Pérdidas irreparables en el incendio de Los Ángeles
La vida que he llevado me ha impedido desarrollar demasiado apego a mis cosas, sé lo que significa perder el lugar que guardaba mis recuerdos, mi vida y la de mis hijos
Cuando empezó el incendio en Pacific Palisades en Los Ángeles llamé a un antiguo y muy querido amigo para saber como estaba: “En este momento estoy yéndome. Hay órdenes de evacuar la zona”, me dijo. Cuando hablamos al día siguiente, no sabía aún si su casa seguía en pie, pero dos viviendas en su calle estaban ardiendo y él imaginaba lo peor. Al poco tiempo recibí por WhatsApp su mensaje: Confirmado. No queda nada. Se quemó.
Viví por muchos años en Los Ángeles. Conocí bien la casa de B. desde que se mudó a ese barrio tranquilo. Tenía un horno de pizza en su cocina y muchas veces nos juntamos grupos de amigos alrededor de ese horno a comer pizzas y conversar. Él es un hombre afable, hospitalario, contemporáneo mío y de mi esposo. Viendo fotos de lo que ha quedado de su barrio, imagino cómo será para él volver a ese escenario y ver todo lo suyo hecho cenizas.
No me es difícil identificarme con su sensación de pérdida. A una edad en que reconstruir la vida que aloja una casa donde se ha habitado por muchos años, no es posible, el duelo es inconsolable. A mi familia, el fuego vengativo de la tiranía nicaragüense de Ortega y Murillo nos despojó de una casa que compramos mi esposo y yo en 1987. Sé entonces lo que significa perder el lugar que guardaba mis recuerdos, mi vida y la de mis hijos. Cuando salí en un viaje en 2021, no pensé que me estaría vedado no sólo volver a casa, sino regresar a mi país.
Viví muchos años en Los Ángeles en los años noventa y parte de los 2000.
Es una ciudad inmensa y por lo mismo, cada barrio es como un pequeño pueblo autosuficiente. Las zonas que están más cerca del mar son muy apetecidas porque la playa es muy ancha y la inmensidad del mar Pacífico es un imán. La carretera costera es bella y está bordeada de parques y casas. Estas van de pequeños chalets que datan de los años de juventud de la ciudad donde la gente viajaba los veranos a la orilla del mar, hasta enormes mansiones.
Las montañas de Santa Mónica bordean la costa. Están cubiertas de matorrales costeros, pero ofrecen vistas magníficas del océano. Por esa razón se construyeron en sus laderas barrios residenciales como Pacific Palisades y Malibú. En la parte plana es donde la ciudad se extiende como un valle hasta las montañas de San Gabriel.
Los incendios no son una novedad en California. El sur, donde está Los Ángeles, es sobre todo, proclive porque es seco y realmente una suerte de desierto con una vegetación de matorrales superficiales extremadamente combustibles. Los espacios verdes y jardines de Los Ángeles son producto del riego y del trabajo de excelentes jardineros, la mayoría de ellos inmigrantes mexicanos. Uno ve las casas con jardines preciosos, las avenidas con sus palmeras enhiestas, la abundancia de eucaliptus, ficus y robles y se olvida de que ocultan el hecho de que Los Ángeles es una ciudad con constantes crisis de agua porque casi no llueve.
El cambio climático, el calentamiento global que este año superó el de los anteriores, ha incrementado los peligros de esa realidad. La tragedia de estos días rebasó la demanda de agua. Muchos hidrantes no pudieron dar de sí frente al fuego arrasador. Se quedaron sin presión. La alternativa que usualmente compensa esta escasez, en los inicios de los frecuentes incendios, es la de aviones bomberos que van al mar y cargan agua que dejan caer sobre las llamas. En este caso, sin embargo, la velocidad de los vientos de Santa Ana —unos vientos cálidos que llegan del desierto del Mojave— eran huracanados, con velocidades de 60 y hasta 100 kilómetros de fuerza. Los aviones no podían salir a recoger agua del mar.
Recuerdo bien esos días de los vientos de Santa Ana. En medio del invierno, ellos creaban días de verano calientes y asfixiantes, el siroco del desierto. Cualquier chispa podía encender los matorrales y propagarse. Sucedía casi anualmente.
La filosofía constructiva de muchos angelinos evadía la parte montañosa de la ciudad. Malibú, por ejemplo, era zona de riesgo de incendios. Las zonas planas, los flats, eran poco vulnerables. Esa teoría se desmontó esta vez. De la parte alta de Pacific Palisades, el fuego avanzó hacia los flats que ahora son un escenario trágico de tierra arrasada.
A diferencia de mi amigo que perdió todo, sé que mi casa sigue donde estaba. Abandonada, está siendo devorada por la vegetación, pero la suerte quiso que, antes de que nos la confiscaran, al no poder regresar al país, la alquiláramos. Dejamos los muebles al inquilino, pero trasladamos a una bodega los libros y los objetos que queríamos conservar. Tras una operación complicada y secreta logramos traerlos a Madrid. Por fortuna parte fundamental de mi entorno me acompaña ahora en mi exilio. Por más de dos años pensé que eso sería imposible. Recuerdo la sensación de pérdida absoluta. Cuando escribía o tenía que hacer conferencias, recordaba exactamente dónde estaban los libros que habría utilizado como referencia. Recordaba la ropa que habría utilizado, los zapatos, las almohadas, mi cama, mi sillón de leer, el sonido de las cortinas en el viento, los colibríes que abundaban sobre las flores en el jardín, la visión de Managua en las tardes desde mi ventana.
Paradójicamente, la vida que he llevado me ha impedido desarrollar demasiado apego a mis cosas. Ya había tenido que dar todo por perdido en otro exilio en 1975, en el terremoto de Managua de 1972 y en el de Los Ángeles en 1994. Sin embargo, en todas esas instancias, pude de salvar algunas pertenencias. Un incendio, en cambio, es la absoluta destrucción.
Varios de mis amigos de Los Ángeles, cuando regresen, no verán más que cenizas, tierra arrasada, si acaso algún trozo de un objeto sobreviviente. Pasarán meses gestionando seguros. Algunos reconstruirán.
La resiliencia humana es inagotable cuando queda la vida. Pienso en los sobrevivientes de la dana en Valencia, en palestinos y ucranios. Pienso en el 17% de la población mundial al que el calentamiento de 1,5 grados de la tierra, que ya alcanzamos, afectará.
Al imaginar el drama humano de perderlo todo, pienso que corresponde medir y calibrar el apego a cuanto acumulamos en la vida. Pienso cuán importante es darnos cuenta de que el único acumulado que subsiste es el que construimos dentro de nosotros mismos: las experiencias que nos dejan recuerdos, los amores inolvidables, las amistades, el roce con los demás, lo que leemos y gozamos, todo lo que permanece en las catástrofes y que sólo la muerte podrá quitarnos.
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