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Columna
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Estamos solos y sin excusas

Abriendo el debate de llevar o no soldados a Ucrania podremos saber hasta dónde estamos dispuestos a llegar para evitar que Putin gane y dónde trazamos la línea roja

Estamos solos y sin excusas / Mariam Martínez Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

La noche ha caído y un silencio mágico permite escuchar el comienzo de una canción hermosa: “Había veintitrés de ellos cuando los cañones florecieron/Veintitrés que dieron su corazón antes de tiempo”. Es un poema de Louis Aragon, L’affiche rouge, sobre el cartel rojo donde los nazis denunciaban la red de resistencia inmigrante comandada por el joven Missak Manouchian, superviviente del genocidio armenio, comunista y poeta. Lo fusilaron en 1944 junto a otros 24 combatientes de la Resistencia, incluido el español Celestino Alfonso. Francia los acogió en su célebre Panteón la semana pasada para celebrar el espíritu universalista de quienes lucharon por la libertad en un país extranjero. El homenaje tiene un punto de estridencia por muchas cosas. Ahora que Europa se fortifica frente al “extranjero” con leyes inhumanas —un carro al que Macron se ha subido junto a la ultraderecha—, el presidente enviaba un mensaje: “Francés es quien defiende los valores franceses”. El acto tuvo mucho simbolismo al evocar ese “Muero sin odio por el pueblo alemán” que dejó escrito Manouchian en una preciosa carta a su esposa. Nos recuerda que hay quien murió por sus ideales con dudas sobre la perfección de sus principios, pero sin que eso paralizara su esfuerzo por defenderlos, e incluso demostrando que se puede hacer sin ser un fanático o un dogmático idealista.

En el otro extremo, la trampa del realismo de las relaciones internacionales creó a dictadores como Franco o Pinochet, encubriendo lo que no eran más que políticas de poder enjuagadas en la indiferencia hacia el sufrimiento humano. El impulso hacia el cuidado del mundo, ese que mira primero a las personas de carne y hueso, ha dado paso a un tiempo donde parece prevalecer el “que cada uno se apañe como pueda”. Y mientras en un lugar de Occidente se homenajea a extranjeros que sintieron la llamada de una lucha común y dieron su vida por ello, en otro se pone en duda el pacto de defensa transatlántico porque Trump y su séquito de lameculos cuestionan la regla de solidaridad colectiva mientras el presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, siguiendo sus directrices, declara oponerse a la ayuda a Ucrania porque no conocen de antemano el resultado de la guerra y “Zelenski no dice cómo va a ganar”.

Tras el homenaje en el Panteón de París, Macron ha hablado de enviar soldados a Ucrania. Es aterrador, pero solo abriendo ese debate podremos saber hasta dónde estamos dispuestos a llegar para evitar que Putin gane y dónde trazamos la línea roja. Por ahora solo sabemos que, en función de cómo actúe la OTAN, supondremos en qué consiste una posible victoria, porque lo cierto es que ni siquiera hemos definido qué significaría ganar mientras Zelenski retira a su Estado Mayor por plantear que la recuperación de todo el territorio era imposible. ¿Alguna vez nos tomamos en serio que se podía ganar? Si la victoria consiste en recuperar cada centímetro de territorio ucranio, se precisa de un armamento y unos soldados que ahora mismo Zelenski no tiene. Tampoco sabemos cuál sería entonces el imperativo categórico negativo que formuló Adorno tras el Holocausto: “Actúa de forma que Auschwitz no se repita”. ¿Cuál es el mal mayor a evitar? ¿Violencia, genocidio y muerte o un conflicto convencional entre dos potencias nucleares? ¿Alguna otra? Y, sin embargo, sabemos que si no enviamos tropas ni armas les estamos abandonando a su suerte. Lo dijo alguien: estamos solos, sin excusas.

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