La carretera que ganó al volcán de La Palma un año después
Una vía de tres kilómetros de largo, hecha sobre la colada de lava en condiciones insólitas e inaugurada recientemente, enlaza la isla y permite a la vida y a la actividad económica salir del colapso
El volcán de La Palma estalló hace un año y se agotó definitivamente el 25 de diciembre de 2021. Cuatro días después, el 29 de diciembre, llegaron las primeras excavadoras con la intención de recuperar una vieja y vital carretera de la isla que la lava había dejado sepultada. Sin ella, la vertiente oeste de La Palma, la más pujante, quedaba cortada en dos y cualquier gestión o desplazamiento —como llevar al niño al colegio, por ejemplo— podía suponer dar la vuelta entera a la isla y emplear casi dos horas. Sin esa carretera, ni la vida normal ni la actividad económica saldrían del colapso.
La empresa era ímproba: se trataba de abrirse paso entre un mar oscuro de lava solidificada, con alturas variables que van de los tres a los 30 metros, siguiendo el trazado de la antigua vía, a lo largo de tres kilómetros. A veces entre medias, a veces por encima. Como Moisés separando las aguas del mar Rojo, pero en piedra viva.
Todo discurrió como estaba previsto, amparándose en un decreto de emergencia del Gobierno canario que les facultaba a desarrollar las obras con urgencia, sin reparar en consideraciones ecológicas. Pero a los 20 días hubo que parar. La temperatura de la lava dormida derretía las mangueras de los compresores y la emanación de gases ponía en riesgo la salud de los empleados. Todo era consecuencia de los grados a los que se cocía el interior de la tierra. Los expertos decidieron que había que cambiar de táctica y olvidarse para siempre del trazado de la vieja carretera. El volcán, a fin de cuentas el creador del paisaje, imponía una nueva cartografía. Volaron drones con sensores térmicos para evaluar los lugares más fríos o menos calientes. Y después, un ingeniero y un topógrafo armados de una mochila y dos botellas de agua salieron a pie como exploradores a recorrer los tres kilómetros del océano de lava para ir eligiendo y anotando con unas banderitas rojas la deriva de la nueva carretera.
“Los tipos fundieron dos pares de botas andando por las piedras picudas, pero lo lograron: el camino que escogieron es el que se ha seguido”, comenta Fran Leal, concejal de Obras de Los Llanos de Aridane (25.000 habitantes), una de las localidades más afectadas por el volcán.
El 1 de agosto, tras ocho meses frenéticos, se abrió la carretera al tráfico. La isla volvía a estar comunicada. Hay algunas condiciones: la velocidad es de 20 kilómetros por hora, no se puede adelantar, ni parar ni estacionar por ningún motivo. Tampoco se puede circular por la noche hasta que no se recupere el tendido eléctrico, se instalen farolas y haya luz. Y hay que estar atento a unas señales insólitas y un tanto siniestras: una de ellas, con una elocuente calavera de dibujo, advierte de que en la zona por la que se pisa hay emanaciones peligrosas de gases.
Cruzar la carretera, para un forastero, es una experiencia sobrecogedora: los coches van y vienen en fila india, lentísimos, con el cono del volcán al fondo, sobre una pista que parece de tierra pero que en el fondo es lava triturada, que despide un calor apreciable, y que atraviesa una extensión amplísima de pura roca negra. Literalmente, parece una carretera que discurre por Marte. En la distancia, las ruedas de los coches reverberan por el calor.
Para muchos vecinos de la zona, la nueva carretera esconde también algo penoso, terrorífico y descorazonador. El viernes, el concejal Leal, que lleva un año entero dedicado a reparar los destrozos del volcán, señalaba un muñón negro en medio del paisaje y explicaba con algo de asombro: “Ahí estaba la iglesia de Todoque, y ahí el Spar y el campo de fútbol”. Y después señaló otro pedazo informe de lava ennegrecida y añadió: “Ahí tenía yo una pequeña explotación de plátanos y una segunda residencia”. Es muy difícil orientarse, encontrar viejos puntos de referencia en lugares que ya no existen. Los habitantes de la zona emplean Google Maps, donde aún figuran los pueblos, los barrios y las calles como estaban antes de ser devorados por el volcán y así tratan de adivinar dónde estaba su casa, o la casa de sus padres, la tienda de todos los días o el colegio de los hijos. “Pasas por esa carretera una vez y te desorientas. Pasas otra vez y cuando descubres dónde estás te quedas mudo. Porque no hay nada. Una inundación o un incendio destroza tu casa, se la lleva por delante, pero cuando se va el agua o el fuego, plantas una tienda de campaña y empiezas. Aquí se ha llevado el suelo, la tierra. Es como si todo hubiera desaparecido”, explica José Valentín, de 59 años, vecino de Las Manchas.
La vivienda de Valentín aún se mantiene milagrosamente en pie, pero ha sido mordida por la lava. Por el lado derecho se llevó la huerta, el garaje y arañó una puerta lateral que se derrumbó. Por el otro trituró algunos cultivos y un cuarto de herramientas. Pero eso no es lo peor, cuenta, con la vista perdida. Lo peor es lo que tiene delante, lo que tiene detrás, lo que tiene a los lados: la misma masa de lava negra que ha tirado las casas de los vecinos —muchos parientes de su mujer— dejándolo aislado, inverosímilmente solo, como un superviviente en medio de la Luna. Las brigadas del concejal Leal han conseguido llevarle ya el agua y la electricidad mediante una red provisional y un laberinto de apliques, clavijas y tomas. Las conducciones no se pueden enterrar porque la temperatura dilata el plástico y arruina la operación. Con todo, el agua está allí y la electricidad también.
