Psicosis, pánico y racismo: el lado más oscuro del coronavirus
"Queremos vivir más. Por favor, perdónanos", pidió un restaurante de Hong Kong que vetó a los ciudadanos chinos
Hace unas semanas, el dueño de un restaurante de Hong Kong, especializado en tallarines japoneses, colgó un cartel en la puerta prohibiendo la entrada de ciudadanos chinos. “Queremos vivir más. Queremos salvaguardar a nuestros clientes. Por favor, perdónanos”, explicó. En uno de los epicentros del turismo mundial, la Fontana di Trevi, en Roma, una cafetería anunció en un cartel en chino e inglés: “A causa de las medidas de seguridad internacionales no se permite entrar en este lugar a toda la gente que proviene de China. Disculpen la molestia”. “Basta de psicosis”, estalló la alcaldesa de Roma, Virginia Raggi.
Son dos ejemplos de múltiples casos de racismo que han ocurrido en restaurantes de todo el mundo. Detrás del virus biológico siempre aparece un brote de epidemia social. Si atendemos a todos los episodios reportados por la prensa internacional, y aún más, si se generalizase la conducta detallada en ellos, los ciudadanos chinos no podrían comer fuera de casa (ni dulces; una confitería en Kanagawa no se anda con remilgos: “¡No se permiten chinos!”), no podrían viajar en transporte público, no podrían estudiar o no podrían hacer sus necesidades en un avión (las azafatas de un vuelo de KLM entre Ámsterdam y Seúl pusieron un cartel en la puerta del baño prohibiendo su entrada) en el improbable caso de que le permitiesen subirse a uno. Por supuesto, serían objeto de insultos y agresiones. Deberían abstenerse de tuitear para no encontrarse la etiqueta #chinesedon’tcometojapan como trending topic en Japón. Tampoco podrían entrar en ningún país, ciudad o barrio blindado por la comunidad recelosa. Y deberán intentar no tener paros cardíacos en la calle, como le ocurrió a un hombre de 60 años que se desplomó en el barrio chino de Sídney sin que nadie le hiciese la reanimación por miedo al contagio; hubo que esperar a los servicios de emergencia.
Nada como una peste, metafóricamente hablando, para ponerle el termómetro a la sociedad. Albert Camus, que se dedicó a destripar una ciudad en cuarentena tras la aparición de un virus transportado por ratas, dedujo que en la humanidad, ante situaciones así, hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Se sabe que esto es así porque siempre es más noticia la conducta despreciable que la admirable, esta mucho más frecuente y consolidada, menos excepcional. Pero hay en esta pedagogía del miedo a lo desconocido mucho más atavismo que racionalismo, un barrido de prejuicios que estalla de una manera tan grosera que convierte, por un mecanismo psicológico básico y brutal, a las víctimas en culpables. A los enfermos, apestados; a los que comparten raza con ellos, condenados y, si son inocentes, que arriba Dios elija a los suyos.
“Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales”, escribe Camus en La peste. “En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras ‘transigir’, ‘favor’ y ‘excepción’ ya no tenían sentido”.
Cuánto más fácil ha sido siempre identificar el mal en la desesperación, la sospecha y el miedo; cuánto más de nosotros hay no en el momento en que salimos al campo de fútbol con nuestro compañero de otra raza, sin pensar en nada, sino cuando ese compañero, insultado y acosado, quiere irse del campo y pretendemos impedírselo, descubriéndonos flexibles al racismo.
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