Amnistía sin consenso
Alianza Popular se abstuvo en la votación de la medida de gracia de 1977 pero, aun así, aquella ley fue aprobada por amplísima mayoría, justo lo que la Comisión de Venecia echa en falta en el proyecto actual
La derecha española siempre ha sido reticente a las amnistías. En plena Transición, en 1977, Alianza Popular, precursora del PP, se abstuvo en la votación de la ley. Para Antonio Carro, exministro de Franco y diputado electo de la formación liderada por Manuel Fraga, sacar a los presos de las cárceles suponía una suerte de “toma de La Bastilla”. “Daban por hecho que el Estado franquista era de derecho y la amnistía lo ponía en cuestión”, explica Carme Molinero, historiadora y autora de una amplia bibliografía del periodo de la dictadura. “Una democracia responsable no puede estar amnistiando continuamente a sus propios destructores”, sentenciaba Carro desde la tribuna de oradores. La ley pasó con 296 votos a favor, dos en contra y 18 abstenciones, un amplio consenso que es justamente lo que la Comisión de Venecia echa en falta en el actual proyecto pactado entre el Gobierno de Pedro Sánchez y los partidos independentistas catalanes. Si los pronósticos no fallan, esta amnistía será aprobada por 178 votos a favor y 172 en contra.
“Aquella amnistía de 1977 no tenía marco constitucional al que obedecer y fue una iniciativa parlamentaria, no de gobierno como la actual”, afirma Ricard Vinyes, historiador, excomisionado de Programas de Memoria del Ayuntamiento de Barcelona, expresidente de la comisión redactora del Instituto de Memoria del País Vasco y miembro de la comisión sobre el Valle de los Caídos. “Durante la Transición existía una dimensión cultural muy importante entre una parte de la derecha y toda la izquierda que apuntaba a la necesidad de cambio”, añade Vinyes. “Era, como decía Manuel Vázquez Montalbán, una suma de debilidades para construir una democracia completa”, sostiene Molinero. Esa cultura política parece ahora completamente enterrada.
La ley de amnistía de 1977 venía precedida de dos decretos —de 1975 y 1976— que indultaron a los presos políticos sin delitos de sangre. “Por paradójico que resulte, la amnistía de 1977 no tiene prólogo, frente a los indultos de 1976, que sí tienen una excelente introducción”, afirma Vinyes. Europa es tierra de larga tradición en amnistías, subraya el historiador, que cita el Edicto de Nantes (1598) como ejemplo, ya que prohibía hacer memoria de lo ocurrido durante las guerras de religión. Lo firmó Enrique IV, que cambió de hugonote a católico durante los conflictos. “Las amnistías tienen algo de olvido y algo de ley de punto final”, asegura el experto en asuntos de memoria histórica. De hecho, la de 1977, aunque se considere una victoria de la izquierda, en la práctica también blindó “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley”, tal y como se afirma en el artículo segundo. Por lo tanto, favoreció también a la derecha.
Esa tabla rasa ha pesado siempre sobre la política española. En 1986 el PSOE quiso vertebrar un pacto de olvido con motivo del 50º aniversario del inicio de la Guerra Civil, recuerda Molinero. Pero la caída de las dictaduras militares de Chile y Argentina reabrió el debate sobre la memoria histórica en un país en el que la derecha ha evitado condenar explícitamente el franquismo, agrega la historiadora.
De hecho, la amnistía de 1977, aprobada durante el periodo constituyente, pilló en la cárcel apenas a un centenar de presos relacionados la mayoría con delitos de sangre y básicamente integrantes del FRAP o anarquistas. El Gobierno de Adolfo Suárez había negociado con ETA el extrañamiento —envío a terceros países, principalmente Bélgica— de la gran mayoría de encarcelados de la organización. Con esa medida se trataba de evitar la alta abstención que se preveía para los comicios del 15 de junio de 1977 en el País Vasco.
Eran años convulsos, lejos de la imagen de una transición modélica y ordenada. Si las últimas ejecuciones del franquismo de cinco miembros de ETA y el FRAP fueron el 27 de septiembre de 1975 —cuando el dictador agonizaba—, después de dos grandes indultos, el 24 de enero de 1977 se produjeron los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha. Tampoco hay que olvidar la violenta represión de las manifestaciones pro amnistía en toda España y singularmente en Euskadi, donde en 1977 la policía mató a siete personas en una semana.
La aplicación de amnistías e indultos no siempre es fácil. Tiene sus complejidades. Carles Vallejo, presidente de la Asociación Catalana de Personas ex Presas Políticas del Franquismo, recuerda la peripecia que vivió mediados los años ochenta en comisaría: “Acudí a denunciar el intento de robo de mi coche, al que le habían roto una ventanilla; y al llegar a las dependencias policiales fui detenido durante seis horas hasta que se aclaró la situación”. “El motivo era una orden de búsqueda y captura que todavía figuraba en mi expediente”, recuerda.
Vallejo había sido detenido por primera vez en diciembre de 1970, durante la campaña contra el Consejo de Guerra de Burgos, en el que se juzgaba a miembros de ETA que habían acabado con la vida del comisario Melitón Manzanas, conocido por sus brutales interrogatorios. En la Jefatura Superior de Policía de Barcelona fue torturado durante 20 días. En 1971 fue nuevamente detenido por participar en la organización clandestina de CC OO que dirigía la lucha sindical en la fábrica de Seat en la Zona Franca de Barcelona. Tras la nueva detención, escapó a Francia mientras esperaba juicio. Fue declarado prófugo y en Italia obtuvo el estatuto de refugiado. Regresó a España en 1976, pues fue indultado como Marcelino Camacho cuando el Rey relevó a Franco en la jefatura del Estado, a finales de 1975.
“La diferencia entre la amnistía de 1977 y la de ahora es que aquella era para pasar de la dictadura a la democracia y la actual permite restablecer el clima de convivencia en Cataluña”, afirma Vallejo, muy preocupado por las visiones conservadoras de la justicia que asocian la protesta de los movimientos sociales al terrorismo.
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