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tribuna
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Singularidades y asimetrías en la financiación autonómica

Es bueno que Cataluña y las comunidades que así lo deseen asuman una mayor responsabilidad en el sostenimiento de los servicios públicos

Singularidades y asimetrías en la financiación autonómica. Joan Ridao
sr. García
Joan Ridao Martin

La actual polémica sobre la acogida de inmigrantes, más allá del dudoso alcance humanitario de algunas decisiones políticas, ha tenido la virtud de poner de relieve que uno de los problemas más acuciantes del modelo de organización territorial es el desequilibrio vertical entre el Estado central y las comunidades autónomas, provocado a mi parecer por tres causas principales. La primera, que el Estado endosa a las comunidades, por razones de eficacia e inmediación, la gestión de competencias que llevan aparejadas políticas de gasto —piénsese en políticas sociales como la dependencia—. Segunda, que, según las opciones políticas de cada momento, el Parlamento ha procedido a modificar algunos tributos en cuya recaudación participan los territorios —señaladamente el IVA y los impuestos especiales, entre 2021 y 2024—, sin compensarlos por el impacto financiero experimentado. Tercera, que los anticipos que reciben los gobiernos autonómicos dependen de la estimación unilateral de Hacienda, que infravalora la recaudación y no tiene en cuenta ya no la evolución real de la economía, sino sus propias expectativas. Así, se estima que si entre 2012 y 2022 los ingresos autonómicos hubieran crecido igual que los del Estado —que no han dejado de aumentar—, las comunidades (sin el País Vasco y Navarra) habrían dispuesto de 111.727 millones de euros más. Así que la tan cacareada condonación parcial de la deuda autonómica —que ahora va a crecer con la subida de los tipos de interés—, debería ser vista no tanto como un privilegio, sino como un merecido alivio para sus sufridas tesorerías.

Pero lo verdaderamente urgente es la puesta en marcha de un nuevo modelo de financiación. No solo porque el de 2014 está caducado, sino porque es injusto. Bajo una pátina de rigor, el procedimiento para aportar recursos a las comunidades es tan críptico —producto de pactos políticos entre territorios de signo distinto—, que, en la práctica, constituye un sistema arbitrario de subsidios cruzados y opacos. Así, se parte de la población como indicador de referencia, corregida por diversos factores (población protegida por el sistema de salud, menores de 16 años y mayores de 65, superficie, insularidad y dispersión), pero no tiene en cuenta el diferencial de precios existente entre comunidades, el indicador más elocuente de la mayor necesidad de recursos. Tal distorsión se ve agravada, además, por la existencia de tres fondos compensatorios: el de suficiencia y dos de convergencia (competitividad y cooperación), que arrojan como resultado un modelo sin una pauta redistributiva clara y en el que los recursos que reciben las comunidades autónomas no guardan relación con su capacidad fiscal.

Es necesario, pues, un nuevo marco financiero que garantice la suficiencia de las comunidades. Pero también, no menos relevante, que haga efectiva una auténtica descentralización política mediante el reconocimiento de un amplio grado de responsabilidad fiscal, que afecte no solo al gasto, sino también a los ingresos, además de permitir la adaptación del sistema tributario a las especificidades del tejido productivo y de las necesidades sociales de cada comunidad, redundando así en una mejora de la eficiencia, la disciplina presupuestaria y el control de la deuda. Estos son, sin ir más lejos, los mimbres del acuerdo entre PSC y ERC y que permiten hablar de singularidad.

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A diferencia de lo que han sostenido Carlos Monasterio e Ignacio Zubiri en estas mismas páginas, no se pretende con ello generar inequidades en el conjunto del sistema, ni tampoco que sea privativo para Cataluña. Por lo pronto, lo que Cataluña desea es que se haga efectivo el principio de ordinalidad, esto es, que el nuevo modelo, sin perder un ápice de capacidad redistributiva, evite que el Principado pase de ser la tercera comunidad en términos de capacidad fiscal a la décima tras aplicar los mecanismos de nivelación, la decimocuarta si se tiene en cuenta el distinto nivel de precios. Cataluña aporta hoy unos ingresos por habitante un 17,7% por encima de la media, y recibe unos recursos por habitante un 21,1% por debajo. Además, el Estado presupuesta un nivel de inversiones en esa comunidad que queda sistemáticamente por debajo de su peso específico relativo en el conjunto de la economía española, sin que ni siquiera se ejecuten (entre 2015 y 2022, solo el 56%, 5.029 millones de euros presupuestados). La combinación de una financiación insuficiente y la infrainversión acumulada hace que Cataluña aporte más de lo que recibe, y esa diferencia —el déficit fiscal— representa de forma persistente más del 8% del PIB de media durante los últimos 35 años. Solo por comparar lo que es comparable, la provincia con mayor déficit fiscal en Canadá (Alberta) lo tiene del 3,9%. El agravio catalán no es una fabulación, ni es menor.

Ciertamente, se propone que la Generalitat recaude todos los impuestos a cambio de pagar una cantidad al Estado dependiendo de la valoración de los servicios que este presta en Cataluña, además de fijar una aportación a la solidaridad, pero ello no debería provocar ningún drama calderoniano. No hay autonomía real sin autonomía financiera. Es bueno que Cataluña y las comunidades autónomas que así lo deseen asuman una mayor responsabilidad en la financiación de los servicios públicos. Lo contrario ya se ha intentado, y no precisamente con éxito: todos y cada uno de los seis modelos de financiación autonómica que ha habido (1980, 1987, 1992, 1997, 2002 y 2009) han comportado una insuficiencia financiera crónica y persistente a la hora de financiar los servicios públicos y provocando una consiguiente pérdida de bienestar. No se trata además de ninguna rara avis en el concierto internacional, más bien lo contrario. La mayoría de sistemas federales (EE UU, Canadá o Suiza) atribuyen un notable poder fiscal a los entes subestatales, que regulan, gestionan y recaudan impuestos básicos (renta, sociedades, consumo o riqueza). Incluso Alemania o Suiza gestionan impuestos federales. Y en todos los casos, salvo el germano, las regiones hacen suyo el 100% del rendimiento de los tributos principales, al margen de la nivelación horizontal que compensa a los territorios con menores ingresos. Con ello no quiere decirse que se trate de una cuestión sencilla ni pacífica. En Alemania varios Länder han cuestionado ante el Tribunal Constitucional la financiación territorial y han inducido cambios en el sistema de nivelación. Con todo, no es menos cierto que el Bundesrat (la Cámara alta) y la tradición consociativa del país ha permitido renovar el modelo sin la polarización tan extrema que se aprecia en estos lares.

Este esquema, por lo demás, no debería suscitar dudas sobre su encaje jurídico si se opera de forma transparente y deliberativa las reformas legislativas oportunas. Como ha admitido el Tribunal Constitucional, la Constitución es un marco que ofrece distintas opciones y no consagra un régimen estructurado de financiación autonómica. No hay nada más dispar que los seis modelos de financiación común habidos hasta hoy. Ni que decir tiene que esa asimetría está hoy presente en los regímenes forales (País Vasco y Navarra) o en Canarias. La existencia de hechos diferenciales, ya sea en función de derechos históricos —también los que reconoce el vigente Estatuto catalán— o a la condición insular y ultraperiférica de un archipiélago autorizan al legislador a contemplar escenarios variables, fuera del sistema homogeneizador clásico, como ya acontece actualmente en el régimen local o el sistema institucional.

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