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Agenda 2030
Tribuna
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El alcance de la reforma de la Cooperación

La nueva ley no debería limitarse a sugerir ajustes para hacer funcionar lo existente, sino preguntarse acerca de si se dispone de aquello que se necesita para hacer con eficacia lo que nos proponemos

Reforma cooperación
Xavi Cabrera (Unsplash)

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En un artículo de 2018, planteaba desde estas mismas páginas la necesidad urgente de afrontar una “refundación” del sistema español de Cooperación para el Desarrollo. Elegía el término de refundación para dejar claro el alcance de la reforma. No se trataba de realizar pequeños ajustes o cambios cosméticos, sino de repensar la arquitectura institucional y las bases operativas de un sistema que se revelaba claramente disfuncional y poco adaptado a las formas actuales de promover el desarrollo. La propuesta podía sonar entonces quimérica, formulada en un contexto político turbulento y ante el horizonte más o menos próximo de unas elecciones de incierto resultado. En la actualidad, con un Gobierno consolidado que se declara reformista, esa demanda parece abrirse paso en la opinión de un amplio espectro de actores políticos y sociales.

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El hecho de que un Grupo de Trabajo del Consejo de Cooperación haya emitido un informe consensuado con una batería de propuestas al respecto, que el Gobierno haya anunciado un nuevo proyecto de ley de Cooperación en este año y que el Congreso de los Diputados haya creado una subcomisión para trabajar sobre ello son indicios claros de que el proceso está en marcha. La tarea no será sencilla y menos en un ambiente político tan enrarecido y bronco como el presente, pero se abre una clara ocasión para acometer un cambio de entidad, que sitúe a la cooperación española a la altura de los tiempos.

Para subrayar la oportunidad del esfuerzo no está de más asomarse al exterior y contemplar cómo otros donantes han emprendido procesos similares en tiempos recientes, respondiendo a lo que una experta de la Brookings Institution denominó la “revolución silenciosa” en la acción de desarrollo. Se trata, en suma, de integrar nuevos instrumentos que permitan hacer de la Ayuda Internacional una palanca que implique a nuevos actores y recursos al servicio del desarrollo sostenible. Puede servir de referencia la propia Unión Europea, que ha dado un giro mayúsculo a su política de cooperación, rediseñando para ello su marco institucional y operativo. En el horizonte está el objetivo de superar la fragmentación de instrumentos, de potenciar el papel catalizador de los recursos públicos, incluyendo el uso de garantías y otros instrumentos de atenuación del riesgo, y de alinear los esfuerzos de agentes diversos (en lugar de pretender protagonizar en exclusiva acciones propias). España debería acometer un proceso similar.

Entiéndase bien, no se trata de trasplantar modelo alguno. En este como en otros campos, existen márgenes para definir los arreglos institucionales más adecuados a cada caso. Como revela el variado panorama internacional, una misma política puede desplegarse desde fórmulas institucionales diversas, por lo que será bueno atender a las especificidades del caso español, incluida su propia experiencia y tradición administrativa. En el marco de esas holguras es razonable que surjan discrepancias y que no siempre se acierte con la solución. Ahora bien, debiéramos ponernos de acuerdo en aquellos condicionantes que definen la ambición de la tarea. Yo aquí me referiré a tres aspectos relacionados con la finalidad, el perímetro y la entidad de la reforma.

Empecemos por la finalidad: de lo que se trata es de erigir un sistema que sea capaz de poner en tensión las capacidades propias para sumar activamente España a una política global de desarrollo sostenible, acorde con los objetivos de la Agenda 2030. No es esta una agenda que esté escrita en piedra, ni agota el recuento de lo deseable, pero constituye un acuerdo internacional ambicioso y comprehensivo del que España es parte.

