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Periodismo
Columna
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50 años de empecinamiento

El argentino Martín Caparrós cumple cinco décadas como periodista: “Extraño las redacciones: se han disuelto en la luz y el silencio. Eran oasis oscuros, llenos del ruido de las máquinas de escribir y los gritos para hacerse oír”

Martín Caparrós
Credencial de Martín Caparrós.
Martín Caparrós

Perdonen que hoy les hable de mí; es, por una vez, un tema que conozco. Hoy cumplo medio siglo de periodista. O, por decirlo de una manera menos rimbombante: hace 50 años escribí mi primera nota en un periódico. Quizá mi aprendizaje más interesante de estas décadas sea precisamente ese: la diferencia entre dos frases que parecen decir lo mismo. Pero, además, hay una historia.

Aquel 16 de febrero era verano en Buenos Aires y era sábado y hacía un calor de perros. Yo trabajaba de cadete o becario –“chepibe”, le decían allá, por aquello de che pibe tráeme esto o lo otro– en un diario que acababa de empezar. Se llamaba Noticias y lo pagaba la izquierda peronista. Yo no quería ser redactor sino fotógrafo pero, sobre todo, quería trabajar: tenía 16 años y acechaba mi oportunidad sirviendo cafés, repartiendo papeles, comprando cigarrillos por encargo. Pero aquel sábado la oportunidad vino cambiada: plenas vacaciones, la redacción casi vacía y un periodista desesperado por llenar sus páginas me preguntó si podía redactar una noticia a partir de un cable de agencia. Yo tenía mis ínfulas de adolescente lector y casi poeta: le dije que sí, lo hice, se imprimió.

Martín Caparrós, fotografiado en su casa de Madrid.
Martín Caparrós, fotografiado en su casa de Madrid.Claudio Álvarez

La noticia –como tantas, perfectamente innecesaria– se titulaba Un pie congelado 12 años atrás, y empezaba diciendo que “Doce años estuvo helado el pie de un montañista que la expedición de los austríacos encontró, hace pocos días, casi en la cima del Aconcagua”. La nota ofrecía más detalles inútiles, como que “la pierna, calzada con bota de montaña, que los miembros del club Alpino de Viena encontraron el pasado lunes 11, cuando descendían de la cumbre, pertenece al escalador mexicano Óscar Arizpe Manrique, que murió en febrero de 1962, al fracasar, por pocos metros, en su intento de llegar al techo de América”.

Se publicó el domingo 17. El lunes el mundo siguió siendo casi igual, pero aquel periodista me dijo que no lo había hecho mal, que si quería seguir haciéndolo, y yo le dije que por supuesto sí. Noticias no duró: el Gobierno peronista lo cerró en agosto de aquel año. Pero en esos meses me fui creyendo periodista –guiado por mi jefe, Rodolfo Walsh– y me sentía la persona más afortunada del planeta y empecé a imaginar que eso era lo que quería hacer con mi vida. Año y medio después los militares arreciaron y me tuve que ir de la Argentina; en Francia retomé el oficio en un diario mural contestario, Le cri des murs, y después algo en España –alguna nota en este mismo diario– y después volví a Buenos Aires y nunca lo dejé.

Y ahora me impresiona mucho que hayan pasado 50 años. En este tiempo la profesión ha cambiado tanto. Chequear que aquel 16 de febrero realmente fue sábado, por ejemplo, me ha costado unos quince segundos en la red; en aquellos días conseguir un calendario perpetuo y completar toda la operación podría haber sido cuestión de horas. Es la norma: acceder a la información es tanto más fácil que parece justificar, con cierta frecuencia, que no la busquemos; que nos contentemos con lo que nos dan, que compremos buzones y bocones con un clic.

Nos escudamos en la otra diferencia básica: la velocidad. Ahora cada medio aspira a contar lo que quizá pasó siete minutos antes que la competencia. Porque, para empezar, la información ya no se entrega a horario fijo. En aquellos días las radios y las teles tenían sus noticias a sus horas y los diarios salían a la mañana o a la tarde: si algo sucedía a las 14.00 tenías tiempo hasta las 20.00 o 21.00 para averiguar mejor, pensar mejor, escribir mejor, ser corregido; a veces se notaba. Ahora, antes que nada, tendrías que “poner algo en la web” a las 14.08, so pena de llegar más tarde que algún otro. Y lo más triste es que eso no le importa a nadie que no sea editor: nunca vi a un lector de EL PAÍS que diga ah, no, El Mundo lo publicó cinco minutos antes, yo me cambio.

Lo que tampoco cambia son esas cosas que nos dicen que han cambiado tanto. Que la prensa se guía por intereses, por ejemplo. Siempre lo hizo: siempre los diarios –y después radios y después televisoras– fueron creadas por algún sector político o económico para difundir y sostener su idea del mundo, pero ahora parece que eso fuera novedoso. Puede ser nocivo, pero no más que entonces. O que la prensa da noticias falsas, cosa que siempre hizo: la única diferencia es que ahora esas noticias se difunden más rápido por las redes, pero también las desmentidas llegan antes.

