Por qué el precio de los nuevos medicamentos es tan alto y alcanza hasta 3,3 millones de euros
La legislación estadounidense, la rentabilidad del sector, los avances médicos y las patentes son algunas de las causas del encarecimiento de los nuevos tratamientos
Ser el medicamento más caro del mundo es una distinción que dura poco. El Zolgensma (Novartis), un tratamiento de una sola dosis contra la atrofia muscular espinal, rompió los registros en mayo de 2020 al aterrizar en Europa con un precio de casi dos millones de euros. Siete meses más tarde, la Comisión Europea aprobó el Libmeldy (Orchard Therapeutics), una terapia que, a 2,47 millones el vial, aspira a curar una enfermedad genética mortal, la leucodistrofia metacromática. Los siguientes peldaños los subió Bluebird bio. En agosto de 2021, la empresa anunció que el Zynteglo, recién aprobado en Estados Unidos frente a una dolencia hereditaria de la sangre, costaría 2,6 millones y un mes más tarde fijó el precio del Skysona —indicado para la adrenoleucodistrofia, un trastorno neurológico— en 2,8 millones de euros. Un récord que duró menos de tres meses: el pasado mes de diciembre, CSL Behring anunció que la terapia génica Hemgenix, frente a la hemofilia b, valdría 3,3 millones.
La llegada de una nueva oleada de terapias innovadoras ha abierto un mundo de esperanza a pacientes condenados a una vida corta o limitada por enfermedades sin tratamientos efectivos. Pero los precios impuestos por las compañías han desencadenado una espiral alcista en la factura farmacéutica que pone en tensión la sostenibilidad de los sistemas sanitarios. El gasto en medicamentos de prescripción médica se ha triplicado en Estados Unidos desde principios de siglo y en España —donde por ahora solo el Zolgensma ha sido incorporado a la sanidad pública— los hospitales públicos gastan hoy el doble en terapias oncológicas de lo que lo hacían hace cinco años.
Una tendencia que, según todos los expertos consultados, seguirá en los próximos años. Hoy son cientos los fármacos en desarrollo que aspiran a cubrir una necesidad terapéutica desatendida y lo habitual es que cada novedad sea mucho más cara que las disponibles. Las causas de este fenómeno son legales, económicas y científicas. Las que siguen son las más importantes.
El mercado de Estados Unidos
Estados Unidos es el centro de gravedad del mercado farmacéutico global. Con el 4,2% de la población del planeta, las ventas del sector en el país ascienden a 512.000 millones de euros, prácticamente la mitad de las que realiza en todo el mundo, según datos de Statista de 2021. Europa tiene bastante más habitantes —447 millones por 332, respectivamente—, pero gasta menos de la mitad en medicamentos, 222.000 millones.
La disparidad se explica por la legislación estadounidense, más favorable a los intereses de las grandes farmacéuticas. Las compañías tienen allí libertad para imponer los precios que deseen (y subirlos cuando quieran) e incluso una ley prohíbe desde 2003 a Medicare, la gran aseguradora pública que cubre a los mayores de 65 años, utilizar su enorme peso para negociar a la baja sus compras.
En Europa, donde la población disfruta de algún tipo de cobertura sanitaria pública, los gobiernos aplican la política opuesta: negocian a la baja los precios y someten a los fármacos a estrictas evaluaciones de coste-beneficio antes de adquirirlos. Pero las compañías fijan los precios de partida pensando en el mercado global y, pese a los descuentos conseguidos, los precios finalmente acordados en el continente son también elevados.
La ley que lo cambió todo
Marcia Angell, que fue editora jefe de una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo, The New England Journal of Medicine, describe en su libro La verdad sobre la industria farmacéutica como una sola ley cambio la historia del sector. Hasta 1980, las dinámicas de las compañías tenían algo de previsible y aburrido: investigaban, sacaban al mercado medicamentos y fijaban precios que no suponían ningún sobresalto para los pagadores. Una razón era que los avances científicos logrados gracias a la financiación federal eran de dominio público.
La Bayh-Dole Act, cuyo objetivo era acelerar el desarrollo de nuevos tratamientos, cambió el paradigma al abrir la puerta a la privatización de ese conocimiento. Científicos, universidades, centros de investigación y pequeñas empresas pasaron a poder patentar esos inventos y venderlos luego en forma de “licencias exclusivas a las empresas farmacéuticas”. Desde entonces, el sector se ha llenado de pequeñas starts-up que indentifican las moléculas o procesos más prometedores, captan inversión para su desarrollo e inician el camino hacia nuevos medicamentos. En alguna etapa del proceso, suelen ser adquiridas por algún gigante del sector por cantidades millonarias. El resultado son enormes inversiones financieras a las que se exigen elevados retornos, lo que hace que cuando las nuevas terapias llegan al mercado lo hagan a precios muy superiores.