Asumir esa agenda supone pensar en una acción de desarrollo compleja y multidimensional, que debe hacer algo más que combatir la pobreza extrema o responder a las crisis humanitarias, siendo estos dos objetivos de la máxima relevancia. Se trata, también, de respaldar los esfuerzos de los países para transitar hacia modelos ambientalmente sostenibles, de fortalecer políticas públicas y mejorar niveles de equidad, de defender los espacios democráticos o de estimular la inversión emprendedora y la generación de empleo, por poner algunos ejemplos. El propósito último es ampliar las capacidades y derechos de las personas, y sentar mejores bases para el progreso colectivo. Pero, en esa tarea, se abrirán espacios de oportunidad para los agentes españoles, en forma de inversión, innovación, construcción de alianzas o proyección internacional. La Cooperación al Desarrollo no es (no ha sido nunca) solo materia de filantropía.

Relacionado con lo anterior, un segundo condicionante se refiere al perímetro sobre el que se quiere que opere la reforma. Aquí debería rehuirse la tentación de limitar el foco al estrecho campo de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD); más bien se trata de ampliar la perspectiva y acoger la diversidad de instrumentos existentes para la financiación del desarrollo. La AOD seguirá siendo importante, especialmente para los sectores y países más pobres, pero se debe asumir que una parte importante de la acción de desarrollo se despliega hoy a través de instrumentos que exceden al perímetro de la AOD.

Estamos lejos de disponer de un sistema adaptado a los tiempos, no solo por la penuria de recursos disponibles, sino también por el inadecuado diseño de las instituciones

La OCDE trató de acoger ese campo más amplio en el nuevo concepto de apoyo oficial total al desarrollo sostenible (TOSSD, por su acrónimo en inglés); y es a ese ámbito al que debiera referirse la reforma. Transitar hacia ese campo supone un cambio no solo en la métrica y en el reporte de los fondos, sino también en el enfoque de la acción de desarrollo, que debe implicar a más actores e instituciones. El cambio no es menor: mientras la AOD podía concebirse como una política propia de un único departamento ministerial, lo que ahora se requiere es una acción del conjunto del Gobierno (y, acaso, del Estado) al servicio de una política global de desarrollo sostenible.

Por último, el tercer condicionante se refiere a la ambición de la tarea. Como se ha señalado, estamos lejos de disponer de un sistema adaptado a los tiempos, no solo por la penuria de recursos disponibles, sino también por el inadecuado diseño de las instituciones y de los marcos regulatorios disponibles. En este contexto, la reforma no debiera limitarse a sugerir ajustes para hacer funcionar lo existente, sino preguntarse acerca de si se dispone de aquello que se necesita para hacer con eficacia lo que nos proponemos.

Permítaseme un ejemplo alusivo a la cooperación financiera, un ámbito llamado a tener creciente relevancia en el futuro. España dispone en la actualidad de varios fondos públicos que operan en campos afines, con potencial impacto en el desarrollo sostenible y susceptibles de ser parte del perímetro TOSSD. Pese a ello, su gestión se hace a través de una estructura institucional fragmentada, implicando a diversas instituciones y ministerios. La consecuencia de todo ello es una pérdida de músculo financiero y de escala, en un ámbito en que estos aspectos son relevantes.

Un aspecto que se torna más preocupante si se considera que la reforma de la arquitectura financiera europea persigue otorgar un creciente peso a las instituciones financieras nacionales en la gestión de los fondos comunitarios. Serán claras, por tanto, las ventajas de aquellos países que (como Alemania o Francia) que se han dotado de instituciones financieras sólidas. En este contexto, por tanto, la reforma no debiera limitarse a mejorar el funcionamiento de Fonprode (el fondo de cooperación financiera que gestiona la AECID), algo en sí mismo deseable, sino preguntarse también si cabe avanzar hacia una estructura más integrada y compacta de gestión del conjunto de la cooperación financiera.

Tanto la reforma como la ley que le dé curso debieran responde a estos tres condicionantes que determinan la ambición de los cambios. Es posible que la ley no logre dar respuesta a todas las carencias que se arrastran, pero cumpliría su función si logra definir adecuadamente la estructura de un sistema en el que esas respuestas tienen cabida.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense y miembro del Consejo de Cooperación

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