2019 con Volodímir Zelenski. Ahora, meses después de esa columna y años después de la conversación, una fiscal del Estado de Georgia ha acusado a Trump por varias conductas que son crímenes a escala federal, y para hacerlo se ha apoyado en una ley que los norteamericanos conocen como RICO. La sigla, en traducción literal, quiere decir organizaciones corruptas e influenciadas por la extorsión; la ley se creó en 1970 para luchar contra las mafias y los mafiosos, y el hecho de que ahora sirva para amenazar seriamente a un expresidente de Estados Unidos ―es decir, para que no sea una fantasía sin asidero que un expresidente de Estados Unidos sea considerado líder de una organización corrupta― tiene que ser uno de los episodios más extraños de la historia norteamericana reciente, por lo menos desde que Nixon miró a la cámara y dijo: “I am not a crook”. Es decir: “No soy un delincuente” o “No soy un bandido”, dependiendo de la traducción que se prefiera.

Ustedes recordarán la llamada si han seguido como yo la apasionante caída en desgracia de Trump. Es apasionante, claro está, porque no es ninguna caída en desgracia: el expresidente mafioso es hoy el puntero del partido Republicano en la carrera por las próximas elecciones, y sus fieles le donan inmensas cantidades de dólares que van a dar a su defensa sin darse cuenta de que también a ellos los está estafando. No hay manera de meter en una columna de opinión la cantidad de razones por las que esto es descorazonador o frustrante, pero lo es; o tal vez sea simplemente un lamentable termómetro de la descomposición general en que se ha embarcado ya no un partido político, sino toda una democracia. Lo que sería un error es sorprendernos demasiado, porque a la democracia norteamericana se le han visto las costuras durante años. Hasta ahora no había estallado todo en pedazos porque sobrevivía un cierto respeto de las formas que obligaba a la gente a la hipocresía. Trump, lector excelso de su sociedad, descubrió que no hay regla que no se pueda violar. Sólo hay que hacerlo sin pedir disculpas.

En fin: vuelvo a la llamada. Trump le sugirió por teléfono al presidente ucranio que, a cambio del apoyo militar de Estados Unidos en un momento de necesidad, lo ayudara a buscar mugre para salpicar a Hunter Biden, y todo el que haya oído la grabación reconoce el tono del mafioso de película: “Yo hago esto por usted, pero espero que usted haga aquello por mí”. (Para ser exactos, Trump dijo: “Háganos un favor”. El plural es casi una parodia, como si Trump acabara de ver un episodio de Los Soprano.) La llamada fue tan escandalosa que condujo en línea recta al primer impeachment del presidente, y además les mostró a muchos lo que Trump era capaz de hacer para ganar unas elecciones. Su única defensa fue repetir que la llamada había sido “perfecta”.

Pues bien, meses después ya estábamos hablando de otra “llamada perfecta”: cuando Trump presionó por teléfono al secretario de Estado de Georgia para que “le consiguiera” los más de 11.000 votos que necesitaba para ganarle a Joe Biden. También de la segunda conversación perfecta existe una grabación; no hay presidente ―nuevamente, desde Nixon― al que le hayan grabado tantas palabras comprometedoras. Hay quien dice que eso es testimonio de la estupidez de Trump, pero a mí me parece que demuestra más bien su invulnerable convicción de estar por encima de la ley: ya desde antes de asistir a su elección inverosímil, los espectadores de la política norteamericana supimos que su idea de las causas y las consecuencias no es la que tienen los demás. Son inolvidables aquellas frases grotescas de acosador sexual en que se jactaba de agarrar a las mujeres por la vulva y de que ellas se lo permitieran (aquí podría insertar un enorme pie de página sobre hechos recientes, pero no lo haré: la columna sobre la idea extraña que tienen ciertos hombres de lo que las mujeres permiten y no permiten quedará para otra vez). En cualquier caso, los ingenuos pensamos entonces que su campaña estaba perdida sin remedio. No era así.

Lo que quiero decir es que Donald Trump cree, porque el mundo se lo ha demostrado, que las consecuencias de los actos son algo que les ocurre a los otros. Para los que son como él, esa relación se rompe o no funciona: recuerden ustedes cuando aseguró, repentinamente habitado por el fantasma de Tony Soprano, que podría dispararle a alguien en medio de la Quinta avenida sin que le pasara nada. Así ha crecido Trump, tanto en el mundo empresarial como en el mundo político: su abogado y mentor de muchos años, el célebre Roy Cohn, era también el abogado de mafiosos como el Gordo Tony Salerno y, sobre todo, John Gotti. Recientemente se publicó en Mother Jones un artículo fantástico del periodista David Corn sobre los vínculos históricos de Trump con el crimen organizado, desde que comenzó su negocio de casinos en Atlantic City arrendándoles propiedades a dos personajes poco recomendables: un mafioso informante del FBI y a un gángster relacionado con la mafia de Filadelfia. Corn recuerda que Trump se ha jactado con frecuencia ―cuando eso le servía para impresionar a su interlocutor, por ejemplo― de sus contactos con mafiosos, aunque luego, frente a un juez, los negara impunemente.

Por eso es tan poético, bien mirado el asunto, que sea una ley contra la mafia la que ahora lo tenga en la mira. En los cuatro años de su presidencia, su comportamiento fue el de un mafioso, y lo sigue siendo ahora, como expresidente, cuando usa Twitter para intimidar a los fiscales o amenazar ―indirectamente, como los mafiosos― a los jueces o testigos. Uno de los primeros en ponerles nombre a los comportamientos de Trump fue James Comey, aquel director del FBI cuyas declaraciones imprudentes sobre el caso de los correos de Hilary Clinton prestaron al candidato Trump no poca ayuda. Comey habla en su libro de memorias de una cena en la Casa Blanca que ha llegado a conocerse como La cena de la lealtad. Trump invitó a Comey a cenar a solas, y en medio de la cena (y en tonos ominosos) le dijo: “Necesito lealtad. Espero lealtad”. Escribe Comey que aquello parecía “la ceremonia de inducción a la Cosa Nostra de Sammy El Toro”.

Sammy The Bull Gravano era uno de los líderes de la célebre familia Gambino; la familia Gambino es, como lo sabe cualquiera que haya visto suficientes películas de Coppola o de Scorsese, una de las cinco grandes familias del crimen organizado en la Costa Este. He estado pensando en esos viejos mafiosos en estos días, después de que todos vimos en la prensa la foto del fichaje policial de un expresidente de Estados Unidos: el número PO1135809. La mirada del hombre es tan sobreactuada ―los pucheros de matón de colegio, el ceño fruncido hasta el calambre― que daría risa si no tuviera las implicaciones que tiene. Yo he visto en alguna parte la foto de John Gotti, arrestado en los noventa, que sonreía a la cámara con su papada satisfecha y su pelo de verdad. No, Trump no sonríe. Quién sabe por qué será.

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_