La perversión de la cultura gratuita
El modelo de no pagar (o apenas calderilla) por la creación dejará al final espacio solo para productos de consumo masivo
Durante los 10 años que trabajé en el mundo de las artes escénicas, constaté en innumerables ocasiones que en los estrenos los aplausos solían ser más comedidos, lo cual era todavía más patente la noche que se inauguraba temporada o festival. Detrás de esa tibieza, están las invitaciones. Las noches de estreno son muchos los que no pagan: hay periodistas y críticos, claro; también más autoridades (los políticos del consistorio que subvenciona una programación quieren salir en la foto para colgarse la medallita de la cultura); también suele haber más programadores y gatekeepers del sector cultural. De mi época en el mundo del teatro, recuerdo también una actitud impresentable: la de pedir invitaciones y luego no aparecer (si un teatro está lleno y solo quedan unos pocos huecos en platea es gracias a estos monstruos de la falta de respeto). El hecho de asistir gratis a una obra de teatro modela nuestras expectativas, nuestra entrega y nuestra recepción. Si no hemos pagado por la entrada, llegamos a la sala con unos gramos extra de escepticismo, en comparación con el público que ha desembolsado 20 euros o más; ellos sí vienen dispuestos a maravillarse. Es lo que en marketing se conoce como racionalización poscompra. Veamos. Te pasas tres meses dudando de si comprarte un coche eléctrico o de gasolina, pero luego, cuando ya circulas aferrado a tu nuevo volante, se pone en marcha un proceso cognitivo para convencerte de que elegiste bien. Ahora el coche de gasolina es irrefutablemente superior. No paras de toparte con noticias que lo corroboran: teslas que explotan y nuevos avances en motores de agua (eso sí será el futuro). Paseando por la calle te cruzas con coches eléctricos y ya solo les ves defectos; te parece inconcebible haber dudado tanto. Este mecanismo de sesgo positivo nos sirve para no sentirnos idiotas ante una eventual equivocación. Después del gran esfuerzo que supone comprar un coche (o elegir el nombre de tu hija o cambiar de trabajo), necesitamos convencernos de que hemos tomado la mejor decisión.
¿Y si te regalaran un coche aunque no lo necesitaras? Te alegrarías, por supuesto. Pero como no te ha costado dinero ni esfuerzo alguno, como no te has torturado meses con los pros y los contras, no te haría falta convencerte de nada. De modo que el coche te gustaría, pero no tanto como si lo hubieses pagado de tu bolsillo. Tu inversión emocional sería distinta.
Lo mismo sucede a pequeña escala en el teatro. Si has pagado 20 euros, tendrás más ganas de que la obra te guste (y de aplaudir a rabiar), estarás más dispuesto a relativizar los defectos y magnificar las virtudes. Esto se da en todos los campos, también en literatura. El comportamiento del lector de biblioteca es menos comprometido (lo observo vergonzosamente en mí misma: si un libro lo he pagado, soy más reticente a dejarlo a medias). En España, las presentaciones de libros no suelen destacar por estar precisamente masificadas. En Alemania o Reino Unido muchas presentaciones son de pago, lo cual no solo repercute en una mayor asistencia (la presentación es comunicada como algo de valor), sino que mejora las expectativas del lector potencial (más probabilidad de compra) y encima el autor cobra; vaya, el no va más.
Y luego está internet, claro. ¿Cuánta gente se llena la boca hablando de justicia, pero no tiene ningún reparo en descargar ilegalmente contenido? O hablemos de la tragedia del periodismo: ¿cómo vamos a estar bien informados si no pagamos a nadie para informarse, si nos saltamos los paywalls o confiamos solo en fuentes gratuitas? Hay quien dirá: al menos seguimos pagando por la música y el audiovisual. Sí, y pagamos unos precios bastante (¿demasiado?) módicos. Por 10 euros mensuales, tienes miles de películas o millones de canciones. Así las cosas, ¿cómo no nos va a parecer que 20 euros por un libro o una entrada de teatro son una aberración? El problema es que con este modelo al final solo habrá espacio para productos de consumo masivo, que son los únicos capaces de generar flujos económicos decentes a partir de precios irrisorios. ¿Quién podrá continuar creando cultura? ¿Qué tipo de cultura podrá florecer y prosperar?
La triste verdad es que apreciamos menos cualquier cosa que consigamos sin esfuerzo personal o económico. Nos guste o no, en nuestra sociedad, la escasez (la dificultad para hacerse con algo) marca el valor de las cosas, así con el oro, los diamantes, el aceite de oliva. Ya sabéis, la agotadora e insalvable tiranía de la oferta y la demanda. De modo que cultura accesible, sí, pero cultura gratuita, no. O no tanto, o no siempre. Tampoco cultura a precio de saldo. Porque no pagar por la cultura (o pagar calderilla) no solo envía el mensaje de que la cultura no es un algo valioso y compromete nuestra inversión emocional, sino que además pone en marcha una rueda perversa: más precariedad para todos los implicados se traduce en menos profesionalización y tiempo dedicado, lo cual redunda en la calidad y, en definitiva, nos empobrece terroríficamente. Así que repetid conmigo: yo pago, tú pagas, él paga.
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