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Los malos humos amenazan a la aviación

El movimiento juvenil contra el cambio climático y la creación de nuevos impuestos en la Unión Europea intentan desincentivar los vuelos

Rastro de contaminación que deja un avión al aterrizar.Vídeo: GETTY / GETTY-QUALITY

Una palabra sueca, Flygskam, trae de cabeza a los patrones de la industria aérea europea. Significa "vergüenza de volar" y recoge un estado de opinión creciente entre los jóvenes de rechazo a viajar en avión por razones medioambientales. El movimiento coincide con varias iniciativas para limitar la huella contaminante de la aviación –que emite, por ejemplo, hasta 20 veces más de CO2 por kilómetro y pasajero que el tren, según la Agencia Europea del Medio Ambiente–. Holanda lidera a los partidarios de crear nuevos impuestos, en Francia se ha iniciado un debate sobre si se deben prohibir los trayectos cortos para los que haya alternativa en tren y los principales candidatos a presidir la Comisión Europea son favorables a imponer tasas ecológicas a las compañías.

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“Este fenómeno es una realidad y sentimos los efectos”, afirmó hace unos días en un periódico belga Rickard Gustafsson, consejero delegado de la aerolínea escandinava SAS, sobre el movimiento contrario a volar por razones ambientales. Otros, como Ryanair, estiman que su impacto se está exagerando. “Los pasajeros en países escandinavos no han caído, no se refleja en el mercado”, señala Kenny Jacobs, directivo de la aerolínea irlandesa, la compañía que más gases de efecto invernadero expulsa en los vuelos dentro de la UE.

Las emisiones de la aviación representan ahora apenas el 2,5% de todos los gases de efecto invernadero de la actividad del ser humano. Pero, mientras que en la mayoría de sectores se espera un descenso, las proyecciones apuntan a que a mediados de siglo las emisiones de los vuelos crecerán hasta un 300%. A eso se une que la combustión del queroseno, además de gases de efecto invernadero, expulsa otros contaminantes y genera ruidos.

Xavier Labandeira, economista experto en fiscalidad ambiental, explica que el problema estriba ahora en que mientras que en el sector de la generación eléctrica y el transporte por carretera se vislumbran claras vías para dejar los combustibles fósiles —como son las renovables o los vehículos eléctricos—, la alternativa tecnológica en la aviación no está clara. Labandeira apunta a una falta de incentivos para encontrarla.

Aunque en algunos países se aplican tasas específicas a los vuelos, “el combustible utilizado por la aviación internacional está generalmente exento de impuestos”, apunta la Coalición Internacional para la Aviación Sostenible. Esas exenciones alcanzarían los 65.000 millones de dólares anuales, lo que dificulta “la capacidad de la aviación de crecer de manera sostenible”, señala esta organización internacional.

Los vuelos internos en la UE están obligados a pagar ahora por los gases de efecto invernadero que expulsan al estar dentro del sistema de comercio de derechos de emisiones europeo. Y en el seno de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI) se ha acordado crear un sistema mundial de comercio similar al europeo; pero no se aplicará completamente hasta 2027.

Mientras tanto, Holanda acaba de anunciar la creación de una nueva tasa ambiental de 7,5 euros por pasajero. El objetivo, como reconoce el secretario de Estado de Finanzas neerlandés, Menno Snel, sería hacerles pagar la factura de la contaminación –esperan recaudar 200 millones de euros anuales– y desincentivar el uso del avión haciendo ganar competitividad a los trenes frente a las agresivas ofertas de las compañías aéreas de bajo coste.

Las compañías de ferrocarril también mueven ficha: Renfe informa desde hace un par de meses en sus billetes de Ave y Avant de la huella de carbono –el CO2 emitido por pasajero en un trayecto– y la comparación con lo que se expulsaría con otras formas de transporte como el coche y el avión. Al margen de razones medioambientales, los datos de los últimos años en España demuestran que cuando existen líneas de alta velocidad en distancias de menos de 500 kilómetros se desploma el uso de avión.

