Rajoy y los mayas
El presidente está saliendo al paso de los problemas, sin resolverlos
Si usted, querido lector, está leyendo esta columna es que hoy, 21 de diciembre del 2012, no se ha acabado el mundo. O sea, Rajoy permanecerá al frente de los destinos de España. Y el milagro no es que no se haya producido el apocalipsis, sino que este país siga vivo, que no haya fenecido de las muchas metástasis que se extienden por su cuerpo. España continúa existiendo a pesar de la predicción de los mayas y de la acción del Gobierno, y eso ya es un motivo de celebración. Sobre todo porque tampoco hay oposición ni el suficiente pulso en la sociedad civil como para emprender la dirección correcta. El Gobierno empuja con sus recortes en una estrategia de acción monocorde, y la sociedad, indignada y perpleja, reacciona en su contra. Tesis y antítesis que nunca acaban de encontrar una síntesis.
En cierto modo, en 2012 sí hemos asistido al final de algo. Para empezar, al fin de la soberanía nacional. Ahora las declaraciones de Draghi o las decisiones de Merkel nos afectan casi más que toda la retahíla de medidas del Gobierno. O, más bien, estas responden a las exigencias de aquéllos. Luego está el derrumbe del pacto constitucional, que encuentra en la deriva de Cataluña su manifestación más flagrante, arrastrando con ella todo el edificio de las autonomías. Pero también la imposibilidad de hacer justicia a los principios que declaramos en nuestra Ley Fundamental. La parte social del Estado social y democrático de derecho es papel mojado y sin visos de ser regenerada a corto plazo. Y el diseño del esquema de representación política hace aguas por todos lados. Tanto por las características del sistema electoral como por la incapacidad de los partidos para regenerarse. 2012 puso fin también al bipartidismo imperfecto que, con sus altibajos, venía caracterizando a nuestra democracia. Y la izquierda sigue sin ofrecer una alternativa unitaria y creíble. Es un horizonte de falta de fe en las alternancias de partido porque el ánimo dominante es hoy la desconfianza y la desazón hacia la política sistémica sin que esta, desorientada, sepa reaccionar.
Al no tomar nota de esta situación, el primer año de la Era Rajoy ha sido un año perdido. No ya tanto por lo que el Gobierno ha hecho —fundamentalmente recortar y, eso sí, poner orden en el caos bancario—, sino por lo que ha dejado de hacer. La estrategia de Rajoy ha sido doble. Por un lado, y contrariamente a lo que caracterizó a Zapatero, poner a sus ministros de escudos protectores frente a la ira de la gente. De esta forma, el presidente no solo no lidera, sino que se esconde. No es mala maniobra. El descontento se fracciona y el pagano pasa a ser el titular de alguna de las carteras conflictivas, como si sus políticas fueran el capricho de cada uno de los afectados en vez de una política general del Gobierno. De esta forma, la irritación, ya de por sí fraccionada y con tintes corporativos, se dirige a las extremidades, no a la cabeza —véase el caso Wert—. Esto, por cierto, podría indicar otro final, el de los Gobiernos presidencialistas.
Por otra parte, Rajoy está aplicando lo que los anglosajones llaman la estrategia del muddling through, el ir “saliendo al paso” de los problemas sin realmente resolverlos. Recortar en vez de reformar en un sentido serio de la palabra; “ir tirando” amparándose en un éxito electoral por aquí —Galicia—, o en la ausencia de un fracaso por allí —Euskadi o Cataluña—; tomar oxígeno en algunas de las escasas decisiones europeas que nos benefician; reincidir una y otra vez en la excusa de la herencia recibida y ningunear a los adversarios políticos, etcétera. Todo menos mirar la realidad a la cara y tratar de regenerar, con la ayuda de todos, un país que se deshace a manojos. Su objetivo es más la supervivencia política del Gobierno que rehabilitar las maltrechas instituciones democráticas españolas.
Si, como dicen los hermeneutas del calendario maya, hoy es el día en el que entramos en una nueva época más que el del fin del mundo, lo que deberíamos desearnos es una plena renovación democrática y poner los medios para reconstruir la cohesión social y territorial perdida, consensuar políticamente un nuevo comienzo. Si lo que nos espera es más de lo mismo, trampear en vez de liderar, apenas llegaremos a ver esa otra fecha señalada, el 2014, año en el que otros hermeneutas esperan el “fin de la recesión”. Ya ven, todo son finales, cuando lo que de verdad necesitamos es poder traducirlos en algo verdaderamente nuevo.
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