La Transición, el Rey y la retrotopía
Ya no estamos para gestas, pero sí ante un cúmulo de problemas que afectan tanto a la legitimidad de la democracia como a nuestra capacidad para solucionarlos


Todos los países necesitan de algún mito fundacional, algún acontecimiento histórico más o menos edulcorado a partir del cual dotar de legitimidad a un determinado orden nacional o un sistema político. En nuestro caso, el más integrador y eficaz fue, sin duda, la Transición. Pasó a sustituir a aquel erigido sobre la victoria en una guerra fratricida, que a su vez trató de asociarse a una visión de España montada sobre sus supuestas gestas históricas, su homogeneidad y unidad inquebrantable y la identidad católica. Precisamente por eso, por su carácter integrador de un país plural y diverso, la Transición y el orden emanado de la Constitución del 78 fueron vistos siempre como el punto cero a partir del cual ordenar nuestra convivencia.
Su lado fuerte fue que renunció a los esencialismos nacionales para convertirse en un medio de cohesión y legitimidad cívica, representó ese momento “en el que supimos entendernos”, tan excepcional en nuestra historia. Contrariamente a lo que hoy se cree, no estuvo, sin embargo, libre de problemas ni fue ajena a los complejos datos del contexto. Fue un acontecimiento político y, por tanto, cuestionable en sus resultados, con cesiones mutuas entre las partes, todas ellas bien conscientes de que no se trataba de construir su democracia ideal, sino aquella que fuera posible dadas las circunstancias. Pero tampoco puede ignorarse que el consenso resultante habría sido inimaginable sin las movilizaciones contra el régimen anterior. Sacralizar este periodo es tan ridículo como criticarlo en nombre de una supuesta estrategia lampedusiana del franquismo, cambiarlo todo para que todo siga igual.
Traigo esto a colación por las palabras del Rey en su discurso de Nochebuena, con su reivindicación del espíritu de la Transición: la predisposición al diálogo y la búsqueda del entendimiento. Es la estrategia que Maquiavelo sugería para momentos de “crisis de la república”, recordar y resintonizarse al momento fundacional del orden político; como diríamos hoy, resetearlo a partir del programa de convivencia que lo hizo grande. Dada la temperatura de la confrontación política, puede parecer una quimera. Entre otras cosas, porque se ha diluido ya uno de los elementos fundamentales de aquel contexto. Entonces pocos dudaban de cuál era la hoja de ruta a seguir: instaurar una democracia liberal e integrarnos en los países de nuestro entorno. Había un diseño de futuro. Eso es justo de lo que hoy carecemos, aquí y en otros lugares, desgarrados casi todos por la polarización, el desencuentro y las dudas —el miedo, incluso— sobre el porvenir.
Sin embargo, las alusiones del monarca a la Transición carecieron de esa visión retrotópica (Zygmunt Bauman) tan habitual en los populismos, eso de buscar el refugio en un pasado idealizado ante un futuro incierto. Las referencias a aquel momento histórico fueron de puro sentido común, lealtad al sistema y ciertas dosis de pragmatismo. Ya no estamos para gestas épicas, pero sí ante un cúmulo de problemas que afectan tanto a la legitimidad de la democracia, erosionada por el creciente divorcio entre clase política y ciudadanía, como a nuestra capacidad para buscarles una solución adecuada. El espíritu cívico ha dado paso a la desconfianza, el cinismo y a una encarnizada lucha partidista incapaz de ponerse de acuerdo sobre los mínimos necesarios para una gobernabilidad eficaz y la adopción de reformas duraderas. Y, añadiría, sin que se haya encontrado un modelo de convivencia capaz de generar un consenso alternativo al que viene de aquellos años. No es un momento para las añoranzas o para revivir los antagonismos, sino para reencontrar una fórmula de volver a entendernos. Tan simple de definir como difícil de ejecutar.
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