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LIBROS

Quijotada

Tras la tremendista 'Yoro', Marina Perezagua ha querido entretener su imaginación con una novela que le permitiera desmelenarse

Quijote (1868), obra de Honoré Daumier.
Quijote (1868), obra de Honoré Daumier.

Cabe suponer que, tras la tremendista Yoro (Los Libros del Lince, 2015), Marina Perezagua (Sevilla, 1978) ha querido entretener su imaginación con una novela que le permitiera desmelenarse, y nada más a mano que solicitar a Don Quijote y Sancho que recorrieran las calles de Nueva York, donde la autora lleva años viviendo. Disponía así de personajes ilustres y podía moverlos por un territorio familiar. La propuesta no tiene nada de irreverente (lo que sería un valor) y conserva esa destreza de la puericia de quien juega con plastilina. Convierte a Don Quijote en un renovado C-3PO, y a Sancho, en un ewok, y con estas trazas de La guerra de las galaxias quedan modernizados.

Hay que deleitarse mucho en el crédito imaginario para no apreciar que, con esta transformación, pasan de benignamente patéticos a manifiestamente tontos.

Pero se trata de dar con el pulso que esté más cerca de la risa que de la ironía, y los personajes cervantinos lo aguantan todo. Aquí aparecen amnésicos y sometidos, según el texto, a “las divinas leyes de la aleatoriedad”, lo que quiere decir que la autora puede tomarse esas licencias de entrecruzar el clima del siglo XVII con el escaparate del siglo XXI. O sea, encajar en los moldes prefijados de una libertad pretérita las recurrencias que mejor se adapten a su propósito, que es diluir la figura de Don Quijote en las vivencias que le procura la lectura de la Biblia, que trastorna su experiencia de lo real. Este cambio en la raíz del delirio quijotesco es excelente, pero también es una idea desmesurada, y Perezagua se ve obligada a redimirla por el humor, aunque maldita gracia tiene esa emulación del Génesis, gritando Don Quijote “¡Hágase la luz!” en un restaurante a oscuras.

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De manera que la novela avanza a trompicones, sin dejar de advertir al lector que lo que se cuenta mueve a risa, e insertando un par de historias, emulando al modelo, una de ellas, “donde se cuenta quién era Zorrita Número Uno”, francamente vergonzante. Y tan desmembrada está la narración que ella misma va al desastre, bastante complaciente, por cierto, como de pesebre, y “Don Quijote, el buey. Sancho, la mula. O al revés”, escena que se anticipa y―así se disculpa la novela no como “un capricho narrativo”, sino para “derramar una gota de esperanza”. Pues qué bien.

Don Quijote de Manhattan. Marina Perezagua. Los Libros del Lince, 2016. 312 páginas. 19 euros

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