Los jueces deben aplicar la amnistía
Corresponde al poder legislativo fijar los criterios de la medida de gracia, y al judicial, identificar a los beneficiarios concretos. Es la separación de poderes en democracia: ni un juez legislando, ni un diputado sentenciando
Los jueces deberán aplicar la amnistía. Desde su publicación ―una vez haya pasado por el Senado y vuelto al Congreso―, liberarán a presos indepes (si los hay) por los hechos delictivos del procés que no les hayan enriquecido; cancelarán antecedentes; desistirán de órdenes de búsqueda y captura; y no detendrán a los extraterrados que retornen a España.
Estarán obligados a ello pues, como reza el propio texto, corresponde al poder legislativo fijar “los criterios para ser beneficiado por la amnistía” —cancelación del delito, extinción de la culpa—; y al judicial, “identificar a las personas concretas” beneficiarias. Esto es así por la separación de poderes en democracia: ni un juez legislando, ni un diputado sentenciando.
Quizá tras tanto ruido, crítica cortés y protesta indisciplinada, el título de este artículo sorprenda. Pero eso es también la democracia, cumplir y hacer cumplir la ley. Incluyendo a sus servidores.
Y ejecutarla en su propia virtud y términos. Es el mandato derivado de la “jerarquía normativa”. Como un clavo a una alcayata, una ley orgánica posterior deroga, reemplaza, modula o completa a la anterior; y una especial, a una general. La ley de amnistía prevalece así, en caso de duda y en cuanto corresponda, sobre el viejo Código Penal reformado en 2015. Y lo modifica por vía directa, al incorporar entre las causas de extinción de responsabilidad penal a la “amnistía” (artículo 130), como ya sucedía en la norma clave procesal española, la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Claro que los jueces, en el ejercicio honesto de su oficio —no en plantes ni algaradas—, pueden expresar reservas o dudas aplicativas. ¿Cómo? Recurriendo al Tribunal Constitucional por reputarla contraria a la Ley Fundamental, lo que solo harán confortablemente quienes ignoren su veintena de sentencias avalando las amnistías. O planteando “cuestión prejudicial” ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), para que este oriente —ex ante— su decisión: ahí, la aplicación de la amnistía se suspendería hasta unos 18 meses en cada caso concreto (por imperativo de la propia ley y del artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la UE, TFUE).
Algunos enarbolan el Código Penal como único referente criminal. Es un síndrome nacionalista, intelectualmente indigente. Aunque se incluya en su marco interpretativo, ni es el principal. Lo son la ley de amnistía, la Directiva europea 541/2017 sobre terrorismo y el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Y a fe que es gozoso que aquella soslaye al Código Penal, por su tosquedad: llega a categorizar como acto terrorista (potencialmente excluible de las conductas beneficiables de la medida de gracia), si siendo grave por la pena que acarrea, afecta a la “integridad moral” (sic) o “el patrimonio” (sic) o provoca “un incendio” (sic) siempre que su finalidad sea malvada: ¿es lo mismo desear el fin del “orden constitucional” o de la “paz pública” que atentar severamente contra ellos?, ¿puede un delito de mero pensamiento, sin emplear herramientas ad hoc, calificarse de terrorista?, ¿okupar un aeropuerto se parangona con matar en Atocha a 200 viajeros de un tren con 10 bombas consecutivas? Ese es el problema: el Código Penal no exige prima facie una violencia categórica que la haga creíble como factor de disrupción, como sí requiere la directiva al hablar de delitos graves pero que constituyan auténticos “atentados” contra la vida y de similar envergadura.
La banalización del terror contamina recodos judiciales. Con tino el Tribunal Supremo ha despreciado la fantasía de un juez inferior —cuyo nombre no merece recuerdo— para transmutar una muerte por infarto en una terminal lejana a los desórdenes, y hermanarla al asesinato de Kennedy. Y aún hay recorrido para excluir magnas violencias de meros extintores antiincendios, o pedazos de cristal. ¡Tout, sauf le ridicule!, decía el sabio.
