La sociedad del récord
Plantear el resultado de esta fiebre por los resultados excelentes no supone estar en contra del progreso ni de los beneficios, sino preguntarse si hay alternativas
La Feria de Abril de Sevilla terminó hace unos días con un récord de visitantes y la previsión de los libreros y de los floristas apuntaba a que en este Sant Jordi se iba a batir otro hito en la venta de libros y de rosas. Para el próximo verano, al que llegaremos tras varios récords de olas de calor, las aerolíneas auguran una afluencia histórica de pasajeros a bordo de sus aviones para llenar de gentes las playas y los alojamientos. La idea del récord nos rodea y hasta puede que nos explique: al menos, nuestras ansiedades y anhelos. Qué son si no los récords de los precios o de los alquileres, que conviven con los récords de ventas.
Dirán que tanto hito es fruto del empuje capitalista y quién podría quitarles la razón, si el patrón económico del récord ya se usa como medida social. El récord ha acabado por medir el éxito, como si ya no alcanzara con conseguir un buen resultado en cualquier ámbito. No alcanza con lo bueno si puede aspirarse a lo mejor.
Así, los titulares y las declaraciones se llenan de récords buenos y malos en una apelación subconsciente a los extremos que suprime los términos medios y, de paso, construye una sociedad insaciable a la que nada parecerá suficiente. Si una experiencia fue bien pero no rebasó su último máximo, si no logró más que las demás veces, se dará por incumplido el objetivo por el que te juzgarán. Porque siempre hay juicio, tuyo o de los otros, y lo que no implique un récord correrá el riesgo de ser visto como un fracaso. Eso es lo que hay al final de la lógica de los récords, que es la lógica a la que llamamos mundo: sin récord no hay satisfacción. Aunque sea una satisfacción de mentira, porque si se ha llegado al récord una vez será posible rebasarlo. El que se conforme será un falto de ambición.
Se celebran los récords de beneficios y los récords de visitantes porque nadie quiere que le vaya mal, o por decirlo en términos de ahora, nadie quiere que le vaya peor que antes. A la vez, emergen las voces que claman por la sostenibilidad y el decrecimiento, porque después de algunos récords no quedan más que precios desorbitados, ciudades que echan a sus vecinos, aglomeraciones o problemas de estrés y de ansiedad en la carrera por no defraudar las expectativas. Plantear el resultado de esta fiebre por los récords no supone estar en contra del progreso ni de los beneficios —que a veces conviene aclarar las cosas más claras—, sino preguntarse si hay alternativas. A menos, claro, que el progreso haya quedado en eso y nada más: otro eufemismo para hablar del éxito sin mencionarlo. Por miedo al fracaso, supongo.
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