Valentín no sabe si volverá a vivir en esa casa que levantó hace más de 30 años y que ahora no reconoce. “Es deprimente. Mi mujer no ha querido venir nunca.” Él, con un amigo, se ha acercado hoy a poner una puerta nueva porque la vieja quedó inutilizada con la embestida de la colada y teme que alguien se cuele y le robe. Al lado de la barbacoa hay un gurruño gigante de metal blanco que parece una bola inmensa de papel y que en realidad es el tejado del garaje después de que la lava jugase con él. Valentín vive actualmente de alquiler, sufragado por la Administración, después de salir atropelladamente la tarde del domingo 19 de septiembre a las tres de la tarde, tras oír la detonación del volcán.
Viviendas nuevas y ayudas al alquiler
La erupción obligó en esos días al desalojo casi inmediato de más de 7.000 personas. Aún hay 190 que viven en hoteles. Las viviendas destruidas fueron cerca de 1.300. Ya se han entregado 130 casas nuevas a personas afectadas que se quedaron sin techo. Muchas otras casas están en construcción. Más de 400 afectados reciben ayudas para el alquiler. Otros viven en viviendas prestadas. No todos los desalojados perdieron su vivienda. Algunos, simplemente, fueron obligados a evacuar por precaución. Según se han ido limpiando las zonas de ceniza, se han ido habilitando los accesos y se ha restaurado el servicio de agua y de electricidad, que van regresando poco a poco.
Para esto, para que la vida regrese, es necesaria esta carretera de guerra. El viernes, el concejal Leal se encontró, no muy lejos de la casa de Valentín, a un grupo de operarios ocupándose de uno de los ramales. Entre ellos estaba el jefe de fontaneros de Los Llanos de Aridane, Rubén Barreto. Los primeros días después del estallido del volcán, el trabajo de Leal y Barrero consistió, paradójicamente, en cerrar todas las bocas de agua que el volcán iba inutilizando para evitar fugas. Ahora recorren el camino opuesto, empalmando tuberías, jugando con las presiones y las cotas para que barrios enteros vuelvan a tener agua. Hablan entre ellos. Discuten sobre la manera de acceder a una casa abandonada aquel 19 de septiembre y cuyo tiempo se paralizó desde esa tarde: el columpio sigue en el jardín, unas plantas se mantienen vivas y con flores gracias a la prodigiosa naturaleza de la isla y a que la ceniza del volcán tiene unos nutrientes tan poderosos que sirven de fertilizante. Luego Leal recibe una llamada no muy inusual en este universo disparatado. Un vecino que se ha enterado de que ya han abierto un camino concreto le pide que ponga una toma de agua en lo que fue su casa. Pero ahora, de su casa solo queda un saliente metálico torcido del pórtico y tres ladrillos aplastados. El resto es una masa informe de lava.
“Es duro”, dice Leal. “Él se imagina que tiene una casa, que el terreno es el de una casa que estaba al borde de este camino que acabamos de reabrir. Pero todo ha desaparecido. Y no podemos poner una toma de agua donde no hay nada sino rocas. ¿En función de qué le llevo el agua a este señor?”.
La nueva carretera ha permitido también que se aceleren las obras de rehabilitación del cementerio de Las Manchas, que fue alcanzado también por la colada. Parte del cementerio fue sepultado. Por eso no es raro encontrar flores en la lava, depositadas por parientes en el lugar donde se supone que, bajo muchos metros de roca, reposan los restos de sus muertos. Una zona fue desalojada a toda prisa, convocando a los parientes a razón de cinco al día a fin de que estuvieran presentes en el traslado de los restos a otros nichos más seguros. Hay otra parte que se salvó. Que escapó, como dicen en La Palma. En el fondo, el cementerio de Las Manchas es una especie de espejo de lo que sucedió en todo el valle de Aridane: parte quedó sepultado, parte se salvó, parte tuvo que moverse.
En esa lotería siniestra, a Mauro Pérez, un jubilado de 68 años, le tocó la moneda de cara. La colada de lava se frenó a un metro de su casa. Él, que aún vive de alquiler, pero que ya piensa en mudarse con su mujer porque su vivienda cuenta desde hace días con luz y agua, no se explica del todo el motivo de su suerte. Debe de haber razones físicas. Pero Mauro se encoge de hombros. “Yo no sé si creer en Dios”, murmura, aún extrañado, cuando ve el muro de rocas negras que, finalmente, perdonó la vida a su vivienda. Sólo a la suya: sus vecinos no tuvieron la misma fortuna. Además, su huerto de aguacates quedó sepultado, el chamizo donde guardaba herramientas y abonos también. Unas plataneras con las que pensaba redondear su jubilación también desaparecieron. Pero su casa, pequeña, cuadrada, salió indemne, con un par de grietas en el techo como única cicatriz. Desde una de sus ventanas ve al fondo la famosa carretera y más acá un paisaje de excavadoras amarillas y azules afanándose en abrir un nuevo camino. Hay desmontes, tuberías, bidones de agua y un tendido de luz de palo, con postes antiguos. En el futuro, ese camino comunicará la casa de Mauro con la de otros vecinos más alejados que, debido a los caprichos del volcán, también se salvaron y que también parecen como él, náufragos en medio de la tierra.
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