La música similar de la Directiva y el Código Penal no debe ocultar el mayor rigor concreto de aquella (que inspira a este), en conjunción con el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Y el hecho de que equilibra el (aunque menor) amplio catálogo de finalidades terroristas posibles con el requisito de actos de violencia extrema. Las directivas fijan medios mínimos para lograr objetivos comunes a toda la UE. Al trasponerlas, la ley nacional puede ampliarlos. Pero hasta el sabio límite garantista del derecho penal romano: in dubio pro reo, aplicar la norma más favorable al justiciable; o interpretar la menos humanitaria según los parámetros de la más generosa.
El perímetro de lo no amnistiable es más sofisticado. Se excluyen de la gracia las torturas verdaderas, humillantes. Y los actos de terrorismo, que los son por su finalidad execrable, pero siempre plasmados en violencia efectiva, potente, intencionada. Y que, “a su vez”, constituyan violaciones muy graves de derechos humanos (a la vida, a trato no degradante). Es el trípode violencia severa/intencionalidad indudable/daño sustancial. Claro que hay distintos grados de terrorismo, no es lo mismo disparar a un secuestrado que guardar un cóctel molotov en un garaje. Como hay distintos delitos con resultado de muerte: más grave el asesinato doloso, procurado con denuedo, que el homicidio no intencionado sino imprudente o incluso accidental. Los menos graves conllevan pena inferior. Y aplicado el principio al caso, los más acuciantes y amenazantes no se cancelan, como quieren las leyes internacionales. ¿Es esto motivo de escándalo?
Andan ciertos jueces con el ceño contrito por una ley que temen invada su campo: pero este no es infinito, sino aplicativo. Cabalgan ciertos políticos a lomos de la exageración, la que siempre te apea. Hay en este país estupendos jueces y juezas de distinta sensibilidad, la garantía última del Estado de derecho generado por la soberanía popular. No es trágico disonar ni discrepar. Lo sería atrincherarse.
Todos nos arriesgamos a errar, también la judicatura. Paradigma, el vía crucis de las cláusulas suelo en las hipotecas bancarias (un mínimo alto, ocurriese lo que ocurriese en el mercado). Tras miles de protestas, el Tribunal Supremo decretó (19/5/2013) su invalidez si no habían sido “transparentes” y solo desde el momento de la sentencia, no antes. Planteada una cuestión prejudicial, el Tribunal de Luxemburgo (STJUE 21/12/2016) le dio tres años después un varapalo histórico, y a la banca.
Sentenció lo evidente, que un acto nulo es nulo de pleno derecho desde que se produjo, no solo anulable en parte: “una cláusula contractual declarada abusiva nunca ha existido, de manera que no podrá tener efectos frente al consumidor”. Impuso el retorno de todo lo mal cobrado. Y, aviso a navegantes, rectificó la directiva europea de protección al consumidor, más exigente que la doméstica, pero aún insuficiente. Otras resoluciones —ha satisfecho a más de medio millón de perjudicados—, como la de 2022, destacaron que “el principio de efectividad” del derecho europeo prevalece también sobre las normas procesales internas. Otro aviso.
Último, y no menor. Quienes critican la amnistía por ser obra de sus propios beneficiarios, saben cero de historia. La de 1977 fue elaborada por una clase política que ganó mucho con ella. Destacaba en ella el exministro de Franco —entonces portavoz de Alianza Popular— Antonio Carro Martínez. En su siniestra hoja de servicios figuraba la firma del “enterado” al asesinato del anarquista Salvador Puig Antich (por garrote vil, el 2/3/1974) y de los cinco últimos fusilamientos de la dictadura, el 27/9/1975. Él y todo el grupo de Manuel Fraga se abstuvieron: el texto tenía una mayoría garantizada. Así no aparecieron como benefactores de rojos peligrosos… mientas a ellos se les extinguió toda responsabilidad por sus crímenes. No termina ninguna comedia. Acaba una cierta falta de vergüenza.
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