La revancha (con carcoma política) del sur de la UE
Italia, España, Grecia y Portugal muestran buenos datos económicos mientras Alemania sufre. Hay que reconocer sus logros y no olvidar los nubarrones políticos que oscurecen sus horizontes
En Cristo se paró en Éboli, Carlo Levi describe un eclipse que se produjo en los años treinta. Con la belleza profunda de su estilo —la madurez de un estilo que no es querer seducir, que sabe que no hay que decirlo todo, dejando espacio a la imaginación, a la reflexión, al sueño del lector, que conoce que en ese espacio autor y lector bailan de la manera más bella—, Levi apunta a la percepción de los campesinos del sur de Italia, que ven en ese episodio astronómico un signo funesto, un emblema de un pecado “de aquellos por los que todos pagan, inocentes juntos con culpables”.
Tiene sentido releer ese pasaje en estos días de eclipse y de riesgos. Son días en el que el sur de Europa muestra el gran camino hecho desde los tiempos de miseria de la narración de Levi. Varios analistas destacan cómo los últimos datos económicos componen un inusitado cuadro en el que los países del sur de la UE muestran tendencia mejor que el flanco norte de la Unión, con un crecimiento del PIB más sólido que el de Alemania y otros países de su entorno, y con una positiva consolidación de finanzas públicas.
Hay motivos para alegrarse de estos resultados, que son sustanciales, buenos para esos países y buenos para la cohesión de la UE, sin la cual el proyecto peligra. Si no funciona para todos, mal asunto. No obstante, tal y como señaló este viernes el FMI para el caso concreto de España, en gran parte del flanco sur esta revancha económica viene con una grave carcoma política. Veamos.
Empezando con Italia, el mayor del grupo, cabe señalar que el Gobierno de Meloni ha llevado a cabo políticas más pragmáticas de lo que algunos pensaban. El mero instinto de supervivencia indicaba, desde el principio, que la Roma de ultraderecha no se habría arriesgado a políticas radicales que le granjearan la animadversión de Bruselas y Fráncfort. La galaxia de la ultraderecha europea no es un bloque homogéneo. Sí comparte retóricas y políticas nacionalistas y antinmigración, pero luego hay diferencias. Meloni es atlantista, Le Pen recela de la OTAN; ultraderechistas franceses pueden apoyar la inclusión del derecho al aborto en la Constitución, algo impensable para los españoles; algunos son proimpuestos y Estado del bienestar, otros ultraliberales.
Si bien este desempeño de Meloni debe ser reconocido, al igual que esa diversidad de planteamiento —cuya cartografía es necesaria para contrarrestar con precisión la oleada ultra—, no puede pasarse por alto la carcoma política que el ejercicio del poder por parte del partido de Meloni representa. En estos días asistimos a un turbio intento de allanar el camino a la propaganda gubernamental en los medios de comunicación públicos. Vimos los esfuerzos para deportar a Albania a inmigrantes rescatados en el mar, o aquellos para impedir a las parejas homosexuales la inscripción de hijos en el Registro Civil. Hubo contención; no hay conversión en cuanto a ciertos valores retrógrados. No se puede bajar la guardia ante formaciones ultras, aunque sean más pragmáticas o hayan pasado una capa cosmética sobre su discurso.
El segundo es España. Sus datos —crecimiento del PIB, mercado laboral, senda fiscal— son claramente buenos. Hay matices: el PIB en parte es por crecimiento demográfico; la renta per capita —igual que las de Italia y Grecia— todavía no está en el nivel de 2007 (muy lejos de la media de la OCDE); hay una ralentización de la inversión y niveles de pobreza mayores que antes de la pandemia. Pero la senda es claramente positiva, y solo una espuria intención política puede negarla.
Lo que en cambio es innegable es el gravísimo deterioro del panorama político. El PP —partido del cual hay sólidos argumentos para sostener que se halla entre aquellos con peor historial de corrupción en Europa occidental en este siglo— practica una constante política de deslegitimación del adversario y obstruccionismo filibustero. Vox figura en el extremo más radical de la heterodoxa galaxia ultraderechista. Son los principales responsables de un clima político irresponsable. El otro lado, por supuesto, no es inmaculado. Y el PSOE, en concreto, emite señales desalentadoras, con nombramientos que parecen inspirados antes que nada por el criterio de lealtad; con destellos de retórica muy polarizadora; con el surgimiento de indicios de un posible caso de corrupción que, aunque no sistémica como la del PP, sería bien grave de confirmarse en juicio, y con la decisión de mantener el poder al precio de una medida que, mientras se justifica como pacificadora en Cataluña, se percibe como indignante claudicación por interés propio en gran parte de España. Los primeros son los promotores de una espiral perversa; el otro parece a veces alimentarla en vez de detenerla.
Grecia, después de una década larga de calvario por la crisis económica, empieza a ver una senda de mejora. Su primer ministro, el conservador moderado Kyriakos Mitsotakis, ha obtenido recientemente una importante reválida en las urnas, y gobierna sin los ultras. Sin duda, se le pueden reconocer méritos. Convendría, sin embargo, no olvidar los elementos señalados en una resolución del Parlamento Europeo de febrero que alerta de inquietantes síntomas en materia de la erosión de la independencia y el pluralismo del entorno mediático, espionaje a opositores y periodistas, abusos de fuerza policial o maltrato de inmigrantes y presión sobre activistas de derechos humanos.
En este marco, sobresale Portugal. Por supuesto, también tiene problemas: un turbio caso que ha forzado la dimisión del ex primer ministro Costa o el auge de la ultraderecha. Pero el clima político se antoja mejor que en los otros países. Entre muchos elementos, puede señalarse que el nuevo Gobierno conservador ha asumido en su programa 60 medidas de la oposición.
La señalización de los problemas políticos del Sur no significa que el Norte esté exento de ellos. Al contrario, abundan ahí también. Pero muchas de esas sociedades cuentan con activos que atenúan su impacto: mayor prosperidad, mayor cultura de diálogo político, etcétera.
En las páginas del eclipse, Levi habla de la pandilla de niñitos que rodeaban al narrador enviado por los fascistas al destierro en ese remoto rincón de Italia. Uno de ellos, Giovanni Fanelli, de unos ocho o diez años, se apasiona por la pintura al ver al narrador practicarla. Era un chiquitín tímido, que se sonrojaba a menudo, observaba atento el arte del intelectual desterrado y, por pudor y humildad, no osaba enseñarle las pequeñas obras que, en secreto, había empezado a crear, pese al gran deseo que tenía de hacerlo. Avisado por otros niños, el narrador vio las obras. “No eran las habituales pinturas infantiles, ni imitaciones. Eran cosas informes, no desprovistas de encanto. No sé si se habrá convertido en un pintor (…): pero sin duda nunca vi en nadie esa fe en una revelación que viniera sola, del trabajo”, escribe Levi. Ojalá, en la penumbra del eclipse, prosperara el ejemplo luminoso de esa humildad, de esa confianza inquebrantable en el esfuerzo, de la devoción al camino más que a la pandilla.
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