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TRIBUNA
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El ‘mal’ precedente de Carles Puigdemont

Junts no cuestiona ya su regreso al posibilismo. Al contrario, se queja de que sus demandas no tengan la respuesta esperada

Estefanía Molina

La ruptura de Carles Puigdemont con el Gobierno es una impostura. Mientras que Junts no apoye en el Congreso una moción de censura contra Pedro Sánchez la legislatura seguirá vigente: el presidente tampoco ha mostrado mucha esperanza en aprobar unos nuevos Presupuestos del Estado. La duda es si la decisión del partido de Puigdemont servirá para frenar la sangría de votos hacia Aliança Catalana que prevén las encuestas, y la respuesta es que no tanto como desearía.

Era el riesgo de regresar a la gobernabilidad hace dos años: la frustración que dejaría abandonar el marco antisistema del 1 de Octubre. Puigdemont apostó fuerte enterrando el procés a cambio de la amnistía. Creyó que llevar a Sánchez al límite en cada votación serviría para disimular su conversión en la nueva Convergència y lo diferenciaría de la entregada ERC. Quizás pensó que bastaba con obtener cesiones de La Moncloa para aplacar el malestar tras el fracaso de 2017. El problema es que Puigdemont no contaba con la aparición de Aliança Catalana, que no participa de esas mismas lógicas. Su líder, Sílvia Orriols, reprocha ahora a los republicanos y a Junts que se hayan “vendido” a Madrid a cambio de su salvación judicial, y recupera además las mismas tesis fatalistas que auparon el procés, como que Cataluña no logrará nada sustancial participando en la gobernabilidad de España.

Sin embargo, lo curioso es que Puigdemont no cuestiona ya su regreso al posibilismo. Al contrario: se quejó de que sus demandas no hayan tenido la respuesta esperada, aunque no todas ellas dependan ahora de La Moncloa. Ello constata el giro definitivo de Junts. De existir otro Ejecutivo al frente —o incluso este mismo— que pudiera satisfacer sus anhelos, ellos estarán dispuestos a negociar. Y en verdad, difícilmente podrían hoy cuestionar su vuelta al ruedo pactista, aunque quisieran. Sería darle la razón a las tesis de Aliança Catalana, o lo que es peor: obligaría al independentismo a volver a la senda unilateral. Nadie quiere más respuestas judiciales o penas de prisión. En consecuencia, Puigdemont tal vez consiga taponar ligeramente la hemorragia electoral de sus alcaldes, pero no logrará solucionar de momento el problema de fondo. Resulta naíf creer que Aliança Catalana solo crece por sacarle una concesión menos o más a La Moncloa. Lo hace en algo mucho más abstracto: el deseo de creer. El partido de Orriols ha devuelto a una parte del independentismo la ilusión por reconstruir una idea de nación catalana que siente mermada, o quizás simplemente le haya dado un instrumento con el que protestar, junto al chivo expiatorio de la inmigración. Puigdemont no puede competir en ese marco: por más que el catalán se volviera oficial en la Unión Europea mañana mismo o se cedieran las competencias migratorias que el Congreso tumbó, es probable que una parte de los afines a la ruptura siguieran sin estar satisfecho. Gestionar o gobernar implica siempre decepcionar a alguien. El idealismo raramente es superado por lo mundano cuando se viene de tan lejos como de montar un referéndum ilegal.

Lo paradójico es que Aliança Catalana ha conseguido una credibilidad que Junts ya no tiene. En Cataluña se dice mucho que “Orriols habla de las cosas concretas” —inmigración, servicios públicos, lengua…—, pero si se rasca un poco, la realidad es que ella también supedita el poder llevar a cabo buena parte de su programa al hecho de que Cataluña tenga un Estado propio. Es llamativo que eso no genere contradicción entre sus seguidores: muchos asumen que la ruptura con España a lo mejor será posible más adelante.

La decisión de Junts reabre otro debate peliagudo: la percepción de que ya solo es el partido de Puigdemont. Ninguna moción de censura resulta posible ahora porque el líder de la formación está preso de la amnistía. No es descabellado pensar que algunas voces hayan llegado a la conclusión de que les convendría más que gobernara la derecha: tal vez mitigaría la sed antinmigración o avivaría el enfrentamiento con Cataluña. Por eso, si Junts ha decidido escenificar una dudosa ruptura con el PSOE también es para intentar coser la brecha latente entre los intereses de la cúpula —que su líder regrese a España— y los de los cuadros intermedios. Puigdemont da así a sus alcaldes un relato para presentarse a las elecciones municipales, pero quizás haya sentado a la vez un peligroso precedente: convertir a Aliança Catalana en el voto útil del independentismo más irredento. Sin moverse de la alcaldía de Ripoll, Orriols se jacta ya de su poder para hacer tambalear al Gobierno de España. Aunque Junts niegue que su movimiento tenga que ver con Aliança, Puigdemont no ha hecho más que enseñar el camino a sus votantes: si quieren sembrar caos en Madrid, ya saben a quién votar, y curiosamente, no es hoy al partido del 1 de octubre de 2017. Junts se lo juega todo a que sus adeptos crean que merece la pena seguir en la senda de la gobernabilidad: antes que a una ruptura, su decisión suena a medida de presión para que el PSOE reaccione. La ingobernable legislatura de Sánchez tiene ese hito como su mayor éxito, su mayor reto, y a la vez, su mayor lastre.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y en el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER. Presenta el podcast 'Selfi a los 30' (SER Podcast).
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