Tremendismo sobre el pacto fiscal
Superar el ‘procés’ exige romper por las dos partes con la dialéctica de la exclusión y la deslegitimación mutua
Como ha sucedido en cada ocasión en que las izquierdas españolas han contribuido al encaje de Cataluña en España, el pacto de investidura entre el PSC y ERC firmado este verano ha sido motivo de grandes alarmas, rasgado de vestiduras y acusaciones apocalípticas. Ya sabemos que los asuntos de la financiación de los territorios desatan pasiones políticas en nuestro país, sobre todo en la esfera pública (quizá no tanto en la opinión ciudadana).
Antes de entrar a comentar esas reacciones, permítanme que resuma con la mayor brevedad posible el acuerdo alcanzado, que es complejo e intrincado. Tiene dos elementos principales. Por una parte, Cataluña recaudará y gestionará todos los impuestos en su comunidad autónoma. Por otra, se propone un modelo de financiación en el que Cataluña paga al Estado central por los servicios que recibe y además aporta una cantidad al fondo de solidaridad interterritorial sujeta al principio de ordinalidad (que establece que ninguna región perderá posiciones en el ranking de la riqueza una vez realizada la redistribución entre territorios o, con otras palabras, que el orden de aportación por comunidad autónoma ha de ser igual al orden de recepción de fondos, de manera que si Cataluña es la tercera región más rica de España, seguirá siendo la tercera tras desembolsar la parte que le toque en el reparto interterritorial).
En realidad, estos dos elementos ya estaban previstos en el Estatut de 2006 y, como han señalado algunos estudiosos de la cuestión, pasaron en su momento el filtro del Tribunal Constitucional. Era una posibilidad abierta, pero hasta ahora no realizada. No se trata, pues, de grandes innovaciones o de ocurrencias de última hora: son medidas que se contemplaron ya antes de que se iniciase el procés.
Todos los acuerdos son criticables por los motivos más diversos, faltaría más. Se ha hablado de si es un sistema que reproduce el “privilegio” del que gozan los territorios forales (País Vasco y Navarra), de si Cataluña impone al resto de regiones el modelo que más le conviene, etcétera. Es lógico que se hable de esto y que haya partidarios y detractores de un acuerdo de esta naturaleza. Las páginas de la prensa estarán muy animadas con este tema durante los próximos meses.
Pero lo que me interesa destacar en este caso no es el debate técnico sobre la fiscalidad de los territorios, sino las lecturas políticas que se han hecho, algunas verdaderamente exageradas. Sobre todo (creo que no hace falta que insista mucho), la que vuelve a sacar la ruptura de España (inminente o a medio plazo). Es casi un acto reflejo ante cualquier anuncio de modificación del statu quo. Se iba a romper España con el plan Ibarretxe, con el Estatut de 2006, con el proceso de paz con ETA… hasta con el uso de lenguas regionales en el Congreso. Que se agite con tanta frecuencia el espantajo de la ruptura es revelador de los complejos e inseguridades del nacionalismo español. Los países, para bien o para mal, no se fragmentan por estas cosas. En tiempos de paz, solo cuando se producen mayorías contundentes a favor de la secesión entra en peligro la integridad territorial de un país. Y esas mayorías, en estos momentos, están muy lejos de materializarse. De hecho, el apoyo a la secesión en Cataluña y el País Vasco se encuentra en mínimos desde que gobiernan las izquierdas.
El soniquete del “España se rompe” resulta tan previsible y cansino que no merece mayor consideración. Yendo un poco más allá, el aspecto que más se destaca en el nacionalismo español a propósito del pacto PSC-ERC es que, lejos de superar el procés, dicho pacto supone más bien su triunfo definitivo, su gran victoria (ya sé que es un asunto muy distinto, pero se dijo algo muy parecido a propósito del final de ETA). Los independentistas, dice el argumento, se han salido con la suya. Por un lado, se les han perdonado sus fechorías y se han beneficiado de los indultos primero y de la amnistía después como resultado de la mayoría precaria del Gobierno de coalición, que depende de los votos de ERC y Junts en el Congreso. Por otro, gracias a la dependencia del PSC de los votos de ERC en el Parlament, los independentistas han logrado establecer una relación bilateral con el Estado y obtener un trato fiscal especial, todo lo cual supone quebrar el principio de la igualdad de los españoles ante la ley.
Este derrotismo, si se me permite el juego de palabras, procede de la idea, cuando menos curiosa, de que la nación española sólo triunfa y sobrevive si “derrota” a los independentistas, es decir, si los juzga y encarcela por su actividad sediciosa o golpista. En la medida en que los socialistas no han “derrotado” a los independentistas, sino que han acordado con algunos de ellos un pacto fiscal que venían reclamando desde hacía más de una década, concluyen que el Gobierno les ha regalado una especie de éxito póstumo.
La lectura “derrotista” del acuerdo de investidura entre el PSC y ERC pasa por alto el detalle de que los independentistas ya no gobiernan la Generalitat (venían haciéndolo desde 2010) y que el apoyo al independentismo ha caído enormemente en la sociedad catalana desde que la derecha española está en la oposición y no al frente del Estado. Que el president Salvador Illa tenga el apoyo no solo de los comunes, sino también de Esquerra, formando un Gobierno progresista en el eje izquierda-derecha y transversal en el eje nacional, es una demostración de cómo se supera una crisis constitucional como la que vivió España en 2017, integrando identidades e intereses complejos y no fomentando un enfrentamiento agónico entre naciones en disputa.
Superar el procés, en realidad, supone tanto dar paso a un Gobierno no independentista en Cataluña como desmontar el relato tóxico del nacionalismo español, institucionalizado jurídicamente en las tomas de posición del Tribunal Supremo, según el cual los líderes independentistas trataron de dar un golpe de Estado en España. Superar el procés exige romper por las dos partes con la dialéctica de la exclusión y deslegitimación mutua. Imaginarse que superar el procés consiste en que los independentistas se retiran a sus cuarteles de invierno mientras se mantiene la cruzada político-jurídica contra el independentismo resulta ingenuo y, desde la perspectiva de la integración territorial, una aberración.
Integrar no significa que una parte se imponga sobre la otra. Integrar en un Estado plurinacional como el español obliga a las partes a la negociación permanente. Mientras las negociaciones no se canalicen institucionalmente a través de una arquitectura auténticamente federal, estamos condenados a avanzar a trompicones, mediante reformas parciales nacidas de la necesidad política. No es la primera vez en nuestra historia reciente que Cataluña da un paso adelante que pone en marcha un reajuste de todo el sistema de financiación. En un primer momento, cuando se anuncian los cambios, muchos creen que el mundo se hunde bajo sus pies, pero al cabo de un tiempo los actores se adaptan al nuevo sistema. Esta sensación de vértigo y falta de dirección es consecuencia de que no hayamos logrado aún establecer un diseño institucional federal que se acomode a la realidad plurinacional de España. Sin embargo, poco a poco, con un gasto enorme de energía política, nos vamos aproximando a ello.
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