Aunque el rechazo a volar lo ha puesto de actualidad ahora la activista Greta Thunberg, en verdad es un viejo movimiento entre los más concienciados. La eurodiputada ecologista británica Molly Scott, de 56 años, dice haber tomado solo dos vuelos en la última década, ambos a Latinoamérica, hacia donde no existe la alternativa del tren. “Dejé de impartir muchísimas conferencias por eso cuando era profesora universitaria, y también es duro cuando eres política”, admite. Para Scott, es una cuestión de conciencia frente a las emisiones contaminantes, pero cree que su compromiso no siempre es entendido. “La mayoría de eurodiputados creen que estoy loca”, añade.

Locura o tendencia, las aerolíneas temen que el movimiento se extienda y se una a la tormenta perfecta que les azota, con el petróleo escalando en los primeros cinco meses del año, la guerra comercial todavía latente, el Brexit sin cerrar, y en medio de una competencia feroz en el sector que ha tirado precios a la baja lastrando sus beneficios.

A la espera de que la nueva Comisión Europea tome posesión el 1 de noviembre, Holanda presionará para que el impuesto por pasajero se ponga en marcha en toda la UE. De no ser así, contempla buscar acuerdos puntuales con otros países, o como última opción, implantarlo en solitario en 2021 junto a otros recargos por contaminación acústica a los aviones de carga. Reino Unido, Alemania, Austria, los países nórdicos y Cataluña ya aplican tasas ambientales a la aviación, aunque no de esa magnitud. La Generalitat grava la emisión de óxidos de nitrógeno a la atmósfera producida durante el despegue y aterrizaje de los aviones comerciales. Labandeira también apunta a la necesidad de una “moderación de la demanda” a través de un incremento de precios para contrarrestar los efectos medioambientales negativos de la aviación en un contexto de globalización e incremento del turismo. Pero advierte del riesgo de caer en dobles imposiciones, por ejemplo sobre el CO2, si se crean nuevas tasas.

En ese contexto complicado, el rechazo a volar y los nuevos impuestos ambientales son como arrojar gasolina en pleno incendio. Los directivos de las compañías aéreas ven necesario ofrecer otra solución a la emergencia climática: “Europa necesita centrarse en financiar la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías que emitan menos”, afirma François Baccheta, responsable de Easyjet para Francia e Italia. Los cálculos de Airlines for Europe, el lobby aéreo, dicen que las inversiones en nuevos aviones desde 2009 ha sido de 889.000 millones de euros para comprar 12.200 aeronaves, cada una de las cuales produce la mitad de emisiones que en 1990. Según Jacobs, de Ryanair, cada nueva generación de aviones reduce un 20% las emisiones de la anterior, mientras que los impuestos ambientales, aunque recauden, dificultan su capacidad de invertir en nuevos aparatos sin alterar significativamente los gases expulsados. “Aumentará el coste de viajar y no hay evidencias de que vaya a reducir las emisiones de dióxido de carbono”, defiende.

Francia, a vueltas con el avión

La controversia sobre la necesidad o no de seguir quemando toneladas de queroseno ha llegado a Francia con especial fervor. El debate desembarcó de la mano de dos diputados: uno, François Ruffin, de La Francia Insumisa, propuso la supresión de todos los trayectos aéreos sustituibles por menos de dos horas y media en tren. Otra, Delphine Bato, de Generación Ecología, fue más ambiciosa y optaba por eliminar los que tuvieran conexión por ferrocarril en menos de cinco horas, esto es, más de la mitad de los vuelos domésticos. Ninguna de las dos ideas tiene visos de prosperar por ahora, pero dilemas idénticos se han planteado en otros puntos de Europa, por ejemplo en la conexión Ámsterdam-Bruselas, de 55 minutos en avión –sin contar el proceso de embarque– y poco más de hora y media en tren de alta velocidad.

Las aerolíneas ven en las restricciones una caza de brujas contra un negocio que estiman cumple una importante función social y económica al acercar a familiares que viven lejos y facilitar la movilidad de estudiantes y trabajadores. Y creen que su actividad ya contribuye lo suficiente a las arcas públicas mediante el pago de derechos de emisión y el abono de otras tasas.

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