De pescadores a guardianes del mar: la historia del primer refugio pesquero de México
Una decena de pequeñas comunidades de Baja California Sur se unió para combatir la sobrepesca y creó en 2012 las primeras zonas de refugio de México. Ahora la cantidad de peces ha aumentado un 30% allí
Para llegar a la recóndita isla de El Pardito hay que recorrer por varias horas una sinuosa carretera que bordea la costa del golfo de California y aguantar los golpes de la lancha motora contra el mar durante otra hora. En el camino se erigen rojizos acantilados cubiertos por cactáceas. Sobre islotes rocosos descansan lobos marinos. Arrecifes de coral atraen bajo el agua pargos amarillos y cabrillas sardineras. En esta gran bahía que Jacques Cousteau bautizó como “el acuario del mundo”, la apisonadora huella del hombre parece haberse quedado sin gasolina.
La lancha desacelera para atracar en una isla de poco más de una hectárea en la que viven cinco familias de pescadores. Al atardecer, tres de ellos regresan de faenar con la barca cargada de cochito, que limpian sobre una mesa de madera frente al mar. De fondo solamente se escucha el incesante rumor de las olas, los graznidos de las gaviotas. Algún día habitaron aquí medio centenar de personas, pero años de pesca desmedida fueron diezmando la captura hasta forzar a muchos a migrar a tierra firme.
Clemente Cota - flaco, fibroso, piel curtida por el sol - divide su tiempo entre la capital del estado de Baja California Sur, La Paz, y El Pardito. Cada vez son más prolongadas sus estancias en la isla, porque en los últimos años la pesca ha ido mejorando poco a poco. Él y el resto de los habitantes de El Pardito se sumaron en 2010 a una decena de poblaciones de la zona para hacer algo frente a la drástica disminución de peces en sus aguas.
Dejar de pescar para poder seguir pescando
Asesorados por la organización ambientalista Niparajá, las comunidades del corredor de 150 kilómetros que se extiende desde San Cosme hasta Punta Coyote iniciaron un proceso de consultas y decidieron crear una red de zonas de refugio pesquero, las primeras del país. El acuerdo fue dejar de pescar en hábitats de especial importancia para la reproducción de las especies, como bosques de mangle o arrecifes rocosos.
Con una rudimentaria balanza, Clemente Cota pesa una caja llena de cochito que marca 40 kilos, un buen número para la temporada. “Se ha visto un poquito más de pescado. Cochito, pargo, huachinango, es lo que más se saca”.
Si en el anzuelo parece que las zonas de refugio están funcionando, sobre el papel los resultados lo confirman: desde que se establecieron en 2012, tanto el número como el tamaño de los peces que se encuentran en ellas ha aumentado un 30%, según los datos de Niparajá.
“Eso para mí de cierta manera es obvio: si dejas de pescar en una zona va a haber más pescado porque nadie lo va a sacar. Pero lo más interesante es que las áreas aledañas a las zonas de refugio también van en aumento”, explica Amy Hudson, coordinadora del programa de pesca sustentable de la organización. En 2011, las comunidades del corredor capturaron 200 toneladas de pescado. En 2018 la cifra se duplicó hasta las 400.
Pescadores convertidos en biólogos
Hudson, una estadounidense que lleva más de una década en México, se acomoda el tanque de oxígeno en la espalda. Ya se ha enfundado el traje de neopreno y revisa que trae consigo las hojas de papel y lapiceros resistentes al agua con los que apuntará, a 25 metros de profundidad, el tipo y número de especies que se vaya encontrando.
Va acompañada por once pescadores de las comunidades con los que lleva diez días a bordo de un barco realizando estudios submarinos de cada una de las 12 zonas de refugio de la red. Los pobladores han sido capacitados para poder seguir las metodologías científicas aprobadas por las autoridades. “¡Chuy! ¿Listo? ¡Arre!”. El equipo se sube a una lancha zodiac y desaparece en el mar mientras los primeros rayos de luz iluminan a lo lejos las islas de San José y El Pardito.
“A veces se cree que los biólogos son los que tienen que hacer los estudios y luego se los tienen que ir a explicar a los pescadores, cuando en realidad ellos son biólogos por naturaleza”, dice Hudson. Está convencida de que una parte integral del éxito de los refugios es que la comunidad estuvo involucrada desde el principio en el diseño del proyecto y en la evaluación de su progreso.
Gabriel León es pescador desde los 13 años. En 2012 fue uno de los pobladores que se certificó como buzo monitor y desde entonces participa cada año en los censos marinos. “A mí me interesó como pescador ser yo esa persona que monitoreara los refugios para estar enterado de cómo estaban”, cuenta. Cuando termine el viaje, León regresará a su comunidad y le contará a su familia y amigos, todos pescadores, lo que ha visto estos días.
La experiencia en este corredor sirvió como base para que la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca (CONAPESCA) crease en 2014 una norma oficial que establece cómo crear refugios y animó a otras comunidades pesqueras del país a crearlos en sus costas: hoy en día existen 43 zonas de refugio en cinco estados de México que protegen más de 130 especies marinas.
El reto: la vigilancia
Pero, para que funcionen, los refugios tienen que ser respetados. “Los pescadores se quejan de que, por mucho que ellos cuiden sus zonas, hay gente que viene de fuera y se mete”, lamenta Hudson. La vigilancia en un área tan remota y extensa es compleja y los recursos públicos son insuficientes. Además, las políticas de austeridad del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador han reducido aún más la capacidad de inspección de las autoridades.
Según la bióloga, el número de inspectores de CONAPESCA que podía atender denuncias de embarcaciones ilegales cayó de 11 a 3 en el último año para todo el Estado de Baja California Sur. Además, en 2019 la institución dejó de apoyar económicamente a las cooperativas de pescadores para sus labores de vigilancia.
El director general de ordenamiento pesquero de CONAPESCA, César Julio Saucedo, reconoció en entrevista con EL PAÍS que el presupuesto de este año “no fue suficiente” para cumplir con las tareas de vigilancia, pero dijo que confía en que las cosas sean diferentes en 2020. Mientras tanto, los pescadores del corredor siguen protegiendo con sus propios recursos este ecosistema único en el mundo del que dependen.
La noche cae sobre El Pardito, tiñendo de morado sus construcciones con techos de palma. Un grupo de gaviotas se pelea por los restos de pescado que quedaron en la arena mientras Clemente Cota pica con un punzón una barra de hielo y guarda la captura en una nevera a la orilla del mar. Mañana volverá a salir a faenar antes de que amanezca, esperando encontrar de nuevo un poquito más de pescado.
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