Las urnas premian a los machos alfa
Los líderes autoritarios, nacionalistas y xenófobos gozan de un gran apoyo entre el electorado
Al mismo tiempo que las mujeres recuperan espacios robados en casi todo el mundo, la llegada de machos alfa al poder se ha convertido en una epidemia. Y lo que es peor: esos líderes autoritarios, nacionalistas y xenófobos gozan de un gran apoyo de sus electores, convencidos de que esos hombres fuertes les guiarán adecuadamente en estos tiempos de zozobra pese a que sus métodos incluyen recortes de derechos y libertades que ponen en riesgo el modelo democrático.
Desde Estados Unidos (Donald Trump) hasta Turquía (Recep Tayyip Erdogan), pasando por Rusia (Vladímir Putin), Venezuela (Nicolás Maduro), Hungría (Viktor Orbán), Italia (Matteo Salvini), China (Xi Jinping) o Filipinas (Rodrigo Duterte), la irrupción de mandatarios fuertes está conformando una coalición internacional de apoyo mutuo entre iliberales, autócratas y dictadorzuelos que está cambiando las reglas de juego del planeta.
En buena parte, el fenómeno se ha producido como reacción al hecho de que el tradicional orden liberal no ha resuelto de forma adecuada y equilibrada los problemas de la crisis económica y la globalización. Cabe recordar que la anterior oleada similar de hombres fuertes en los Gobiernos de medio mundo se produjo después del crash de 1929. Y no es casual que un denominador común de los actuales mandatarios alfa sea, como entonces, su crítica a las recetas aplicadas y su denuncia de lo que Orbán y Trump llaman hoy “ideología de la mundialización”.
No obstante, el principal elemento común a todos los déspotas de nuevo cuño es el nacionalismo. Tras erigirse en únicos representantes y defensores del “pueblo”, reclaman la recuperación de la soberanía, de su lugar en el mundo (Rusia, China, EE UU o Turquía), a la vez que predican el miedo al otro, al extranjero, al kurdo, al musulmán, al emigrante...
Así, mientras Trump ganó las elecciones prometiendo un muro con México y la prohibición de entrada de musulmanes, Orbán había dicho en su campaña de 2015 que había que impedir “la invasión de los musulmanes”. En la misma dialéctica, buscan y encuentran enemigos exteriores para justificar sus errores y fracasos (Maduro se centra en EE UU, Orbán en Bruselas, Erdogan en Asad…).
Para lograr el orden y seguridad que sus electores compran, estos patriotas de la posverdad convierten en enemigos y traidores a los dirigentes opositores (en Rusia, Venezuela o Turquía), persiguen a las organizaciones civiles (ONG en Italia y Hungría), castigan a los jueces para minar el equilibro democrático entre los tres poderes (Hungría), y persiguen a escritores y periodistas con un desprecio total a la libertad de expresión.
Lo más preocupante de este trágico panorama es que afecta a países con democracias muy consolidadas (Estados Unidos) y especialmente al continente europeo (Hungría, Italia y Polonia), la cuna de los derechos humanos. Y aún más preocupante resulta observar la escasa reacción de las democracias para frenarlo.
Así, mientras los autócratas tejen una red de apoyo y expansión, la UE se limita a lanzar con poca fe y menos recorrido la advertencia prevista en el Tratado contra Polonia y Hungría por no respetar los valores de la Unión. Y frente al eje Salvini-Orbán que quieren extender a Le Pen y los neonazis alemanes con el asesoramiento del supremacista americano Steve Bannon, el resto de líderes europeos eluden el problema divididos y enfrentados por el futuro de la UE.
Es ese futuro de la UE el que se disputan los dos bandos. Y por ahora, solo avanzan los apóstoles de la anti-Europa.
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