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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Salvar o perder la cara

El Gobierno se presenta como un mero agente inerte de la necesidad sin margen para decidir

Mariano Rajoy proclamaba de modo incesante en sus tiempos de implacable oposición, mientras el viento de la historia y los soplos de Pedro Arriola le arrumbaban a la playa de La Moncloa, que cuando llegara a la presidencia del Gobierno nos diría la verdad. Ese proceder se consideraba además condición sine qua non para merecer la confianza. Vendría a ser la piedra angular de la nueva política solidaria, tanto para afrontar las dificultades como para encaminarnos hacia la recuperación. Por eso, faltar a dicha proclamación, escamotear los hechos, negar las presiones recibidas, presentarse sosteniendo la sartén por el mango cuando nos tienen cogidos por donde sabemos, dibujar el rescate a la banca como si fuera incondicionado y tantas otras milongas han sido el primer y más grave de sus incumplimientos. Además de que Rajoy, imbuido por el síndrome del bombero, solo atiende a localizar la escalera de incendios del edificio en que se encuentra para escapar sin dar la cara en caso de avistar a los periodistas.

Pero a un político que haya perdido la cara solo le queda marcharse. Este axioma quedó confirmado, una vez más, cuando la masacre del 11-M de 2004. Entonces pudo observarse que la desgracia en vez de dispersar puede unir, sacar lo mejor de cada uno. También se comprobó que, cuando se intenta gestionar el infortunio con el recurso al descaro de las mentiras interesadas, se induce al público más pacífico a la cólera y a la sublevación. Por eso las elecciones generales previstas solo tres días después, el 14-M, ofrecieron el resultado inverso al cantado por los sondeos. Votar contra el PP constituyó la oportunidad de escarmentar a los mentirosos escalonados, desde Ángel Acebes, Eduardo Zaplana y Ana Palacio hacia arriba, hasta José María Aznar. Convencidos todos de encontrarse en situación propicia para manipular, sin advertir las consecuencias que desencadenaban.

Ninguna responsabilidad de aquella masacre le era imputable al Gobierno en funciones, ni tampoco al PP, y la reacción instintiva de la ciudadanía, sometida a un impacto de esas proporciones, es siempre la de buscar refugio en quienes se encuentran en el ejercicio del poder. Así se había probado años antes, el 11-S de 2001, cuando los atentados a las torres gemelas de Nueva York. Entonces nadie cuestionó en Estados Unidos al presidente George W. Bush, aunque hubiera habido sobrados motivos para hacerlo. Al contrario, de manera unánime, todos los americanos cerraron filas y se pusieron a disposición de la autoridad. Porque la catástrofe, por la línea del miedo, lleva a la sumisión. De modo que el fulminante de la sublevación popular deriva, más que de la masacre o de la imposición de sacrificios, del sentimiento de injusticia, de la falta de ejemplaridad y, sobre todo, de la percepción intolerable de la mentira manifiesta.

En cuanto a nuestro actual Gobierno, se presenta en el pleno del Congreso como un mero agente inerte de la necesidad. Se declara sin margen alguno de libertad para decidir. Se define como ejecutor mecánico del imperativo categórico de las condiciones impuestas desde fuera. Se reconoce incapaz de presentar cualquier alternativa que alivie el sufrimiento de los más desfavorecidos y estimule la contribución de los más privilegiados, en quienes tiene puestas todas sus complacencias. Pero además, sin venir a cuento, procede a la toma de Televisión Española para reconvertirla en el servicio de propaganda. Así que, tras semejante autorretrato, lo que nos corresponde es reclamar que vengan con premura los hombres de negro, mejor si fueran franceses con alguna mercancía made in Hollande, y que acaben con la simulación de unos fantoches que han entregado, sin consultar con sus legítimos titulares, la soberanía nacional y que se muestran ahora incapaces de detener la espiral de degradación acelerada por la que nos precipitan.

Eso sí, ni siquiera en estas graves apreturas ha sido posible escuchar del Gobierno el reconocimiento del mas leve error dentro de las propias filas. Ni un solo reproche que formular a quienes visten la misma camiseta del PP, ni a Fabra, ni a Camps, ni a Rato, ni a Blesa, ni a El Bigotes, ni a Bárcenas, ni a los responsables de Valencia, ni a los de Murcia. Solo se ha suspendido de militancia a Juan Morano, senador por León, quien se atrevió a votar a favor de una enmienda que pretendía el mantenimiento de las ayudas al carbón. Mientras, nuestra debilidad estimula a quienes nos rodean. Ante cualquier subasta del Tesoro surgen declaraciones nocivas de Merkel o de Draghi. Perdemos pie en la UE y, como ha escrito el embajador Philippe de Schoutheete en su ensayo para Notre Europe, descubrimos que ningún sistema político puede sobrevivir sin dar esperanza a los ciudadanos.

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