No queremos depender de Silicon Valley
Gobiernos de todo el mundo intentan construir una agenda digital y unas tecnologías propias para evitar apoyarse en los grandes oligopolios estadounidenses
En medio de la angustia generalizada que provoca el inevitable ascenso del nacionalismo y el populismo, resulta fácil pasar por alto que, en los dos últimos años, ha habido también algunas transformaciones sorprendentes y verdaderamente útiles en la opinión pública mundial. Al parecer, y pese a poner todo su empeño en que no sea así, incluso Donald Trump puede causar algún efecto positivo en el mundo.
Donde más visible es este giro es en la manera que tenemos de acercarnos a los dilemas legislativos y políticos relacionados con las tecnologías. La idea misma de lo “digital” —como un ámbito mágico e intocable que iba a traer prosperidad a todos, disrupción a disrupción— está hoy muerta. Las preguntas espinosas en torno a la tecnología no son ya el terreno de los hippies acomodados de la revista Wired o de las charlas TED. Por el contrario, esas cuestiones han regresado al terreno del comercio internacional, el desarrollo económico de los Estados y la seguridad nacional.
¿Qué nos enseñan los profetas de lo “digital” sobre el mundo que hay ahí fuera? No mucho, dice el consenso actual. ¡Amén! Y por eso los Gobiernos, a los que se consideraba demasiado torpes para actuar en la era “digital”, han vuelto al tablero y han adoptado una postura mucho más intervencionista e insisten en restablecer su soberanía en el plano tecnológico.
Pero hoy ya no quedan Gobiernos capaces de seguir predicando de forma convincente a favor de la liberalización del comercio en datos, software o hardware
China, con su nueva ley sobre ciberseguridad y su impulso a todos los niveles para alcanzar la hegemonía global en inteligencia artificial, ha sido el foco de todas las miradas. Pero no es el único país que promueve su propia agenda tecnológica.
Rusia ha anunciado recientemente sus planes para exigir a los funcionarios que utilicen teléfonos móviles de fabricación y software nacionales. Para facilitar esto, Rostelecom, el gigante de las comunicaciones de propiedad estatal, ha comprado las dos empresas dueñas de Sailfish OS, un sistema operativo para móviles desarrollado inicialmente por Nokia.
Para indignación de las empresas estadounidenses, India quiere que que las compañías tecnológicas y de pagos extranjeras almacenen sus datos dentro de sus fronteras, ostensiblemente por razones de seguridad nacional, pero invocando también la necesidad de conservar su soberanía tecnológica. Varios pesos pesados de ese país —que ya han formado estrechas alianzas con gigantes tecnológicos chinos— han recibido con satisfacción esta noticia y esperan que les permita rivalizar en igualdad de condiciones con las plataformas tecnológicas de Estados Unidos.
El Gobierno italiano, cuya coalición, formada por el Movimiento 5 Estrellas y la Liga de Salvini, está acostumbrada tanto a las controversias como a las malas políticas, ha hecho avances en la misma dirección y ha prometido impedir la venta de Sparkle, un importante operador de fibra. A esto hay que añadir la información filtrada a Politico en un reciente documento político interno de la UE. En él se subrayan las connotaciones que tiene en materia de seguridad el hecho de que Europa dependa tanto de los dispositivos fabricados por la compañía china Huawei (es de esperar que, con el tiempo, la Comisión Europea aborde también la dependencia, mucho mayor, que tiene Europa de los sistemas y servicios de almacenamiento en la nube de las empresas estadounidenses).
Rusia ha anunciado recientemente sus planes para exigir a los funcionarios que utilicen teléfonos móviles de fabricación y software nacionales
Curiosamente, la soberanía tecnológica es algo que también interesa mucho a dos países que, al menos en teoría, presumen de ser cosmopolitas e internacionalistas frente al proyecto nacionalista de Trump: Francia y Alemania.
La ministra de Defensa francesa ha anunciado que quiere “reducir el contacto de Francia con componentes estadounidenses”, mientras sus servicios de inteligencia tratan de encontrar alternativas nacionales a los servicios de la empresa de Peter Thiel, Palantir, que mantiene estrechos lazos con Washington. A finales de julio, un diputado del partido de centro de Macron llegó a preguntar al Gobierno si iba a establecer una comisión sobre soberanía digital cuyo objetivo fuera “dar a las autoridades francesas autonomía de las todopoderosas” empresas tecnológicas estadounidenses.
Alemania, cuya canciller describía Internet hace solo cinco años como un “territorio virgen”, también ha cambiado su postura. Después de ver cómo sus joyas en las industrias de robótica y tecnología le eran arrebatadas por inversores extranjeros —en particular, por los chinos—, Berlín ya no se muestra tímido a la hora de usar el veto para bloquear determinadas adquisiciones. También está reflexionando, al parecer, sobre la posibilidad de crear un fondo nacional específico que pueda comprar acciones en empresas tecnológicas alemanas.
Una portavoz del ministro de Economía ha negado que exista ese plan, pero reconoce que el Gobierno está “estudiando la posibilidad de crear un mecanismo para garantizar la soberanía tecnológica de la industria alemana”. Un memorándum de acuerdo firmado recientemente entre el Ministerio del Interior alemán y la principal asociación empresarial del país ensalza el desarrollo de productos y servicios que puedan “reducir la gran dependencia de Alemania de tecnologías extranjeras”.
Si uno no está a favor de la soberanía tecnológica, ¿de qué es partidario? La respuesta habitual solía ser la globalización y el libre comercio. Pero hoy ya no quedan Gobiernos capaces de seguir predicando de forma convincente a favor de la liberalización del comercio en datos, software o hardware. Por ello, todos los Gobiernos se ven obligados a escoger entre dos opciones: reafirmar la soberanía tecnológica o no hacer nada, por falta de buenas ideas o de poder, o por las disputas políticas internas (como en el caso de Reino Unido).
El tono en el debate tecnológico actual es más duro que antes; lo “digital” ha dejado de ser la panacea que antes se pensaba que era. Sin embargo, lo que el debate ha perdido en decencia lo ha ganado en realismo, porque es mucho más evidente lo que está en juego: ya no estamos discutiendo sobre los méritos de la “digitalización” en abstracto, sino que lo que está en liza son las consecuencias de permitir que sectores estratégicos caigan en manos de potencias extranjeras.
Ahora que la Casa Blanca ha hecho pública una Estrategia Cibernética Nacional, que autoriza a las Fuerzas Armadas a emprender operaciones cibernéticas ofensivas con escasas restricciones, no se puede dar por descontada la capacidad de resistencia de las infraestructuras digitales nacionales. Si, por lo visto, Obama no tuvo reparos en autorizar que se pinchara el teléfono de Angela Merkel, ¿quién va a confiar en que Trump se resista a esta tentación?
Evgeny Morozov es editor asociado en ‘New Republic’ y autor de ‘La locura del solucionismo tecnológico’ (Katz).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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