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TRIBUNA
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Mi reino por un pueblo

Cansada de golpearme contra la misma pared de huesos descarnados, he tomado una resolución: me voy de Nueva York y vuelvo a mi tierra andaluza para que mi hija corra libre por las calles

La fuente y lavadero del Chorro, en Istán, Málaga.
CARMEN SEDANO (ALAMY)
La fuente y lavadero del Chorro, en Istán, Málaga.CARMEN SEDANO (Alamy)
Marina Perezagua

He vivido más de la mitad de mi vida en Nueva York, me emociona hasta la médula cuando veo sus luces desde el avión, y esa oscuridad guarecida en la misma luz. El grito animal, la querencia apasionada de futuro a golpes de empeño, caídas hacia arriba: la esperanza. Tengo la sensación de que cuando el avión desciende, es la propia ciudad la que tira de la máquina.

Llegué con veinte años, trabajé como mula, pasé por una depresión y por la de otros amigos en condiciones similares. Descubrí que el sexo es diferente según la diversidad de culturas. Asimilé el feminismo activo, sin caretas. Terminé mi doctorado. Todos los libros que he escrito los he escrito en Nueva York. Formé mi familia elegida. Me enfermé gravemente varias veces. Descubrí la compasión en una megápolis. También aprendí de violencia. Una noche, un taxista no quiso que una amiga salvadoreña se montara en su coche. La humilló. Me acerqué a la ventanilla, le cogí la cabeza y como endemoniada tiré hacia fuera como si quisiera desraizar una calabaza. No me enorgullece. Sólo lo cuento porque en esta ciudad se te acumula dentro la metralla cotidiana y un día explota. Pero también sucedían actos de profunda solidaridad. Una mañana un indigente se montó en el autobús. Pagó su billete, pero su olor era tan fétido que el conductor le pidió que se bajara. Presencié atónita cómo todos los pasajeros, uno por uno, también se apearon, en silencio.

Esto sucedió hace años. La ciudad era cruel y bondadosa al mismo tiempo. Ese contraste la hacía única porque debías enfrentarte al acto más humano: cuestionarte cada día. Ya no es así. Las ideas son como los rascacielos, fachadas de un arquitecto que parece haber abandonado a sus hijos de cristal y hierro. El racismo está en un punto álgido. Condenan a pena de muerte a personas con enfermedades mentales tan graves que ni siquiera entienden que van a ser ejecutados. El encarcelamiento sin juicio de menores o inocentes. Personas que mueren porque no pueden pagar la insulina. En las escuelas los niños tienen que pasar por simulacros de tiroteos, pero no les advierten de que son simulacros, con lo cual el trauma de ver a su profesor con un tiro falso en la cabeza equivale al trauma de una situación real. Todo esto ya pasaba, pero empeora a un ritmo frenético. Se ha incrementado el número de indigentes muriendo en las calles. Hace tiempo que no veo un gesto de solidaridad. Incluso los intelectuales de izquierdas son, en su mayoría —con notables excepciones— masas de desidia, murientes acaudalados.

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Cansada de golpearme contra la misma pared de huesos descarnados, he tomado una resolución: vuelvo a mi tierra andaluza. Dejo un trabajo que solía adorar cuando me sentía útil, doy un salto al vacío, sin apenas ahorros, trabajo, ni apoyo familiar. Nací en Sevilla, pero he elegido Istán, en la provincia de Málaga, en el centro de una reserva de la biosfera, paraíso de la escalada, fresco. Por todo el pueblo hay fuentes de agua, el oro de Andalucía y la mayor parte del planeta. A 25 kilómetros el mar marca el horizonte de África. Las calles están limpias y los enrejados de los balcones se entretejen con todo tipo de plantas. En otoño las setas crecen como flores de primavera. Me siento española y norteamericana, pero mi hija jugará en una plaza llena de niños y niñas, donde mi vecina Nati se la lleva a comer con su nieta cuando me ve muy apurada. Irá a un colegio de pueblo.

Algunos se indignan. Cómo voy a cambiar el nivel cultural newyorkino —maravilloso, cierto—, por el de un pueblo. Muy simple: si tengo que elegir entre que mi hija conozca uno de los mayores planetariums del mundo, asista a los mejores conciertos, siga con sus clases de trapecio, o que corra libre por las calles sin riesgo de secuestros, tiroteos, y vaya a una escuela sin adoctrinamiento y censura de libros escolares, no tengo duda. Sin olvidar que en este pueblo no se conoce el método educador de pequeños monstruos llamado “gentle parenting”. Para quien no lo sepa, consiste en que a los niños no se les puede decir la palabra “no”, y hay que pedirles su opinión antes de que sepan hablar. Hace unos meses, mi hija de dos años le dio un abrazo a una amiga. En ese momento, la madre se levantó del sofá como si fuera a apagar fuego, corrió hacia su hija, la agarró de los hombros y le preguntó: “¿Cómo te ha hecho sentir el abrazo?”. En Istán he reaprendido a decir “no” sin sentirme juzgada. Es liberador.

Despedirme de mi trabajo, de la que también es mi tierra, de mis grandes amigos. El miedo y la tristeza de esto sólo lo puede entender quien lo ha vivido. Pero también me lanzo a la excitación del cambio, a la cercanía de mi cuna. La vida es sencilla. Huele a jazmín por las noches. El rumor del agua que corre arrulla como el ulular de las lechuzas. He elegido un lugar donde las estrellas son visibles y siguen perteneciendo al cielo, y lo más importante: las personas de Istán han sabido mantener los pies en la tierra.

Gracias a Manhattan por lo que fue, y a Istán por lo que será.

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