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La crisis del coronavirus
Tribuna
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Sudáfrica paga el pato: la lógica cruel tras las restricciones de viaje por la variante ómicron

Aunque el Gobierno del país, científicos y organismos internacionales mostraron su indignación por la prohibición de las conexiones aéreas, por racistas y contraproducentes, estas siguen vigentes. Canadá y Francia fomentan una forma de ‘apartheid’ que conduce a niveles peligrosos de discriminación y estigmatización

Sudafrica omicron coronavirus
Un sanitario administra una dosis de la vacuna de Pfizer contra la covid-19 a un adolescente de 13 años, en Johannesburgo, Sudáfrica, el 4 de diciembre.SUMAYA HISHAM (Reuters)

A última hora de una tarde de hace unos días, el pánico invadió a Tulio de Oliveira, el científico que dirigía el equipo de expertos sudafricanos que descubrió la variante ómicron del coronavirus hace dos semanas. Se estaba quedando sin reactivos, las sustancias químicas que se necesitan para secuenciar el genoma obtenido de las pruebas positivas a fin de detectar nuevos casos de la variante. En Sudáfrica, los contagios de covid-19 casi se habían duplicado con respecto al día anterior (desde entonces se han multiplicado por más de 15), y el número de pruebas positivas que había que analizar aumentaba a gran velocidad.

Sin embargo, dos días después de que se anunciaran los resultados de su equipo, los países que disponen de las sustancias químicas que necesita De Oliveira para ayudar a su país a rastrear la variante ómicron bloquearon los medios que le permitían importarlas.

Debido a las prohibiciones de viaje impuestas por los gobiernos occidentales a los países del sur de África —por temor a que introdujeran en sus territorios una nueva variante que, con toda probabilidad, ya estaba allí—, empezaron a escasear los vuelos que transportaban los productos imprescindibles para De Oliveira.

El equipo del bioinformático estaba proporcionando al mundo datos cruciales para la vigilancia genómica, pero quedó atado de manos. Los países desarrollados lo penalizaron por su capacidad de descubrir la nueva variante con una rapidez excepcional, y por la voluntad —y el valor— de su Gobierno de dar a conocer los datos al mundo casi instantáneamente.

Los países ricos, como Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Canadá, Países Bajos, Bélgica, Noruega y muchos otros en los que se ha identificado la variante ómicron desde entonces (en algunos casos, sin relación con Sudáfrica), no impusieron restricciones de viaje entre ellos. El castigo solo afectaba al continente africano. Y, a pesar de que el Gobierno de Sudáfrica, los científicos y los organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) han expresado su indignación por las barreras selectivas, calificándolas de racistas, poco científicas y contraproducentes, ni un solo país rico, hasta el momento de escribir estas líneas, ha revocado las prohibiciones.

Antes bien, para absoluto asombro de los científicos sudafricanos, gobiernos como el de Canadá han dado a entender que no se fían de nuestras pruebas covid. El Ejecutivo canadiense anunció que, a menos que gocen de alguna exención, los ciudadanos que estén atrapados en Sudáfrica y quieran volver a su país tendrán que disponer de “un resultado negativo para covid-19 mediante prueba molecular obtenido en un tercer país antes de salir”. Es decir, no en Sudáfrica.

Lo paradójico es que Sudáfrica cuenta con una de las redes más avanzadas del mundo para la realización de pruebas moleculares, o PCR —con toda probabilidad, mejor que la de Canadá—, ya que es la misma técnica que se utiliza para comprobar la carga viral de VIH. Para ello, a lo largo de las dos últimas décadas, el país ha desarrollado unas infraestructuras excepcionalmente bien dotadas debido a la elevada prevalencia del sida en su territorio. Por eso, cuando empezó la actual pandemia, Sudáfrica pudo empezar a hacer pruebas covid mucho más rápidamente que muchos otros países.

