El acuerdo PSC-ERC y la extraña confederación
El pacto para la investidura de Illa es un buen principio, el comienzo bilateral de un proceso que tendrá también su momento multilateral
El acuerdo PSC-ERC para la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat ha despertado todo tipo de oposiciones, dudas y sospechas. Se basan en motivos y argumentos de diferente naturaleza. Entre las objeciones, ha sido recurrente la acusación de que —si este acuerdo se lleva a sus últimas consecuencias— conduciría a una irremisible confederalización del Estado y de ahí incluso a una destrucción irreparable de la nación española.
Yo no sé si el acuerdo podrá cumplirse en todos sus extremos y en qué plazos. Pero a diferencia de quienes parecen verlo como de aplicación inmediata y pronostican todo tipo de calamidades, entiendo que es un paso importante de un camino necesario que no estará exento de previsibles incidentes de recorrido de mayor o menor importancia.
Es comprensible la desazón que puede provocar la incertidumbre sobre el resultado económico de su desarrollo si se modifica el actual sistema de financiación caducado, injusto e ineficiente. Cómo es lógico, nadie desea que se le transfieran todas o algunas de las graves desventajas hasta ahora experimentadas en Cataluña. Pero lo que resulta chocante en algunas reacciones es que el principal argumento disuasorio para no iniciar este camino de negociación sea el temor a que conduzca hacia un horizonte para ellos pavoroso: a saber, la inexorable transformación confederal del Estado. Me sorprende por algunos motivos.
En primer lugar, porque quienes temen este eventual resultado no tienen en cuenta una condición básica para hacerlo posible: que la mayoría de los ciudadanos de todas las comunidades manifestaran la aspiración a disponer de mayor autogobierno, tal como se viene dando en Cataluña de manera reiterada. De algunos trabajos empíricos se desprende la conclusión opuesta: en casi todas las comunidades se registra un grado de satisfacción suficiente con la autonomía disponible. En algunos casos, incluso preferirían limitar la que ahora tienen. Lo cual no significa una renuncia al deseo legítimo de contar con prestaciones y servicios públicos de calidad no inferior a la de otras comunidades.
Una segunda razón para tranquilizar a los temerosos de la confederación es la misma imprecisión de esta fórmula. ¿Qué es hoy una confederación? ¿Es el ideal prêt-à-porter disponible en los manuales de derecho constitucional? No me lo parece. Es una categoría borrosa que no tiene actualmente una presencia significativa en el mundo de hoy. Al menos, en nuestras latitudes político-culturales. Aunque podrían aducirse los ejemplos de Malasia, Emiratos Árabes Unidos, e incluso la fantasmal Comunidad de Estados Independientes que maneja Vladímir Putin desde el Kremlin, veo difícil por no decir imposible —además de poco apetecible— el trasplante y la aclimatación de ejemplos como los citados.
El tercer motivo de tranquilidad es que España alberga ya desde hace décadas un modelo cuasi confederal sin consecuencias catastróficas. Me refiero a la relación que mantienen el Estado y la Comunidad Foral de Navarra desde la aprobación de la ley de amejoramiento del fuero (Lorafna) de 1982. Salvo para los navarros, la fórmula que establece la Lorafna es poco conocida. Quienes quieran ahondar en la cuestión disponen del excelente libro Extraño federalismo. La vía navarra a la democracia. 1973-1982 (Madrid, 2004), del historiador del Derecho Álvaro Baraibar Etxeberria.
El hecho es que Navarra no cuenta con un estatuto de autonomía al estilo de las demás comunidades. El procedimiento para establecer o reformar su régimen de autogobierno tiene un carácter singular y está más cerca de lo que constituye una relación confederal. O si se prefiere de un “extraño federalismo” bilateral. Nace de un acuerdo negociado directamente entre los dos gobiernos —español y navarro— que se traslada a los respectivos parlamentos para su ratificación como ley orgánica. Eso sí, en bloque y sin trámite de enmienda. Se asemeja a la aprobación de un tratado internacional que un gobierno somete luego al Legislativo para confirmarlo o rechazarlo, pero no para enmendarlo.
Parece claro, por tanto, que la denostada bilateralidad que según algunos se derivaría de los acuerdos PSC-ERC se viene practicando desde hace tiempo bajo la Constitución de 1978, sin que se hayan rasgado las vestiduras quienes se erigen en pontífices de un determinado constitucionalismo.
Con la referencia al caso navarro no pretendo tampoco extremar el paralelo e identificarlo exactamente con las confederaciones teóricas de manual. Pero es interesante porque me parece un ejemplo de sano pragmatismo político-constitucional, practicado por los negociadores de la Ley navarra de 1982. Echando mano de precedentes históricos y —por qué no decirlo— también por temor al anexionismo vasco y bajo la sombra inquietante del terrorismo de ETA. ¿También un “precio a pagar” como se reprocha al acuerdo PSC-ERC?
Lo que me parece notable del ejemplo navarro es el ejercicio de imaginación jurídica para dar con una fórmula que pudiera encauzar un problema político, sin que la fórmula estuviera definida de entrada y sin que el resultado contara con un encaje fácil y obvio en el marco constitucional. Algo que ocurrió también en 1980 en el procedimiento de acceso de Andalucía a la autonomía, al utilizar un improvisado y habilidoso atajo legal que no provocó clamores escandalizados por parte de la ortodoxia constitucionalista. No ha sucedido así con las propuestas catalanas, tratadas con implacable rigor por los doctores de la ley y sin rastro de la creatividad razonable en su interpretación que se requiere cuando hay que afrontar problemas políticos persistentes.
El acuerdo PSC-ERC es, a mi juicio, un buen principio. Lo bilateral que encierra es inevitable. Porque es difícil negar que —para bien o para mal, según cada uno— es la situación de Cataluña la que plantea el actual desajuste territorial pendiente de solución. De ahí el arranque bilateral de un proceso que tendrá también su momento multilateral. Mientras tanto, no sería realista ni productivo ignorar que a Cataluña le ha tocado un papel histórico “singular” en esta larga historia. En lo que venga a partir de ahora, no es esperable que un “diseñador inteligente” nos provea de antemano con una fórmula perfectamente acabada. Probablemente, acabará definiéndose una pauta que no será ni confederal, ni federal, ni siquiera la de aquel “federalismo bien entendido” que evoca sospechosamente el “regionalismo bien entendido” de otros tiempos.
El mejor resultado posible se obtendrá a partir de un lento y laborioso proceso de deliberación entre quienes quieran entender —desde la política, la academia y la sociedad— que el inmovilismo de las propias posiciones y la descalificación radical de las contrarias —por alejadas que estén— es una receta segura para agravar la situación. Así lo entendieron en 1982 tanto los navarros como sus interlocutores. Ojalá pudiéramos ahora extraer alguna lección de cómo abordaron su problema y dieron con una salida pactada hace más de 40 años.
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