Para Enrique Castellón, ex subsecretario del Ministerio de Sanidad y consejero del fondo de capital riesgo Cross Road Biotech, la ley Bayh-Dole marcó un punto de inflexión. “Tuvo un enorme impacto cuyas consecuencias aún son controvertidas. Los defensores afirman que propició una entrada masiva de capital privado que ha impulsado la innovación y el desarrollo de tratamientos revolucionarios. Los detractores sostienen que ha propiciado una inflación en los precios al consolidar lógicas que son puramente de mercado en el campo de la salud”, afirma.
Un sector muy rentable
El sector farmacéutico es rentable. Un estudio publicado en marzo de 2020 por la revista JAMA que analizó las grandes empresas cotizadas en Estados Unidos reveló que los beneficios obtenidos en relación a sus ingresos por las 35 mayores farmacéuticas prácticamente doblan a los de las 357 de otros sectores (13,8% frente a 7,7%). Es la misma conclusión a la que llegó en 2015 un informe de la consultora McKinsey.
Estos mayores beneficios se logran gracias unos precios más elevados. Un hecho que, según los expertos, es el peaje a pagar por las reglas de juego marcadas por la ley Bayh-Dole. “Las empresas del sector necesitan mucho capital para seguir adelante con sus investigaciones. Compiten entre ellas para captar inversores y la forma de tener éxito es ofrecer elevadas rentabilidades”, resume Enrique Castellón.
Las repercusiones de la ley se hicieron globales al seguir otros países modelos similares. Muchas farmacéuticas europeas, además, abrieron centros de desarrollo en Estados Unidos para estar más cerca de las nuevas oportunidades de negocio. Al final, las grandes compañías dejaron de depender solo de sus propias investigaciones y pasaron a competir para adquirir las start-ups más prometedoras cada vez a precios más elevados, lo que a su vez incrementó la presión inflacionista en los precios.
Los riesgos de la innovación
El sector defiende que esta elevada rentabilidad es necesaria para garantizar la innovación en un terreno muy arriesgado con costes disparados y muchos medicamentos que se quedan en el camino. Según datos de la patronal farmacéutica europea (EFPIA), una de cada 10.000 moléculas estudiadas acabará convertida en un medicamento, solo uno de cada 167 fármacos en desarrollo saldrá al mercado y apenas uno de cada cinco de los que finalmente lo logre obtendrá suficientes ingresos para compensar la inversión hecha.
El camino para que un nuevo fármaco vea la luz es largo, en la mayoría de los casos se acerca a una década, y caro. Según uno de los estudios de referencia, publicado en 2016 por el investigador Joseph DiMasi (Universidad de Tufts, Estados Unidos), la inversión media en investigación y desarrollo ascendía en 2014 a casi 2.400 millones de euros, más del doble que una década antes.
Estos datos, obtenidos de la propia industria, son sin embargo cuestionados o matizados por muchos otros investigadores. Neboa Zozaya, directora del departamento de economía de la salud de la Fundación Weber defiende que, en realidad, se sabe muy poco de los costes reales en los que incurren las farmacéuticas. “Existe una gran opacidad en la estructura de costes de las compañías. Hay que tener en cuenta que buena parte de la investigación básica se ha hecho con fondos públicos. Y hay un gran debate sobre la forma cómo deben imputarse los costes de los proyectos de los fármacos que no acaban saliendo adelante”, afirma.
La cuestión de fondo, destacan los críticos, es que si compañías e inversores insisten en cargar todos los fracasos al precio de los nuevos fármacos sin tocar los generosos beneficios, al final el riesgo para ellos no es tan elevado porque se traslada siempre a enfermos y sistemas sanitarios.
Medicina de precisión
Juan Oliva, profesor de Economía de la Salud en la Universidad de Castilla-La Mancha, apunta a otro factor que han contribuido al aumento de precios. “Muchas nuevas terapias están destinadas a un número muy reducido de pacientes. Es así en las enfermedades raras, pero también en otras más comunes como el cáncer, en las que la indicación está limitada a un proceso muy concreto y en un momento muy específico del desarrollo de la enfermedad. Un medicamento que va a ser usado en muy pocas personas lógicamente es más caro”, explica.
La consecuencia de esta medicina de precisión se parece a una pescadilla que se muerde la cola. El elevado precio de los nuevos fármacos hace que los pagadores —ya sea la sanidad pública o aseguradores privados— limiten su uso a aquellos casos en los que la evidencia sobre su efectividad es más sólida y no hay alternativas más económicas disponibles. Esto reduce aún más el número de pacientes susceptibles de recibirlos, lo que aún empuja más los precios al alza.
