Los techos derribados por la pandemia
La crisis económica derivada de la sanitaria está dejando a los más vulnerables sin trabajo y sin hogar. Cáritas asegura que atiende a un 25% más de personas sin domicilio
Raquel maldijo una y otra vez haberse olvidado su anillo encima de la mesilla. Aquel regalo de sus padres era lo único que la ligaba al hogar que había dejado en Honduras unos meses antes. Era marzo y la joven de 22 años había sido ingresada por coronavirus, aunque la saturación acortó su estancia en el hospital. Al seguir con síntomas, su casera no le permitió volver al piso que compartía en Madrid. Ni siquiera para recoger sus cosas. Acababa además de perder su trabajo limpiando en una casa por el estado de alarma. La pandemia ha hecho que acabar en la calle sea más fácil. “Ahora encontramos muchos casos en los que la pérdida de empleo va ligada al sinhogarismo, cuando antes debían darse seis o siete años”, explica Esperanza Vera, de la Asociación Bokatas, que reparte comida.
Según la Estrategia Nacional para Personas sin Hogar, en España hay unas 33.000 personas sin domicilio, pero Cáritas asegura que atiende a casi 40.000. Esta última cifra supone un aumento del 25% desde que comenzó la pandemia. A pesar de que el perfil más atendido es el de hombre solo, español y mayor de 45 años, la realidad es ahora mucho más diversa.
La mayoría de estas personas pasa desapercibida en el metro, las calles o las bibliotecas donde pasa el día. Aproximadamente el 60% tiene una vivienda inadecuada: duerme en un albergue, coche o sofá de un conocido. Del resto, solo el 12% se acerca al tópico asociado a adicciones o enfermedades mentales. Pero cuando cae la noche, el frío y la lluvia desdibujan esas diferencias. Es cuando los voluntarios de Solidarios para el Desarrollo, como José Sandín, salen a repartir café, caldo caliente y algo de conversación. “A estas horas están todos igual de mal”, comenta José mientras vacía una caja de galletas. “No refleja la imagen positiva de alguien buscándose la vida”.
El viento corre con especial fuerza por el pasaje de Madrid donde Rafa, de 35 años, va a intentar descansar. El lugar no es precisamente acogedor, pero dentro hay una casa de apuestas y le gusta ver los partidos a través del escaparate. Rafa había logrado rehacer su vida y salir de la calle gracias a un trabajo como panadero, pero prescindieron de él cuando llegó la pandemia. Por entonces dormía en otro distrito, pero un día al volver de desayunar se encontró con que sus cosas habían desaparecido. Entre sus mantas estaba su diploma de panadería del Instituto Nacional de Empleo y las fotos de su madre fallecida. “Desde entonces solo puedo imaginármela”, lamenta.
El centro de Madrid ya no es el único sitio donde suelen terminar las personas sin hogar. Aunque continúa acogiendo a la mayor parte (el 28,6%), dista del 41% de 2018. Al contrario, la cifra aumenta en distritos vecinos y en otros que prácticamente no contaban con personas sin hogar como Usera o Carabanchel. Para José, de Solidarios para el Desarrollo, podría estar relacionado con la intimidación que produce la presencia policial.
“Se les sigue mirando como un posible foco de enfermedades, pero tienen derecho a proteger su salud”, critica. Es difícil estar conectado al sistema sanitario cuando no tienes un buzón fijo al que asignar un centro de salud. Además, la falta de acceso a pruebas diagnósticas les cierra la puerta a albergues, que con la llegada del invierno refuerzan su capacidad. Samur Social ha incrementado en un 18% sus plazas y además tiene la opción de activar un refuerzo de emergencia con otras 50. Aunque estos espacios no son tampoco la solución ideal. Allí la intimidad es nula, la integración social inexistente y aumentan las probabilidades de contagio. Este miedo es la razón por la que Dani, que duerme entre cartones, prefiere la calle. Rafa coincide, pero se lo está planteando por razones laborales. “Para trabajar en un horno debo asearme a diario”.
Durante su recuperación, Raquel pasó de dormir en medio de las miles de camas del hospital de campaña de Ifema a estar sola en una habitación del hotel medicalizado de Las Tablas, que continúa ofertando plazas. En otras ciudades se cedieron espacios, como en Córdoba, donde se habilitó una residencia de estudiantes con habitaciones individuales. Estas soluciones de emergencia han estado ligadas a la rapidez, aunque son insostenibles en el tiempo.
Hay otros sistemas más duraderos, como Housing First, que facilita una vivienda tutelada con trabajadores sociales en lugar de derivar primero a un albergue. Pero el reto final es la integración social de la persona, y para eso hace falta, además, compaginar la iniciativa con políticas de búsqueda de empleo y participación en la comunidad.
Salvoconductos
Fernando y José discuten al abrigo de un portal porque no encuentran el mechero. Han establecido su campamento de forma que la esterilla del mayor se encuentra más resguardada que la del otro. “Amores reñidos, amores queridos”, bromea José sobre su amigo, mientras elige un libro más de los que traen los voluntarios. El toque de queda está a punto de comenzar, pero ninguno parece preocupado. El Ministerio de Derechos Sociales está negociando para que puedan moverse sin sanción, pero por ahora asociaciones como Cruz Roja emiten salvoconductos para informar de que acuden a un centro social. “De momento nadie nos ha pedido nada”, asegura José, quien lamenta no haber hecho caso a su padre y haber estudiado en lugar de enrolarse en un barco sin su permiso.
La atención temprana y la prevención son fundamentales al llegar a la calle porque con el tiempo se complica el salir.
Raquel encontró el programa No Second Night dedicado a alojar en hostales a mujeres donde se les asigna una educadora para que vuelvan a tener una vida autónoma. “Allí me sentía diferente, más segura. Me he ido porque vine a España para ser independiente. Tampoco quiero abusar, alguien lo necesitará más”, dice bajito como si no quisiera hacer mucho ruido.
La joven logró volver a por su anillo a su antigua habitación y ha encontrado un trabajo que le ha permitido mudarse. No obstante, las comidas las hace en el comedor social Luz Casanova. Su responsable, Antonio Miralles, teme que el centro no pueda afrontar nuevas demandas ya que han reducido voluntarios y aforo por seguridad sanitaria. “La mayoría no ha recuperado los trabajos y la situación no es mejor para los ERTE”, apunta. “Desconozco cómo de profunda va a ser la herida en la sociedad”.
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