El hambre argentina
En el país, ahora, hay mucha hambre. La hubo, con alzas y bajas, durante los últimos 30 años. Y los gobiernos argentinos no parecen ocuparse en serio del asunto
Le decían el granero del mundo. En esos días que el presidente actual añora, hace ya más de un siglo, cuando –según él– “la Argentina era la primer potencia mundial” o “el país más rico del mundo”, el sistema era claro: las pampas generosas escupían cereales y carnes que se exportaban a montones, así que los pocos dueños de esos campos y esas vacas eran millonarios. La Argentina, ya entonces, no era un país rico: era un país con unos cuantos ricos, en el mejor estilo emiratí; los magnates argentinos eran, en esos días, jeques tan preciados y despreciados como estos, derrochando sus dones en París. Mientras, en su país, muchos pasaban hambre.
Ahora esa riqueza ya no está concentrada en los dueños de la tierra –que se desperdigó– sino en las extractoras y exportadoras de sus frutos, pero el mecanismo sigue siendo el mismo: un país que vive de la exportación de lo que ofrece su suelo y su subsuelo. Solo que ahora tiene 25 veces más habitantes que entonces, y muchos más pasan hambre.
El hambre es una vergüenza global, y ya no tiene siquiera excusas técnicas: hace medio siglo, en el momento histórico más importante que la historia nunca registró, el mundo alcanzó, por primera vez, la capacidad de alimentar a todos sus habitantes. Ahora nuestra especie sabe producir comida para 12.000 millones; somos 8.000 y, aún así, hay casi 1.000 millones que no comen lo que necesitan. Pero la Argentina es un caso extremo de esta vergüenza extrema: en un país que se dedica básicamente a producir comida –que supuestamente puede producirla para 400 millones de personas–, cuatro o cinco de sus 45 millones de habitantes pasan hambre. Sus chicos, sobre todo.
Lo injustificable tiene una explicación estilo perogrullo: la Argentina –como la gran mayoría– no produce alimentos para alimentar a su población sino para enriquecer a sus productores. Por eso, en lugar de criar la comida que tantos argentinos necesitan, esos argentinos producen –básicamente– soja para los chanchos chinos o carne para las barbacoas elegantes; lo que queda se vende, por supuesto, a precios de Pekín o de París. Es un ejemplo claro de las razones del hambre en el mundo: que la comida no se produce para alimentar a las personas sino para enriquecer a sus dueños que, a menudo, ganan mucho más si se dedican a los mercados más ricos –sobrecargados, dispendiosos, donde un tercio de los alimentos termina en la basura.
(La aporía de la vaca lo muestra con claridad esquemática. Si un agricultor cosecha, digamos, 10 kilos de cereal se enfrenta a dos opciones: puede vender un kilo a cada una de 10 familias, que ese día comerán, o puede venderle los 10 kilos –por más dinero– a un ganadero que se los dará a una vaca que se los rumiará y los transformará en un kilo de carne que se venderá –por mucho más dinero– a, digamos, dos familias ricas que comerán medio kilo cada una. Así –con los matices de cada caso– se concentra la riqueza alimentaria).
Por todo lo cual en la Argentina, ahora, hay mucha hambre. La hubo, con alzas y bajas, durante los últimos 30 años. Y los gobiernos argentinos no parecen ocuparse en serio del asunto. Yo –con perdón– había trabajado bastante sobre el tema, así que un día de 2018 en que el entonces presidente Macri me invitó a conversar le propuse una “campaña nacional contra el hambre”; él me dijo que no era necesaria, que ya la tenían controlada con los comedores populares. Al año siguiente, en un encuentro con el entonces presidente electo Fernández, le propuse lo mismo. Mi planteo pretendía que esa campaña fuera realmente una movilización masiva de los argentinos para solucionar el tema, una renuncia al asistencialismo clientelar que ha sostenido y ensuciado a tantos gobiernos.
