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TRIBUNA
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La financiación autonómica: el camino hacia un sistema federal

Las comunidades autónomas, que gestionan los servicios públicos fundamentales, deberían aprovechar su mayor cercanía para que la política fiscal gane en eficiencia

Desde la izquierda, los presidentes de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page; Murcia, Fernando López Miras, Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, y Andalucía, Juan Manuel Moreno, conversaban en enero pasado en el marco de Fitur.
Desde la izquierda, los presidentes de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page; Murcia, Fernando López Miras, Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, y Andalucía, Juan Manuel Moreno, conversaban en enero pasado en el marco de Fitur.EFE
Octavio Granado

Salvador Illa es el nuevo president de la Generalitat. Llegó pues el momento de hacer una lectura reposada de lo que puede deducirse del acuerdo suscrito entre el PSC y ERC sobre la financiación de la comunidad autónoma, evitando juicios precipitados y prejuicios que no pueden deducirse automáticamente. Un ejemplo sencillo: si Cataluña recauda todos los ingresos a través de un consorcio entre la Agencia Tributaria y la comunidad, quedaría fuera del régimen común, a no ser que una modificación de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA) permitiera a todas las autonomías recaudar a través de consorcios similares sus ingresos tributarios. En este supuesto, la financiación de Cataluña sería “singular”, pero no estaría radicalmente fuera del régimen común.

La Constitución no aclara suficientemente cuáles son los ingresos tributarios que corresponden a las comunidades. Esta carencia ha producido sistemas de financiación aplicados mediante leyes orgánicas específicas, de los que a veces se han excluido algunas autonomías, y en la práctica totalidad de los casos una relación muy estrecha entre cada sistema y acuerdos políticos de ámbito estatal o territorial. Cada nuevo sistema ha supuesto siempre un aumento de los recursos de las comunidades, a la vez que un incremento del peso de los tributos, cedidos o participados, en su financiación.

El sistema vigente se aprobó por unanimidad en un momento de grave crisis financiera y ha sido aplicado en periodos similares por gobiernos del PP y el PSOE, con una general insatisfacción muy conveniente por lo equitativo. La presentación de una modificación del sistema en clave catalana (como sucedió con el incremento de la cesión del IRPF del 15% al 30%) ha generado suspicacias. Hace hincapié en un concepto, la “singularidad”, que en Cataluña siempre ha sido muy demandado. Hasta el Partido Popular se comprometió a defenderlo en su programa electoral de 2012. Pero nuestro federalismo asimétrico está plagado de singularidades. No hablemos sólo del régimen económico y fiscal de Canarias. Las comunidades uniprovinciales fusionaron la hacienda de la antigua diputación provincial con la autonómica, y esta singularidad las ha beneficiado en términos administrativos, pero también financieros, y sirve de reclamo para proclamas secesionistas. En su día, Jesús Ruiz-Huerta y yo analizamos para la Fundación Ortega y Gasset el sistema de 2001. La multiplicación de “singularidades” era tal que la suma de las mismas atribuía mayores recursos que las normas de carácter general. La última “singularidad” era esperpéntica: para mejorar la financiación de las comunidades despobladas se añadió un fondo que retribuía la baja densidad de población… del que se excluía a las comunidades con superficie mayor de 50.000 kilómetros cuadrados, como Castilla y León. Durante muchos años he procurado que mi papel en los acuerdos PP-PSOE no fuera demasiado conocido (entre 1983 y 2001 fui senador por Castilla y León). Cualquier financiación que aspire a un mínimo de equidad y justicia será complicada, y deberá reconocer múltiples singularidades.

Nadie ha cuestionado demasiado el consorcio catalán, aceptado en su día por el Tribunal Constitucional, pero deberíamos a empezar a pensar si esta fórmula no debería ser general, para instrumentar algo hasta ahora infrecuente en el plano tributario: la lealtad institucional. Tenemos leyes que se aplican para evitar reformas legales de otras administraciones, cuotas cero simbólicas que solo buscan evitar la entrada en el campo desfiscalizado de otros tributos no cedidos, una desvergonzada reclamación de solidaridad después de la aplicación de beneficios fiscales indefendibles, estrategias de atracción de los principales patrimonios para conseguir cambios de residencia, y otras maniobras que la existencia de instituciones paritarias y neutrales, alejadas de los focos mediáticos y políticos, podrían deshacer.

Porque además, es evidente que cuando una Administración gasta sin recaudar se dificulta el control de los ciudadanos y se facilita el gasto improductivo. Y las comunidades, que en estos momentos gestionan los servicios públicos fundamentales (educación, sanidad, parte de los servicios sociales) deberían aprovechar su mayor cercanía para que la fiscalidad gane en eficiencia. Nos estamos acostumbrando tanto a no exigir responsabilidades que cuando llegue un momento de ahogo vamos a estar desprotegidos. Ahí va otro ejemplo: mi comunidad, Castilla y León, recibe una magnífica atención de los fondos Next Generation. Como parte de la cofinanciación recae sobre la Administración autonómica, esta, para cumplir sus nuevos compromisos, ha dejado sin financiación (transferida por el Estado en su día) a las inversiones materiales de las universidades públicas.

Una mayor responsabilidad y la puesta en marcha de instituciones que hagan posible la lealtad fiscal podrían basarse en reformas de la financiación como la que se ha propuesto desde Cataluña. Para nuestra desgracia, como ha pasado siempre, estarán vinculadas a pactos de gobierno. Y tienen riesgos: si se rompe la regla común que fija los estándares de gasto en todos los territorios, la operación será desastrosa. Pero si se hace bien puede obtener efectos positivos en toda España, y tal vez la oportunidad merezca la pena.

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