Ciudades sabias antes que inteligentes
La tecnología no es la única solución. La pandemia ha dado un nuevo valor a lo cercano: el debate hoy es dignificar los barrios, evitar desplazamientos y tener todo a mano
Tiene motivos para hacerse oír la España vacía, feliz expresión de Sergio del Molino mucho más precisa que esa ahora en boga de “España vaciada”. Porque ese vaciado hace pensar en un plan maquiavélico, cuando más bien se ha sufrido la falta de plan: el abandono, la desidia, el olvido. Está justificado, decía, que esas zonas despobladas exijan servicios dignos, que se reconozca su papel en la vertebración del país y en el cuidado ambiental. Pero, ay, la historia se mueve contra sus intereses. La población urbana crece sin freno en España (más del 80%) y en el mundo (55% y subiendo). Es una tendencia que se acelera a lomos de la globalización, y que no llegará a revertir el auge del teletrabajo.
Este tiempo de las ciudades lo ha estudiado bien la socióloga Saskia Sassen, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de 2013, para quien la importancia de las grandes metrópolis empieza a superar a la de los Estados. “La ciudad tiene un mejor encaje global que la nación. Lo nacional muestra unas rigideces que lo urbano no tiene. La gran ciudad se vuelve un actor más allá del país donde se encuentra”, explica Sassen en el Foro de la Cultura que se celebra, este año de forma virtual, en Burgos.
Pero a esta experta le preocupan el poder que han adquirido las grandes corporaciones sobre el espacio público, la forma en que áreas cada vez más lujosas expulsan a los humildes, cómo hoy se obliga a los trabajadores a dedicar dos horas al día para ir y volver al trabajo, una gran “injusticia invisible”. Por eso dice que ha llegado el momento de frenar la expansión ilimitada de las megaurbes, promovida por quienes tienen vidas acomodadas y bien comunicadas. Y apuesta en su lugar por “multiplicar las ciudades para tener ciudades razonables”, por impulsar las localidades pequeñas, algo que en Europa siempre se hizo mejor que en las Américas o en China.
El eslogan de la “ciudad inteligente” está en cuestión. Como afirma la economista Ana Ariño, que ha trabajado en la planificación urbana de Nueva York, “el término smart city sugiere la recopilación de datos de los ciudadanos como un fin en sí mismo, evoca al capitalismo de vigilancia. Eso no funciona”. La pandemia ha dado un nuevo valor a lo cercano: hoy el debate urbanístico está en dignificar los barrios, evitar desplazamientos y facilitar que todo esté a mano. Es la “ciudad de los 15 minutos” de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo. Más humana, más sostenible, menos agresiva.
Sassen comparte el recelo a la idea de la smart city, que “confunde y no suma”. Debate sobre ello con el filósofo Javier Gomá, quien apunta que no es lo mismo ser inteligente que sabio. “La ciudad inteligente es la que sabe utilizar sus recursos humanos y materiales para lograr una rentabilidad, una prosperidad. La ciudad sabia es la que invita al ciudadano a tener una vida buena, consciente de su dignidad, que se puede resistir a veces a esa rentabilidad”. Añade Gomá que la pandemia nos ha vuelto a todos más cosmopolitas, que nos hemos sentido unidos como nunca al vernos como “una especie en peligro de extinción”.
De fondo, el debate de la desigualdad: en su origen las ciudades fueron más igualitarias que el mundo rural, pero su desarrollo ha abierto nuevas brechas. El espacio urbano, además, se vuelve cada vez más diverso y complejo, por eso mismo más creativo. La ciudad sabia no depende tanto del Internet de las cosas, sino de las redes, siempre frágiles, que unen a sus vecinos.
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