En un libro publicado en 2014 decía que se trataba de “convocar a un gran movimiento nacional para acabar con el hambre en la Argentina. En un país disperso, levemente extraviado, el intento nos daría una meta precisa; frente a tantas promesas vaporosas, un objetivo claro; ante tanta frustración, uno que sí podríamos cumplir. Sería un camino por etapas: para empezar, miles de voluntarios harían una gran encuesta nacional para determinar la realidad de la situación –y empezar a moverse: meses de argentinos hablando con argentinos, encontrándose, contándose. Una vez reunidos los datos necesarios se harían encuentros y asambleas y programas para pensar, entre muchos, qué hacer. Expertos presentarían sus planes, políticos los suyos, personas –muchas personas– los debatirían. Y por fin, tras las decisiones comunes, miles y miles se pondrían en marcha para acabar de una vez por todas con el hambre en el sojero del mundo. Era la forma de darnos una meta y era, al mismo tiempo, la posibilidad de crear algún poder en acto, compartido, que podría ir ampliándose. Era la posibilidad de fijarnos un objetivo que sí podríamos cumplir: recuperar la confianza en nuestras fuerzas.”
Algunos saben que lo que quedó de esa iniciativa fue una “Mesa del Hambre” superestructural que, lanzada en diciembre de 2019, hizo muy poco antes de deshacerse. Entre la pandemia y el descuido del gobierno, su trayectoria fue breve y fracasada –y los que la apoyamos de algún modo quedamos muy decepcionados. Su única medida seria fue todo lo contrario de lo que yo planteaba: una “Tarjeta Alimentar” que permite que cada beneficiario compre comida por unos 30 euros mensuales, asistencialismo puro y duro y poco. Aunque un portavoz del gobierno actual –que insiste en que el gobierno anterior fue el peor de la historia– dijo hace unos días que “la Tarjeta Alimentar es para nosotros la política más eficiente a la hora de asegurarnos que no haya un argentino que pase hambre: llega de forma directa al bolsillo de 3,8 millones de personas sin ningún intermediario”.
Es obvio que esa política no es eficiente: no cumple con su cometido. Los cálculos varían, pero son varios millones los que sí pasan hambre: varios millones. No tienen comida porque no tienen dinero, no tienen dinero porque ya no tienen trabajo –o porque sus patrones les pagan 200 euros al mes. Y la forma más habitual de paliar esa desesperación son los “comedores populares”: iniciativas de vecinos, partidos, parroquias y demás agrupaciones donde unas pocas mujeres cocinan para muchas familias los alimentos que consiguen. Hay, en la Argentina, más de 44.000 comedores populares registrados –casi tantos como escuelas públicas– y solían recibir vituallas del Estado para dar de comer a unos cinco millones de personas. Desde que el Estado cayó en manos de sus enemigos, casi todos los comedores han dejado de recibir comida, so pretexto de llegar al “déficit cero”: si el Estado no cumple con sus obligaciones más urgentes, más básicas, puede que lo consiga.
En los 80 días de gobierno del señor Milei, con sueldos congelados, los precios de los alimentos subieron 70 u 80 por ciento. Cada vez hay más personas que no pueden pagarse la comida; cada vez hay más que hacen cola en las puertas de los comedores; cada vez hay más comedores que tienen que cerrar porque no tienen nada que ofrecer; cada vez hay más personas que no comen. La situación es desesperante, pero el gobierno no se desespera. Este viernes su presidente inauguró la temporada legislativa con un discurso de 72 minutos que no incluyó la palabra “hambre”. Cuando le hablan de “emergencia alimentaria”, el gobierno habla de pavadas, inventa peleas o pactos forzosos para distraer la atención de este desastre: la comida impagable, los comedores cerrados, la distribución de alimentos detenida. El granero del mundo tiene hambre y su gobierno no se ocupa: su ideología no incluye asegurar que las personas coman. El asistencialismo no es una solución; su abandono puede ser un crimen.
El gobierno no actúa; tremendo es que la sociedad tampoco. Millones de personas dejan de recibir sus alimentos y no saben cómo reaccionar, no reaccionan; sus compatriotas tampoco. La agresión más directa, más brutal que un Estado puede infligirles a sus ciudadanos no recibe respuesta: hablemos, después, de sociedad quebrada.
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