O que la prensa se encarniza en ofrecer a su público torrentes de sangre. Siempre fue así, solo que antes parecían menos porque no había, en cada esquina del planeta, ante cada accidente o incidente, cantidad de personas grabándolo en su móvil –y ahora, cuando cada medio incluye cada día imágenes aficionadas de los horrores que sucedieron en Malasia, Honduras, Bélgica y Japón, el mundo parece una catástrofe continua.

Lo que sí cambió con la técnica es esta desesperación por ser consumidos. Siempre existió pero, hasta hace poco, ningún editor sabía si su edición de ayer se había vendido más por la portada política o ese triunfo deportivo o la muerte del cantante; ahora saben al instante cuántos leen qué, y se desesperan. La lógica del rating consiste en que una nota importa menos por lo que ve que por cuántos la miran. Muchos medios se someten a esa dictadura, donde los que definen qué vale la pena publicar son los miles o millones que cliquean o no sobre un título más o menos engañoso y un texto –con suerte– descuidado: la curiosa idea de degradar nuestro trabajo para poder seguir haciéndolo. Si hace tantos años me dijeron que hacer periodismo era contar lo que alguien no quiere que se sepa, ahora sospecho que hacerlo es contar lo que muchos no quieren saber. No escribir para la demanda numérica sino para un público que no siempre existe, un público utópico entendido como una legión de inteligencias exigentes, movilizadas; escribir para un conjunto que quizá sea menor pero que solo puede crecer si trabajamos para él: ese público en el que creían mis maestros.

Y extraño las redacciones: se han disuelto en la luz y el silencio. Eran oasis oscuros, llenos del ruido de las máquinas de escribir y los gritos para hacerse oír sobre esos ruidos y el humo del tabaco y los olores y el mal humor que convenía mostrar aunque no lo tuvieras y ese espíritu de patio de colegio, chicos haciendo lío. Pero, además, servían: allí nos cocinaban. En la Argentina de 1974 no había escuelas o facultades de periodismo: no eran necesarias. La formación del periodista se hacía en el oficio, como los aprendices medievales: los viejos, los buenos, te iban enseñando cómo hacerlo a fuerza de hacértelo hacer. Que yo, en mi primera redacción, pudiera preguntar o copiar o sufrir la cólera de Walsh o de Juan Gelman o de Paco Urondo era un privilegio, pero no tan raro. En cambio, ahora los mejores viejos ya no trabajan en las redacciones, no tienen contacto con los nuevos, no pueden enseñarles –y hay algo que se pierde todo el tiempo.

Aunque el mayor cambio en los medios –argentinos, al menos– es que, en el tercer cajón del escritorio, allí donde todos tenían la botella de ginebra, ahora hay yerba mate: son vidas diferentes. Los periodistas ya no se piensan como aquellos “bohemios” que se quedaban bebiendo horas y horas, que esperaban la edición del diario hasta la madrugada en algún bar, que se creían distintos y se acostaban odiando al sol que se empeñaba en amargar sus vidas. Ahora, para bien o para mal, el periodismo es un oficio como muchos, con horarios y modelos semejantes, con muchas quejas sobre los beneficios y la estabilidad –pero, todavía, con esta extraña ambición de retratar el mundo.

Y eso es lo que lo salva. Yo detesto la superficialidad del periodismo, su suficiencia idiota, su pavada insistente; detesto la vacuidad, la vanidad, la vaguedad del periodismo. Y sin embargo me apasiona y la mayoría de mis amigos son periodistas y mi mujer es periodista y lo consumo con fervor y lo practico desde hace 50 años y no quiero ni pensar cuánto menos me gustaría mi vida si hubiera hecho otra cosa: si aquel día, en aquella redacción, el pie del andinista mexicano hubiese encontrado quien supiera contarlo. En marzo pasado este diario me dio, con un año de adelanto, un premio a mi empecinamiento. Cuando lo recibí dije, entre otras cosas, que es un

“Trabajo raro, el que hacemos:

nos pagan poco, nos tratan

como a las ratas baratas

o al más memo de los memos.

Y sin embargo sabemos

y no tememos decir

que si hubiera que elegir

muy pocos de entre nosotros

elegirían cualquier otro:

que así queremos vivir.

Y al hacerlo puede ser

que nos salgan enemigos.

Pero aquí mismo les digo

que todo no puede ser:

lo nuestro no es complacer,

ser con placer escribientes

de lo que dicen las mentes

mediocres que nos manejan.

Debemos, pese a sus quejas,

mostrar qué son esas gentes.

Y no seguir repitiendo

lo que apuntan sus vicarios:

palabras de su sumario

que no suman ni una pista.

No hay pior para un periodista

que trabajar de notario.

Debe ser la realidad

la que escriba nuestros diarios.

Y no solo hablar de esos

que suelen creerse noticia;

no quedarse en la avaricia

de contar goles y besos

y conjuras y congresos

de los que tienen poder.

Más nos vale sostener

esa ambición sin barrera

de narrar la vida entera,

la aventura de aprender”.

Yo lo intento desde hace 50 años. A menudo no me sale, pero nunca pensé que esa fuera una buena razón para dejar de intentarlo. El viejo Beckett, siempre: “Inténtalo otra vez, falla otra vez, falla mejor”. No hacerlo sí que sería un fallo.

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