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Creadores de escasez

Dos años después del inicio de las políticas de austeridad extrema el panorama es desolador Se multiplica el paro, la exclusión, las clases medias se empobrecen y mueren empresas

Joaquín Estefanía
Manifestación de afiliados comunistas Atenas en febrero pasado.
Manifestación de afiliados comunistas Atenas en febrero pasado. YORGOS KARAHALIS (REUTERS)

Durante la década de los años treinta, cuando los rostros de muchos hombres se tornaron duros y fríos como si miraran hacia un abismo, nuestro hombre advirtió los signos de la desesperanza generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos destruidos al ver roto su concepto de una vida decente, les veía caminar desanimados por las calles y los parques, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía entrar por las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y también vio personas que una vez caminaron erguidos mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que él disfrutaba.

Más o menos así describe el novelista John Williams el espíritu de los años de la Gran Depresión en su maravillosa novela Stoner. No es difícil establecer una analogía con lo que se observa ahora, en las capitales y en los pueblos de algunos países intervenidos o con posibilidades de serlo, del sur de Europa. Con todas las diferencias que se le quiera poner. La Gran Recesión que comenzó en el verano del año 2007 ha dejado de ser planetaria, pero ha adquirido otras características: de EE UU ha pasado al Viejo Continente; de crisis financiera privada ha devenido en una crisis de la deuda pública; su origen estuvo en los abusos y las estafas del sistema financiero en la sombra, y las ayudas estatales al mismo (cuando algunos se atrevían a defender que salvar a la banca era salvar a la calle, que proteger a Wall Street era proteger a Main Street) están en el epicentro de buena parte de los problemas de déficit y de endeudamiento de muchos países. A este fenómeno se le ha denominado “neoliberalismo de Estado”, una paradoja por la cual mientras los beneficios (de unos pocos) continúan siendo individuales, los riesgos (de la mayoría) se socializan. En ella, el papel del Estado ya no consiste en limitar el poder económico sino en facilitar su predominancia; el Estado solo debe actuar para favorecer el libre funcionamiento de la competencia (excepto la citada socialización de pérdidas), allanar los conflictos sociales y mantener el orden público.

Muchos de los problemas económicos que trajeron la recesión no han cedido. Hay posibilidades de marcha atrás en los sitios que han abandonado el fondo del abismo y a que en una nueva fase se multiplique el contagio en sentido inverso. No en vano algunos medios de comunicación norteamericanos han llegado a publicar algo que en otra coyuntura podría resultar muy exagerado: que la reelección del presidente Barak Obama estaría condicionada en parte por la solución de los problemas económicos y financieros de países tan distantes de EE UU como España o Italia. Eso es la globalización.

Las ayudas estatales al sistema financiero están en el epicentro de buena parte de los problemas de déficit y endeudamiento

Se acaban de cumplir dos años de la primera intervención de un país europeo, Grecia, por la troika de poderes fácticos contemporáneos y externos a la soberanía de los países de la zona: la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Luego controlaron a otros dos países, Irlanda y Portugal, y la próxima semana coincide con el segundo aniversario de la noche en la que los ministros de Economía de la eurozona hicieron morder el polvo a la política económica de José Luis Rodríguez Zapatero y la cambiaron de sentido en un santiamén, causando la ruina electoral de los socialistas españoles y esbozando la estructura de un fondo de rescate para países en problemas que todavía —más de setecientos días después— anda ajustando su fórmula y su monto definitivo.

Desde entonces, la Unión Europea ha abandonado la política económica común de estímulos que se había aprobado en las reuniones del G-20 en Washington, Londres y Pittsburgh, y ha desarrollado una senda de consolidación fiscal y de austeridad a ultranza. Mientras prácticamente el resto de las zonas del mundo consideran que el problema principal de la economía es su falta de crecimiento (EE UU, China, América Latina…), Europa asume que lo prioritario es volver a los equilibrios macroeconómicos para, más adelante, comenzar a crecer. La desavenencia se manifiesta en el dilema de ajustar para crecer o crecer para ajustar. Hasta ahora la razón empírica parece manifestarse a favor de los partidarios del crecimiento como prioridad para solucionar los problemas más urgentes. Crecimiento o barbarie.

Mientras los beneficios (de unos pocos) siguen siendo individuales, los riesgos ( de la mayoría) se socializan

