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TRIBUNA
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En defensa de lo laico

Todas las creencias, culturas y costumbres deben tener cabida en una sociedad democrática, pero siempre que no choquen con los derechos humanos que constituyen su esencia

Manifestación en 2011 por la laicidad del Estado.
Manifestación en 2011 por la laicidad del Estado.Samuel sánchez
Carmen Domingo

Existe un debate recurrente en torno a las religiones. ¿Qué papel deben tener en la vida institucional de los Estados aconfesionales o laicos? ¿Podemos satirizarlas a todas —los viñetistas de Charlie Hebdo así lo pensaban— o, por el contrario, todas ellas deben ser igualmente respetadas? ¿Podemos hacer humor con algunas y con otras no? ¿Queda más progresista e irreverente si te ríes de la religión mayoritaria de tu sociedad y no de las otras?

Está claro que la diversificación de las creencias religiosas no ha aparcado el debate sobre la necesidad de un Estado laico que respete todas las confesiones. Es evidente que la religión no solo no ha desaparecido de nuestras sociedades, sino que está vivita y coleando, como pudimos comprobar en el debate que generó la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París, cuyo uso de la iconografía cristiana fue interpretado como una burla.

Recordé entonces a Ana González, la que fue alcaldesa de Gijón, quien durante su mandato no participó, dada su laicidad, en actos religiosos del día de la Virgen de Begoña ni en la bendición de las aguas el día de San Pedro: “No voy a ir, porque represento a todos los gijoneses y gijonesas donde hay distintas confesiones religiosas e incluso gente que no tiene ninguna…”. No pudo definir mejor lo que es un Estado laico, ese que da la tranquilidad de saber que se valora la libertad de conciencia por encima de los distintos formatos de fe y, por lo tanto, no tolera que un “dios” esté por encima de los otros. O, dicho de otro modo, que tolera todas las creencias, incluso las no creencias.

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Y en aras del laicismo caí en la cuenta de que en nuestro país, y seguramente en muchos otros de nuestra órbita, la vara de medir es muy distinta si hablamos de una u otra religión. Y que esa distinta vara de medir tiene mucho que ver con las prioridades e interpretaciones que cierta izquierda da a la religión, asociada a los votos, no a las creencias. Seguramente, muchos de los que están leyendo este texto recordarán las reticencias de un sector de la izquierda, que se niega a celebrar la Navidad cristiana —celebran el solsticio de invierno— mientras que se apresuran a felicitar el Ramadán a los musulmanes. Ya saben, religiones buenas y malas.

A vueltas con la laicidad ―y sin olvidar que es una de las conquistas más relevantes de la modernidad y que supuso un paso de gigante no solo hacia la creación de sociedades abiertas sino también para la investigación científica y la creatividad, así como para el desarrollo del espíritu crítico―, es un error creer que atenta contra la religión. En palabras de Vargas Llosa: “Un Estado laico no es enemigo de la religión; es un Estado que, para resguardar la libertad de los ciudadanos, ha desviado la práctica religiosa de la esfera pública al ámbito que le corresponde, que es el de la vida privada. Porque cuando la religión y el Estado se confunden, irremisiblemente desaparece la libertad; por el contrario, cuando se mantienen separados, la religión tiende de manera gradual e inevitable a democratizarse”.

Es cierto que hoy podemos llegar a pensar que unos países han dado este paso de respeto en mayor medida que otros. Y que quizás en sociedades que anden menos avanzadas en democracia que otras, la religión —el miedo al infierno o a ser castigado por Dios— acaba siendo el freno que controla protestas y asonadas. Sin embargo, esta misma explicación del control social es la trampa que justifica —y apoya— la existencia y perpetuación de tantos regímenes teocráticos o dictatoriales, sobre los que callamos. Pienso en lo rentables que nos resultan las amistades con Arabia Saudí o Irán en aras de un falso respeto a sus creencias, que en realidad solo apela a los beneficios económicos, olvidando su desprecio de los derechos humanos.

Y quizás también por eso el laicismo encuentra tantas dificultades para echar raíces, entre otros, en los países islámicos, pero también en el Tíbet o en el Vaticano, donde el Estado es concebido no como un contrapeso de la fe sino como su servidor. Y estaremos de acuerdo en que en sociedades en las que las leyes sean religiosas, desaparecen los derechos individuales. ¿Qué posibilidades individuales tiene una mujer en Afganistán, invisible para la religión, de denunciar un simple robo? Ya ni hablemos de otros miles de derechos que le son arrebatados apelando a la religión.

Es indudable que debemos respetar creencias, culturas y costumbres, que todas ellas deben tener cabida en las sociedades democráticas, pero siempre y cuando no choquen con aquellos derechos humanos que constituyen la esencia de una sociedad laica y democrática, que deberán estar por encima de los derechos religiosos. El laicismo no está contra la religión, sino en contra de que la religión se convierta en un obstáculo para el ejercicio de la libertad y entre en terrenos —sociales, políticos o de cualquier índole— que no le corresponden. La verdadera sociedad libre es la que considera tan intocable la laicidad del Estado como el respeto a las religiones.

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