El lujo de la interacción humana
En 30 años de servicio, nunca había imaginado clases, exámenes ni graduaciones a través de una fría pantalla. Siento la incomodidad del que vive en un mundo en el que ya no se reconoce
Me inspiran terror los elogios que están desgranando en estas semanas los corifeos de lo virtual y de la enseñanza telemática (entre ellos, por desgracia, el ministro de Universidades, Manuel Castells). Ese es un peligroso caballo de Troya que, aprovechando la pandemia, trata astutamente de derribar los últimos baluartes de nuestra intimidad y de la enseñanza. Por el contrario, en medio de tantas incertidumbres, yo he madurado una certeza: el contacto con los alumnos en el aula es lo único que puede dar verdadero sentido a la enseñanza e incluso a la propia vida del docente. En 30 años de servicio, nunca había imaginado clases, exámenes ni graduaciones a través de una fría pantalla. Y, mientras algunos colegas se deshacen en elogios sobre la didáctica del futuro, yo siento la incomodidad del que vive en un mundo en el que ya no se reconoce.
No hablo de la situación de emergencia: ahora es inevitable adaptarse a lo virtual para salvar el curso del desastre. Me refiero al coro de cantores del progreso, los profesores gestores y las universidades telemáticas cuya publicidad inunda desde marzo las televisiones y los periódicos. Hay quien se muestra exultante porque considera que el coronavirus es una oportunidad para dar el tan esperado salto adelante y quien, por el contrario, piensa con tristeza en que es imposible enseñar sin la presencia de sus alumnos.
Por eso me da una pena terrible pensar en el riesgo de que, en otoño, haya que reanudar los cursos utilizando la didáctica digital. ¿Cómo podré arreglármelas sin los ritos que han dado vida y alegría a mi oficio desde hace decenios? ¿Cómo podré leer un texto clásico sin mirar a los ojos a mis estudiantes, sin reconocer en sus rostros los gestos de desaprobación o de complicidad? Basta una pregunta para hacer que pensemos en lo que hemos hecho mal. Porque los profesores también son estudiantes, y aprenden. Las escuelas y las universidades, sin la presencia de alumnos y enseñantes, se volverían espacios vacíos, privados del soplo vital.
En estos meses de confinamiento estamos dándonos cuenta como nunca de que las relaciones humanas —no las virtuales, las reales— están transformándose, cada vez más, en un artículo de lujo. Lo profetizó Saint-Exupéry cuando dijo que “no existe más que un verdadero lujo, el de las relaciones humanas”. Ahora podemos medir eficazmente la diferencia entre emergencia y normalidad. Si bien, en la emergencia de la pandemia, encerrados en casa, las videollamadas, Facebook, WhatsApp y otros instrumentos análogos se convierten en la única forma de mantener vivas nuestras relaciones, cuando lleguen los días normales, esos mismos instrumentos pueden conducir a peligrosos espejismos.
Es una simpleza pensar que la amistad con un perfil social puede coincidir con un clic. Tampoco conversar en las redes es lo mismo que cultivar afectos. Una relación, para ser genuina, necesita lazos vivos, reales, físicos. Y lo mismo ocurre con los usuarios de las redes sociales que creen que, encerrados en su habitación, pueden entablar relaciones a través de un ordenador: detrás de la conexión permanente con los demás, lo que acaba por formarse es una nueva forma de terrible soledad. Sería inimaginable vivir sin Internet o sin teléfonos. Pero la tecnología, como un pharmakon, puede curar o intoxicar; depende de la dosis. En The New York Times, Nellie Bowles cuenta que el uso de los dispositivos de este tipo en Estados Unidos está disminuyendo en las familias ricas y aumentando en las pobres y de clase media. Las élites de Silicon Valley envían a sus hijos a colegios donde se da prioridad a las relaciones humanas, más que a la tecnología. Entonces, en el futuro, ¿el lujo de la interacción humana estará cada vez más reservado a los vástagos de los ricos y lo digital y virtual a la formación de los menos pudientes?
Nuccio Ordine es profesor de la Universidad de Calabria.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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