Un balance de lo sucedido en Europa desde entonces es demoledor: la crisis de la deuda soberana y el crecimiento de las primas de riesgo —cuya solución era para lo que se adoptó la política económica de austeridad extrema y rígida, aplicada a países con problemas muy diferentes— no ha mejorado; los problemas de liquidez o solvencia de muchos bancos de matriz europea y funcionamiento multinacional siguen encima de la mesa y todos ellos han de acudir sistemáticamente a las subastas de liquidez del BCE (un mecanismo administrativo, al margen del mercado) para sobrevivir y poder pagar sus obligaciones y sus deudas; estancamiento económico o recesión en la mayor parte de los países, lo que significa multiplicación exponencial del paro, empobrecimiento de las clases medias, mortandad de centenares de miles de empresas y reducción de la movilidad social. Según los datos del Eurobarómetro, una gran parte de los ciudadanos europeos teme que sus hijos van a vivir peor que ellos, lo que significa que se ha interrumpido el proceso del progreso. Como consecuencia de todo ello, cada vez que hay elecciones en un país cae el Gobierno, sea del signo ideológico que sea, al que le ha tocado ocuparse de la gestión de la crisis con esas políticas de austeridad que los ciudadanos rechazan mayoritariamente, y emergen fuerzas populistas significadas por la simplicidad y la demagogia de las soluciones que proponen. Hasta ahora ese populismo es fundamentalmente de extrema derecha pero nada impide que surja también en el otro extremo partidista. Todas estas secuelas dejan una huella profunda en la calidad de la democracia: según todos los sondeos, una parte creciente de la ciudadanía duda de la idea Europa (cuya construcción estaba planteada precisamente para evitar los populismos y los enfrentamientos del pasado) y también es creciente el número de ciudadanos que sospecha de la impotencia de sus representantes políticos a la hora de solucionar los problemas públicos y comunes, ya que estos se dirimen en lugares cada vez más alejados de los Parlamentos y de los lugares propios de la democracia representativa.

La expresión “libertad económica” ha dejado de significar oportunidad de mejora, y de concitar simpatías; todo lo contrario, para los perdedores de estas políticas de austeridad la libertad económica suscita pesadillas de inseguridad y de creciente irritación. Además, el concepto de libertad se está convirtiendo, como ha desarrollado el intelectual francés de origen búlgaro Tzvetan Todorov, en el nombre comercial de partidos políticos de extrema derecha nacionalistas y xenófobos: el Partido de la Libertad en Holanda, liderado por Geert Wilders, de tanto protagonismo en los últimos días al dejar caer el Gobierno de ese país; el Partido Austriaco de la Libertad, que dirigió Hëider hasta que murió; la Liga del Norte de Humberto Bossi, que presentaba a sus candidatos en las elecciones italianas bajo el nombre de Liga del Pueblo de la Libertad y se unía así al Pueblo de la Libertad de Berlusconi, etcétera.

La expresión "la libertad económica" genera pesadillas de inseguridad y de creciente irritación

En resumen, el paisaje después de una batalla que ya ha durado dos años no puede ser más estremecedor. Las políticas de austeridad extrema y de rigor mortis pueden ser calificadas como “creadoras de escasez”, siguiendo las hipótesis de Daniel Anisi, un economista prematuramente desaparecido. La oposición a tales políticas —que ahora empiezan a hacerse más presentes en instancias oficiales de algunos países afectados y diversas instituciones, como el propio FMI, la Comisión y tal vez en el BCE— era de grado y de dosis: nadie ha sugerido incrementos desorbitados del déficit y de la deuda sino una combinación más flexible de los criterios de crecimiento y de estabilidad. Los economistas poskeynesianos, encabezados entre otros por los premios Nobel Krugman y Stiglitz, se quejan de la manipulación del lenguaje que se ha hecho por parte de los partidarios del ajuste duro. La aparición en España del movimiento Economistas frente a la Crisis, se ha sustentado hasta el momento en el principio de “que no nos roben las palabras”. Se trata de impedir que el lenguaje sea tergiversado con conceptos que manipulan el pensamiento que los maestros de la economía han transmitido y que la experiencia que como profesionales de la economía ha enseñado. Reestructurar no es desregular, reforma estructural no es sinónimo de recortes ni de la dilución de los derechos de la gente, liberalización y regulación son conceptos complementarios e inseparables, los críticos de la austeridad injusta no son partidarios del despilfarro del mismo modo que la estabilidad presupuestaria no es equivalente a déficit cero (un fundamentalismo más) y que quienes critican el Pacto de Estabilidad y las reformas forzadas de las Constituciones nacionales no defienden la inestabilidad.

Durante la primera fase de la crisis actual, los políticos que se aprestaron a combatirla parecían conscientes de su gravedad y tuvieron en cuenta las lecciones del pasado: no se podían repetir los errores de antaño por los cuales se había extendido la Gran Depresión de los años treinta que acabó con una guerra mundial. Había cuatro diferencias fundamentales entre la Gran Depresión y la Gran Recesión: primero, la calidad de las respuestas públicas dadas. En los años treinta se tardó mucho tiempo en aplicar las políticas anticíclicas imprescindibles porque la sensibilidad dominante era el capitalismo de laissez faire que consideraba que el sistema se purgaría a sí mismo y era más eficaz la no intervención del Estado. El secretario del Tesoro americano de la época, el multimillonario Andrew Mellon, proponía “liquidar los sindicatos, las Bolsas, la agricultura, los bienes raíces (…) Esto purgará la podredumbre del sistema. El alto coste de la vida se vendrá abajo. La gente trabajará más duro, vivirá una vida más moral. Los valores se ajustarán y las personas emprendedoras reflotarán los fracasos de las menos competentes”. A partir de 2007, las autoridades pusieron en marcha una política monetaria expansiva con abundantes dosis de liquidez, tipos de interés próximos a cero, ayudas extraordinarias a la banca y planes de estímulo de la demanda. Son ellas las que generaron el déficit y la deuda pública y no el déficit y la deuda pública los que causaron la Gran Depresión. Y son las políticas de estímulo las que Europa ha abandonado, antes de tiempo según los economistas críticos.

