La revolución argentina
Milei descubrió indignado que hay algo muy engorroso llamado política y que las fuerzas del cielo, sus aliadas, no parecen suficientes para dejarla atrás
En Argentina hay un señor que acaba de descubrir la realidad. Se llama Javier Gerardo Milei y, para sorpresa de tantos, desgracia de más, preside ese país desde hace un mes. En este breve lapso, infatuado de su cargo y del supuesto apoyo de las mayorías, lanzó esos dos monumentos al autoritarismo que se llamaron Decreto de Necesidad y Urgencia 70 y Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los argentinos, sus dos intentos de imponer sus caprichos en tropel.
Su elaboración fue casi ingenua, una chapuza. Los asesores y amanuenses de Milei ―y Milei mismo― acumularon en esos dos rejuntes todo lo que se les ocurrió, con la ilusión de que la sociedad aceptaría todas sus ocurrencias porque muchos habían votado al jefe para presidente. Algunas eran más inocuas: vestir a los jueces con una toga negra, por ejemplo, y hacerlos usar martillo como en el cine americano, o cerrar el Fondo Nacional de las Artes porque, en el fondo, a una nación en serio no le importan las artes ―y menos si vota a Milei. Otras son decisivas: que millones de trabajadores pierdan su derecho a huelga y que las horas extras ya no se paguen extra y que miles y miles de inquilinos se queden en la calle y que tres personas juntas en la calle sean una conspiración que la policía puede reprimir y que millones no puedan pagar la luz o los transportes y que Elon Musk se lleve todo el litio ―y así, medio millar de deposiciones de todos los colores.
El plan era, al mismo tiempo, osado y candoroso, y más cuando su jefe tiene ese modo tan especial de hablarse encima: esta semana, por ejemplo, explicó que el resultado de sus cambios se vería a largo plazo. En su discurso de fin de año propuso un recorrido de 45 años “para ser como Irlanda”. Después, ya en rebajas de enero, aclaró que “sus consecuencias las ves en 15 años: tus hijos y tus nietos van a vivir maravillosamente bien” –le dijo a un periodista para justificar su Decreto de Necesidad y Urgencia.
La urgencia que la Constitución permite a estos decretos no se mide en décadas; ni siquiera en años. Así que en medio de sus ensoñaciones apareció la realidad, bajo forma de tribunales –ya más de 30– que cuestionan su decreto y suspenden sus aplicaciones, y legisladores que no están tan convencidos de suicidarse dándole al Poder Ejecutivo el poder de legislar durante cuatro años, so pretexto, una vez más, de urgencia.
Fue brutal: de pronto el pobre señor Milei descubrió indignado que hay algo muy engorroso llamado política y que las fuerzas del cielo, sus aliadas, no parecen suficientes para dejarla atrás. En nuestros países la política institucional está organizada precisamente para impedir los cambios bruscos, para mantener la estructura del sistema. La paradoja es que ese aparato fue inventado por los grandes poderes económicos para contener la amenaza de saltos y sobresaltos izquierdistas; ahora, en cambio, sirve para dificultar esta restauración ultraderechista –que beneficiaría, sobre todo, a los grandes poderes económicos. Es divertido ver cómo algunos de sus representantes se desgarran entre la opción de conservar la estructura –la “república”, la “democracia”– y la de apoyar medidas que les complacen y convienen.
De ese péndulo pende este tramo del futuro argentino. Diputados liberales que querrían acompañar ciertas medidas pero no al precio de aceptar su propia inutilidad, jueces que querrían convalidar el decretazo pero saben que eso acabaría con su credibilidad, grandes patrones que se cuidan menos porque saben que no lo necesitan. La derecha de siempre, la defensora de su orden y sus viejas leyes, depende en estos días de un desaforado que quiere favorecerla con los métodos de cambio radical que siempre rechazó. Esa es, ahora, la revolución argentina, su invento más reciente: usar los mecanismos que tanto reprocharon a la izquierda clásica para refundar un país de derecha. Si funciona, muchos poderosos en el mundo supondrán que eso que llaman democracia no es su mejor opción y, entonces, que algún dios nos coja confesados –porque el señor Milei va a parecer, retrospectivamente, una hermanita de la caridad.
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