Los científicos sudafricanos que alertaron al mundo sobre la variante ómicron ahora no pueden acceder a los productos químicos que necesitan para seguir rastreando el virus

Al otro lado del Atlántico, Francia hizo públicas sus normas: si un avión ha pasado por un país del sur de África, solo los residentes franceses y de la Unión Europea, los diplomáticos y las tripulaciones pueden desembarcar en suelo francés. Tanto si esas personas han tenido contacto en esos países con personas que pudieran estar contagiadas como si no, si tienen el pasaporte correcto, pueden desembarcar.

Una situación absurda, ya que los resultados de las secuenciaciones realizadas en Sudáfrica publicados en la revista Nature muestran que Europa fue responsable de más del 80% de los primeros contagios de covid-19 en el país. Y aunque la mayoría de los vuelos, independientemente de su nacionalidad, se suspendieron en todo el mundo, Sudáfrica incluida, Europa no fue objeto de restricciones selectivas por parte de nuestro Gobierno.

Por desgracia, la forma de apartheid que fomentan países como Canadá y Francia ha conducido a niveles peligrosos de discriminación racial y estigmatización.

Peligrosos porque décadas de bibliografía sobre las enfermedades infecciosas han llegado una y otra vez a la conclusión de que la segregación trae consigo la desigualdad, y la desigualdad impulsa la propagación de la enfermedad. ¿Por qué? Porque el estigma y la discriminación hacen que la aceptación de los diagnósticos, como las pruebas covid, los métodos de prevención, como las vacunas, y los tratamientos disponibles sea menor. En el caso de la covid, la consecuencia es una probabilidad más alta de que aparezcan nuevas variantes, que inevitablemente se extenderán por el mundo y que podrían escapar a la protección contra el contagio, la enfermedad grave o la muerte que ofrecen la infección previa y las vacunas.

Por ejemplo, la semana pasada BBC World se refirió a la ómicron como “la variante sudafricana” en varias emisiones en directo; el periódico alemán Die Rheinpfalz presentó la variante con el título El virus de África está entre nosotros; y la publicación española La Tribuna de Albacete publicó el 28 de noviembre una viñeta en la que se veía un barco “sudafricano” llamado Ómicron lleno de africanos negros representados en forma de virus que se acercaba a las costas de Europa.

La epidemia más reciente que ilustra las consecuencias de la marginación en todo su alcance es la del sida, en la que los cinco grupos de población con las tasas más altas de infección —trabajadoras sexuales, toxicómanos que utilizan agujas, homosexuales y otros hombres que mantienen relaciones sexuales con hombres, transexuales y presos— son también los más estigmatizados y los que tienen menos acceso a los servicios sanitarios.

Un reciente editorial de The Lancet lo expresa claramente: “El éxito de la respuesta al sida [y a otras enfermedades infecciosas] se fundamenta en la igualdad, no solo en lo que a acceso a la prevención, la atención y el tratamiento se refiere, sino también en la igualdad ante la ley”.

Las prohibiciones de viajar impuestas a los países del sur de África hacen caso omiso de décadas de investigación sobre las enfermedades infecciosas y no harán más que prolongar la pandemia

Pero la desigualdad —ya sea la distribución injusta de las vacunas, el (no) compartir los derechos de propiedad intelectual y los conocimientos técnicos de su fabricación, o quién es considerado lo suficientemente “limpio” para entrar en un país— que ha dominado la pandemia de la covid nos sitúa lejos de la vía de la equidad.

Tom Moultrie, profesor de Demografía de la Universidad de Ciudad del Cabo, afirma en Twitter que los privilegios de los países desarrollados siguen marginando al Sur global, no solo con medidas evidentes como la prohibición de viajar y el acceso desigual a las vacunas, sino también con la manera en que los científicos prominentes y con buena financiación del Norte global “perpetúan los sistemas de poder, extracción, neocolonialismo y marginación entre el Norte y el Sur”.