Política de fijación de precios
Las compañías farmacéuticas no fijan los precios haciendo un cálculo de los costes —sean estos los que sean— y cargando sobre ellos un porcentaje de beneficio. La alternativa utilizada es el llamado “precio por valor”. “En Pfizer ponemos un precio a nuestros medicamentos calculando el valor que aportan a los pacientes, al sistema sanitario y a la sociedad”, explica el director ejecutivo de la farmacéutica, Albert Boula, en su libro Elegimos ir a la Luna. Para calcular el precio de una terapia para el corazón que evita cinco infartos por cada 100 personas que lo toman, Pfizer estima lo que costaría atender a los cinco pacientes —tratamiento, hospitalizaciones, bajas laborales...— y lo divide entre las 100 personas tratadas.
Esto, según Neboa Zozaya, explica precios tan elevados como el que CSL Behring han impuesto al Hemgenix. “Los pacientes con hemofilia ya reciben tratamientos muy caros. En estos casos, los precios tienden a ser más elevados porque incluyen los potenciales ahorros que las compañías piensan que van a dar al sistema”, precisa. La cuestión determinante en este punto es si ese ahorro va a producirse realmente —suele haber mucha incertidumbre sobre la eficacia real de algunos tratamientos a largo plazo— y si es razonable que las farmacéuticas pretendan cobrárselo por adelantado.
No es infrecuente que en Europa los gobiernos rechacen financiar algunos tratamientos porque, según sus cálculos, aportan poco valor en salud por el dinero que cuestan. Esta es la razón por la que en ocasiones las negociaciones para introducir una nueva terapia en la sanidad pública se retrasa durante varios meses o incluso años. La mayoría de las veces, las dos partes suelen alcanzar un acuerdo, pero en ocasiones los desenlaces son sonados. Bluebird bio, que logró que la aprobación del Zynteglo antes por la Agencia Europea del Medicamento (EMA) que por la FDA, empezó a vender el medicamento en Alemania en enero de 2020 a un precio de 1,6 millones de euros (ahora pide 2,6 millones). Un año más tarde, las autoridades sanitarias del país quisieron revisarlo a la baja hasta unos 600.000 euros, el beneficio en salud observado. La reacción de la compañía fue un airado portazo a Alemania y toda Europa, donde dejó de vender sus productos. “Los gobiernos aún no han reconocido adecuadamente el valor innovador de nuestras terapias”, sentenció el responsable de la compañía, Andrew Obenshain.
Las patentes
Las patentes dan a las compañías un monopolio temporal durante el cual nadie podrá sacar al mercado el mismo medicamento. La protección suele durar 20 años, la mitad del cual corre mientras la farmacéutica completa el desarrollo de la terapia. La urgencia para recuperar la inversión cuando el fármaco sale al fin al mercado, la necesidad de remunerar a los accionistas y la amenaza de que otros tratamientos en desarrollo le coman terreno llevan a las empresas a imponer precios elevados para rentabilizar pronto su apuesta.
“La razón más importante que explica los elevados precios de los medicamentgos es la existencia de un monopolio”, sostiene S. Vincent Rajkumar, investigador de la prestigiosa Mayo Clinic en un artículo publicado en ´'Blood Cancer Journal’ en junio de 2020. Esta posición es compartida por muchos expertos y organizaciones, que critican que, en ocasiones, es la propia patente la que ralentiza la innovación. Su titular, según esta versión, tenderá a esperar que la protección expire (y acabe de darle beneficios) antes de sacar otro tratamiento más efectivo.
Jaime Manzano, técnico de incidencia e investigación de la ONG Salud por Derecho, considera que la suma de opacidad en los costes, uso de las fórmulas de “precio basado en el valor” y patentes “fomenta espirales de sobrevaloración”. “Gracias a la posición de poder que otorga el monopolio, los precios acaban dependiendo de la capacidad de negociación de las empresas farmacéuticas con los sistemas sanitarios”, afirma. Una situación que ante la urgencia de ofrecer un tratamiento a los pacientes que lo necesitan, acaba por “dar lugar a precios cada vez más altos”.
Muchos expertos consultados destacan, sin embargo, otra cara de las patentes: “Sin ellas, seguro que los precios serían más baratos. Pero también habría menos innovación porque habría menos inversión y esto significa menos recursos disponibles y menos fármacos en desarrollo. Cuando nosotros hemos buscado inversores, una de las primeras preguntas que te hacen es por la garantía de protección que dan las patentes”, explica Enrique Castellón.
Beatriz González López-Valcárcel, catedrática de Economía de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, concluye que el sistema de patentes, aunque “imperfecto y necesitado de parches”, es por ahora necesario: “El ser humano no ha descubierto nada mejor que haga compatible incentivar la innovación y la inversión en I+D, y conseguir bienes globales, que es lo que ocurre cuando las patentes expiran y cualquiera puede fabricar el medicamento a precios muy bajos”.
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