Los intensos ataques a la universalidad del Estado de bienestar se producen sin apenas debate público

La segunda gran diferencia entre ambas situaciones era la ideológica: ahora no existe alternativa al capitalismo como sistema dominante, mientras que en la década de los treinta dos totalitarismos de signo contrario —el comunismo y el fascismo— pugnaban por ser hegemónicos y estaban en el momento álgido de su poder. A pesar de la reaparición de los populismos, algunos de ellos con un apoyo electoral significativo (véase el caso de Marine Le Pen en Francia), y de la presencia del movimiento de los indignados, hoy no hay alternativa al capitalismo del siglo XXI. Los más osados hablan de la refundación del mismo, de su regulación, de su reforma pero no de su sustitución.

La tercera diferencia es la respuesta proteccionista a la Gran Depresión, que hoy es muy menor. Entonces se multiplicaron las “políticas de empobrecimiento del vecino” (concepto de la discípula de Keynes, Joan Robinson) en forma de fronteras, aranceles, impuestos a la importación, cupos, etcétera. Pascal Lamy, director de la Organización Mundial del Comercio (OMC) —institución multilateral desaparecida de la primera línea de fuego por su incapacidad de avanzar en la Ronda de Doha— habla de un “proteccionismo de baja intensidad” para calificar lo que sucede hoy. La nacionalización de Repsol por parte del Gobierno argentino forma parte del universo proteccionista, aunque tenga también otras componentes.

La cuarta disimilitud entre los años treinta del siglo pasado y la segunda década del siglo XXI, muy centrada en Europa, era la existencia de un potente Estado de bienestar que trataba de proteger al ciudadano (“desde la cuna hasta la tumba”) por el hecho de serlo. Este se componía de la educación, la sanidad y las pensiones universales (pagadas a través de impuestos progresivos, no gratuitas como inexactamente se dice a veces), el seguro de desempleo, la asistencia a las personas dependientes y el derecho laboral, por el que se socializaban los sueldos de modo que las condiciones de trabajo se discutiesen a través de la negociación colectiva y no de la negociación individual (y desigual) entre el empresario y el asalariado.

Las ventajas engendran más ventajas: los ricos pueden vivir en barrios mejores. Escapan así del contrato social

Es esta cuarta diferencia la que se va diluyendo con más rapidez, debido a los intensos ataques a la universalidad del Estado de bienestar, sin apenas debate público, y a los intentos de difuminar la centralidad de la negociación colectiva que comienza a ser residual en algunos países intervenidos, como por ejemplo Grecia. El profesor Todorov habla de “los enemigos íntimos de la democracia” y opina que las principales amenazas que pesan hoy sobre la misma no proceden de su exterior, de los que se presentan abiertamente como sus oponentes, sino de dentro, de ideologías, movimientos y actuaciones que dicen defender sus valores pero que de hecho los debilitan. Y cita, dentro de este último apartado, el populismo, el ultraliberalismo y el mesianismo de los partidarios de la austeridad extrema.

Pese a la reaparición de populismos, hoy no hay alternativa al capitalismo del siglo XXI

Se avecina una dialéctica muy potente en el patio europeo entre los partidarios de dos maneras distintas de ver la política económica. Mientras se resuelve, unos y otros deberían llegar a un pacto para proteger a los millones de personas que van quedando por el camino: los parados de larga duración que ni tienen futuro ni seguro de desempleo para sobrevivir, las familias en las que no entra ningún salario, los inmigrantes sin derecho a la sanidad o la educación, los ciudadanos que sufren fuertes reducciones de su renta disponible y observan, perplejos, el extraordinario aumento de la desigualdad entre ellos y los poderosos. Las ventajas engendran más ventajas: los ricos pueden permitirse vivir en barrios mejores y más seguros, pueden dar a sus hijos una atención médica adecuada y una alimentación que les permita crecer sanos, y pueden pagar a profesores y obtener ayudas educativas si aquellos tienen problemas. El resto se confronta con una red de seguridad cada vez más endeble y con la constante incertidumbre sobre los empleos mientras una nueva generación, los más jóvenes, no tiene trabajo ni sueños.

En medio de la Gran Depresión, cuando publicó su Teoría General, Keynes centró el debate principal: “Los dos vicios que marcan el mundo en que vivimos son que el pleno empleo no está garantizado y que el reparto de la fortuna y de la renta es arbitrario y desigual”. ¿Tan poco hemos aprendido en tres cuartos de siglo?

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