¿Quién sabe dónde vive?
La democracia te demuestra al menos que políticas de Milei que te parecían intolerables son muy bien toleradas por buena parte de tus compatriotas


Todos nos equivocamos. Todos —políticos, encuestadores, periodistas, ciudadanos en general y hasta el propio Gobierno– nos equivocamos cuando supusimos que el señor Milei iba a perder estas elecciones. Las ganó por goleada.
Yo siempre fui argentino. O, más exactamente, casi siempre: hubo dos o tres años, digamos, entre 1976 y 1978, en que hice todo lo posible por no serlo. Había tenido que exiliarme, vivía en Francia, y para mí la Argentina era ese lugar donde unos militares hijos de mil putas estaban asesinando a mis amigos. Demasiado a menudo llegaba la noticia de que tal o cual había “perdido”, como decíamos cuando alguien “desaparecía” y no sabíamos qué sería de él, de ella; a veces eran mis compañeros del colegio, chicos de 18, 20 años. Entonces yo trataba de ser lo menos argentino que pudiera: lo hablaba poco, lo leía menos, me sumergía en ese mundo diferente. Y quería creer —quería creer— que, allá lejos, unos malos malísimos se habían apoderado de mi país y los demás argentinos estaban aterrados, paralizados por el miedo, y que por eso no reaccionaban, no nos defendían. Tardé muchos años en terminar de entender que había muchos que apoyaban a los asesinos. Ellos también tardaron muchos años en decirlo: durante décadas no quedaba bien.
Al fin volví, pasé allí casi toda mi vida, trabajando, escribiendo, intentando entenderlo. En 2013, me aburrí de girar todo el tiempo en el tiovivo o calesita y decidí venirme a España: darnos un tiempo, dicen los que se quieren. Pero ya entonces sospechaba que la Argentina no era lo que yo creía.
Yo creo que nadie nunca sabe cómo es “su país”. Todos tenemos una idea, muchas ideas, pero en general lo que creemos sobre él está construido con nuestras vidas cotidianas: nuestras familias, nuestros amores y amigos y colegas y compañeros de trabajo, nuestros trabajos, nuestra educación, lo que leemos o vemos en la tele y ese cuerpo de lugares comunes que todos ellos de un modo u otro nos transmiten. Entonces asumimos, casi sin darnos cuenta, que nuestro país es algo parecido a eso.
Y en general no es cierto. No sabemos; no hay forma de que sepamos cómo son todos los demás, la enorme mayoría: cómo somos. Un país es un invento más o menos reciente: la unión o la separación de territorios y personas que, a partir de ciertos azares políticos, intentan convencerse —porque intentan convencerlos— de que son parte de lo mismo. Un país son millones y millones que viven en lugares tan distintos, clases tan distintas, casas tan distintas, valores tan distintos, urgencias tan distintas, vidas tan distintas. No hay forma de que sepamos cómo son, qué quieren, pero de todas formas asumimos cosas, los supuestos lugares comunes. En nuestro caso, por ejemplo, que somos charlatanes capaces de venderte cualquier peine, que somos apasionados en la defensa de lo nuestro, que somos solidarios y rebeldes, que podemos ser violentos pero nunca tanto, que nos quejamos mucho, que estamos más o menos educados, un poco más que otros. Y entonces uno se la cree y estúpidamente se dice no claro, los argentinos no van a soportar a un tipo que los caga de hambre, que quiere cerrar los hospitales, que grita porque no sabe hablar, que se rodea de ladrones, que suele soltar frases de hospital psiquiátrico, que siempre parece un chiste malo, que proclama que todavía no ha sido lo bastante cruel.
Y uno está convencido hasta que, de pronto, pasa algo: digamos unas elecciones. Y entonces uno entiende —tarde, pero entiende— que sí, que hay muchas personas a las que, con todo derecho, les importa más lo que les pasa a ellas que a una masa de desconocidos. Y entonces uno entiende —tarde, pero entiende— que hay muchas personas que, con todo derecho, afrontan la política con otros parámetros: emotivos, religiosos, ventajistas, estrechamente propios —y los incomprensibles—. Y entonces uno descubre, con la sorpresa boba del que ignora tanto, que a millones de ellos el hecho de que Estados Unidos y su presidente, Donald Trump, hayan intervenido nuestra economía les parece muy bien, los tranquiliza.
(Es el mejor ejemplo de la desconexión. Vi aquel encuentro aparentemente tan fallido de Milei con Trump y pensé este hombre está acabado, nadie más lo va a tomar en serio. Pasó exactamente lo contrario: muchos de sus votantes explicaron que lo habían votado porque la presencia americana les produce confianza, y temor su ausencia. Yo me encuentro, leo, charlo con personas para quienes Trump es mala palabra; consigo olvidar que el mundo está lleno de personas que lo votarían).
Entonces uno empieza a entender —por octava o decimosegunda vez uno empieza a entender— que lo que le contaban sobre su país no es cierto, lo que creía sobre sus compatriotas no es cierto, y quizá tampoco sea cierto lo que creía sobre sí. Entiende, entre otras cosas, que esas ideas que creía compartir con muchos otros les resultan ajenas a muchos de esos otros.
A veces creo que uno imagina un país donde vive, ese que llama su país y que lamentablemente es solo su: la construcción de un grupo, que suele estar muy lejos del real —si el real es el mayoritario—. La democracia no funciona, pero al menos sirve para eso: para demostrarte cada vez, una y mil veces, que estabas perfectamente equivocado, que ciertas cosas que te parecían intolerables son muy bien toleradas por buena parte de tus compatriotas, que eso que te importaba tanto seguramente no les importa mucho, que los acuerdos mínimos, tácitos, que te hacían sentir parte de esa sociedad son un invento chino.
Nos pasa, en estos días, a muchos argentinos. Pero —lo siento, compatriotas varios— ningún país se salva: no sabemos.
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