El verdadero agujero de las ayudas sociales
Un tercio de los potenciales beneficiarios no reciben las prestaciones por desconocimiento o por no saber tramitarlas
Rosario Planas fue desalojada el 14 de enero del trastero de cinco metros cuadrados donde vivía con su hijo discapacitado en Valencia. El caso sacó a la luz un tremendo drama personal, producto de la pobreza y del rápido ascenso del precio de los alquileres. Pero también puso de relieve las dificultades que muchas personas encuentran para desenvolverse en la burocracia de las ayudas sociales. Rosario tenía derecho a recibirlas, tanto del Ayuntamiento como de la Generalitat, que las han aumentado sustancialmente en los últimos tres años, pero no lo hacía porque en el primer caso desconocía que existía y en el segundo no había acertado a tramitarlas.
Su caso forma parte de un fenómeno global. “Siempre estamos hablando del fraude, de cuánta gente que no debe usar este tipo de ayudas, cuando el verdadero problema es el contrario: la cantidad de gente que sí debería recibirlas y no lo hace”, afirma Joseba Zalakain, director del Centro de Documentación y Estudios SiiS. La agencia de la UE Eurofound analizó en 2015 un amplio rango de ayudas sociales en 16 países del norte, centro y sur del continente, entre los que no figuraba España. Los resultados, que los autores consideraban representativos del conjunto de la Unión, revelaron que el porcentaje de personas con derecho a recibir ayudas que no lo hacía se hallaba en la mayor parte de los casos entre el 30% y el 40%.
Un año antes, otro informe publicado por la Comisión Europea estimó que 964.400 personas que reunían los requisitos para recibir las rentas mínimas, que en España conceden las comunidades, no lo hacían. En 2017, el total de personas beneficiarias de esa ayuda fue de 313.000. Los principales motivos para ello eran, según el estudio, no conocer su existencia, no saber cómo tramitarlas, carecer de un domicilio estable que introducir en la solicitud y el miedo a ser estigmatizado como pobre. Aunque en España no existe un dato oficial de cuántas personas no reciben ayudas, el porcentaje de quienes pese a reunir los requisitos de pobreza no reciben la prestación en el País Vasco —la autonomía con la renta de garantía más avanzada— es del 30%, según estimó el Gobierno vasco en 2017.
Empadronar a personas sin hogar
Un obstáculo clásico para el acceso a las ayudas sociales ha sido el requisito del empadronamiento. Para superarlo, un número creciente de ciudades españolas está permitiendo que las personas sin hogar se empadronen en los centros sociales o en otras dependencias municipales. Barcelona fue una de las primeras en facilitarlo. En 2016 empadronó a 2.500 personas sin domicilio fijo; en 2017, a 4.700, y en 2018, a 6.500 —en cifras redondas—, según un portavoz del Ayuntamiento.
El catedrático de la UNED Antonio López advierte que, en paralelo, el aumento de los trámites que deben realizarse por Internet está levantando una nueva barrera entre las ayudas y las personas que más las necesitan.
“Las rentas de inserción españolas, con la excepción de Euskadi, Navarra y Asturias, se caracterizan por tener una cobertura muy baja. En Madrid, por ejemplo, solo la recibe una de cada nueve personas en situación de pobreza severa. Esto obedece al tipo de requisitos que exigen, pero también a que son procedimientos que utilizan un marcado lenguaje legal difícil de entender especialmente para personas que no tienen un alto nivel de lectoescritura”, afirma Gabriela Jorquera, técnica de Save the Children.
La ONG presentó recientemente un informe que concluía que en las becas estatales para estudiantes de Bachillerato y FP, los alumnos situados en el 20% de menor renta son los que menos las reciben. “Quienes tienen más recursos, más contactos y más información también tienen un mayor acceso a las ayudas”, señala Fernando Fantova, consultor de servicios sociales. Es lo que en sociología se llama efecto Mateo —por la frase de la Biblia: “Al que más tiene, se le dará, y al que menos tiene incluso se le quitará”—, apunta Fantova.
No son derechos
Manuel Aguilar, profesor de Trabajo Social en la Universidad de Barcelona, cree que en España existe un grupo de prestaciones que prácticamente todo el mundo conoce y tiene claras. “Las ayudas estatales reguladas como derechos, como las pensiones de jubilación y de incapacidad o el seguro por desempleo están muy asumidas por la gente. Hasta Rosario, la mujer desahuciada del trastero, y su hijo cobraban unas pequeñas pensiones. Pero cuando pasamos a las ayudas locales y en buena medida a las autonómicas, el terreno es más borroso”, señala. “No están establecidas como derechos, cada Administración decide si las implanta y bajo qué condiciones, y su presupuesto suele ser anual y limitado; una vez que se agota, no se conceden más. Todo esto hace que tengan mucho menos arraigo y que la gente no sepa que tiene derecho a ellas”, zanja Aguilar.
La guía en esos casos debería ofrecerla el trabajador social de proximidad, que es el municipal, llevando de la mano a los usuarios por las procelosas aguas de las ayudas que conceden los diferentes niveles administrativos, cree Lucía Martínez, profesora de la Universidad de Valencia. “El problema es que los ciudadanos no conocen las ayudas, pero los trabajadores sociales muchas veces tampoco; solo conocen su sistema. Su función debería ser equivalente al de un médico de cabecera, tener la obligación de informar integralmente y en su caso derivar a otros servicios”, afirma Martínez. La nueva ley valenciana sobre la materia contempla este enfoque.
Los servicios sociales se encuentran en una fase de redefinición cuando todavía no se han recuperado de los recortes que sufrieron durante la crisis, coinciden los expertos. El trabajador social tiene, además, el encargo endiablado de ofrecer al ciudadano los recursos que necesita y administrar los limitados recursos de su Administración. “Es abogado y juez”, dice Aguilar. Sobre sus hombros también recae la tramitación burocrática de los expedientes en un contexto de poco personal, convirtiéndose con frecuencia en un “gestor de papeles” que no tiene tiempo para conocer los problemas de los usuarios y acompañarlos, afirma Joseba Zalakain: “Si un médico necesita 10 minutos, el trabajador social necesitaría algo parecido”.
En las últimas décadas, la labor de los servicios sociales ha experimentado un gran desarrollo en España, pero al mismo tiempo ha ido “encerrándose en los despachos”, opina Ana Sales, que fue trabajadora social durante 18 años y ahora es profesora de la Universidad de Valencia. “La labor humanitaria, que está en el origen y en el sentido de los servicios sociales, y que pasa por salir a la calle, estar en los barrios y contactar con el necesitado, no se hace. Como mucho, lo normal es que los Ayuntamientos financien a entidades para que lo hagan”, añade Sales.
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