Moultrie usa como ejemplo el hilo de Twitter de un renombrado epidemiólogo estadounidense sobre la propagación de la variante ómicron. En opinión del demógrafo, la serie de tuits alimentó un pánico y una histeria innecesarios, y causó alarma sobre el aumento del número de hospitalizaciones por covid en Sudáfrica sin contexto y malinterpretando los datos de Gauteng.

“[El epidemiólogo] publicó un comentario provocativo de la situación actual en Sudáfrica basándose en capturas de pantalla de ruedas de prensa e informes publicados por el Instituto Nacional de Enfermedades Transmisibles”, escribe Moultrie, pero “no se puso en contacto con científicos sudafricanos para preparar el hilo. Por el contrario, optó por ignorar sistemáticamente el conocimiento empírico, seguro hasta la arrogancia de estar en posesión de la verdad y ser capaz de entender los datos”.

Moultrie pregunta, “¿en qué se diferencia su manera de actuar de la denostada práctica de la investigación parasitaria en los países en desarrollo, en la que las carreras y las reputaciones de los académicos del Norte se construyen a costa de los científicos y las comunidades del Sur?”.

Por supuesto, los prejuicios contra África no han surgido a raíz de la ómicron o de la covid. Los equilibrios de poder y la discriminación que el espejo de la pandemia ha puesto de manifiesto existen desde hace siglos en forma de la colonización y sus consecuencias, que tan cruelmente han dividido al mundo en poseedores y desposeídos.

En 2001, cuando el sida causaba estragos en África pero los países del continente no podían permitirse comprar los vitales fármacos antirretrovirales (ARV) que el mundo occidental llevaba utilizando más de una década, el entonces jefe de la Agencia para el Desarrollo Internacional del Gobierno estadounidense justificó la oposición de su organismo a financiar los medicamentos para los africanos seropositivos argumentando que no iban a seguir con constancia el tratamiento, que debe tomarse cada día a la misma hora, porque “no saben lo que es un reloj”.

La ‘Tribuna de Albacete’ publicó el 28 de noviembre una viñeta en la que se veía un barco “sudafricano” llamado ‘Ómicron’ lleno de africanos negros representados en forma de virus que se acercaba a las costas de Europa

Al cabo de unos cuantos años de empezar a tomar antirretrovirales, financiados en su mayoría con donaciones, entre ellas las del Gobierno estadounidense, los estudios han demostrado que, de hecho, los africanos son más regulares en el seguimiento del tratamiento que los norteamericanos.

Si el Gobierno estadounidense hubiera actuado conforme a los prejuicios del jefe de su agencia de ayuda humanitaria, África habría quedado privada no solo de uno de los tratamientos crónicos más eficaces del mundo, sino también de los beneficiosos efectos preventivos de los antirretrovirales, los cuales, cuando se utilizan correctamente, reducen la carga viral del organismo a niveles que hacen científicamente imposible transmitir el virus a otras personas.

El acceso tardío al tratamiento y las medidas punitivas, como la prohibición de viajar, alimentan la desigualdad y actúan en sentido contrario de lo que los científicos, incluidos los de los países desarrollados, dicen que acabará con la pandemia: el acceso a las vacunas y un tratamiento igualitario para todos.

La desigualdad obstaculiza el progreso, y a menos que empecemos a considerarnos unos a otros seres humanos con los mismos derechos y el mismo valor, el Norte cambie conscientemente de comportamiento y el Sur haga valer sus derechos, no contendremos la covid ni ninguna de las pandemias que nos esperan.

Intentar echar a alguien la culpa de una nueva variante que podría haber surgido literalmente en cualquier lugar del mundo no nos traerá nada bueno. El epidemiólogo Madhu Pai, que trabaja en Canadá, lo ha resumido muy acertadamente: “Se trata de seres humanos contra una pandemia viral, no de seres humanos contra seres humanos. Dejemos de poner raza a las variantes”.

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