Dudar contra el totalitarismo de la certidumbre
La certeza es propia de los idiotas y de los genios, pero sostener la contradicción es agotador, sobre todo porque la sociedad actual no tolera las medias tintas y nos empuja a tomar posición
El entretenimiento del año es charlar con los chatbots de inteligencia artificial y jugar con sus límites para encontrar los fallos del oráculo computacional. También yo he sucumbido, y lo que más me horroriza con diferencia es que no dudan. Ni tan solo cuando mienten. Los datos con los que trabajan son limitados y la programación que los impulsa todavía defectuosa, de manera que son capaces de afirmar que un autor ha publicado un libro que no existe o atribuirle una obra de otro autor sin que les tiemble el píxel.
Lo curioso es que, a pesar de conocer las limitaciones de los chatbots, seguimos acudiendo a ellos porque nos responden con una certeza tranquilizadora. La duda nos aterra. Un chatbot no dirá nunca “no lo sé”, porque vive en un mundo en el que hay respuestas para todo (aunque sean inexactas). Preferimos la mentira a la incertidumbre.
Lo cierto es que convivir con la duda es incomodísimo, y si nos ponemos cartesianos puede llegar a ser incapacitante. ¿Cómo determinar qué hacer, qué opinar, cómo avanzar sin el combustible de la certeza?
A mí me parece que la certeza es propia de los idiotas y de los genios (si es que queda alguno: a veces también eso lo dudo). F. S. Fitzgerald escribía que la prueba de una inteligencia de primer orden es la facultad de tener simultáneamente dos ideas opuestas dentro de la cabeza y, a pesar de ello, no perder la capacidad de funcionar. De modo que uno debería ser capaz de darse cuenta de que las cosas no tienen remedio y, aun así, tener la determinación de cambiarlas.
Pero sostener la contradicción es agotador. Sobre todo porque la sociedad actual no tolera las medias tintas y nos empuja a posicionarnos. Solo hace falta echar una ojeada a las redes sociales para comprobar que la duda no está de moda. La gente opina con una seguridad apabullante (¿ridícula?). Hoy cualquiera tiene opiniones firmes sobre la política económica, el imperialismo lingüístico, la climatología, los pelos de la nariz del primer ministro sueco. Vivimos rodeados de expertos aficionados y filósofos de cafetería. Nos apuntan con una pregunta: manos arriba, ¿qué opinas de tal y cual? Y nosotros disparamos una respuesta para salvar nuestra reputación, no vaya a ser que alguien nos tome por unos mindundis sin criterio. No nos gusta reconocer que no lo tenemos claro, que nuestras opiniones son fluctuantes. Que sí, pero no. Cómo nos cuesta pronunciar un honesto: “No lo sé”.
Veo el mundo moderno como una gran centrifugadora. Metes una idea dentro y tras cinco minutos girando a 1.400 revoluciones ya tienes a todo el mundo vociferando desde su rincón, pegado a la pared de su parcela ideológica, incapaz de moverse ni un micrómetro porque la fuerza centrífuga no se lo permite. Cada vez resulta más complicado mantenerse a una distancia prudente de los extremos. Y eso, señoras, sí que es aterrador.
Históricamente, desde Sócrates o Descartes hasta los filósofos de la sospecha, la duda había sido el método para llegar a la verdad. Hoy, desengañados de tantas verdades que han resultado ser falsas, hemos decidido abandonar la duda y empuñar las convicciones feroces. El combustible del éxito es la seguridad. Fíjense en Trump, en Vox, en Rubiales. Eso se traduce trágicamente en un cambio significativo en la evolución de las ideas. El diálogo ha dejado de ser la forma primordial de contrastarlas y ponerlas a prueba, para dar paso al monólogo inapelable. Pero el progreso es (¿era?) fruto de la negociación de las ideas, nace (¿nacía?) de la capacidad de dudar y de escuchar los argumentos contrarios.
Dudar nos puede paralizar. Al fin y al cabo, nos deja en la intemperie: ¿cómo actuar si no estamos seguros de nada? Podríamos acabar instalados en un escepticismo estéril o en un delirio paranoico (decía Hume que la duda es el primer paso hacia la verdad, pero el último hacia la locura). Además, la equidistancia tiene visos preocupantes de falta de compromiso.
No dudar es nuestro mecanismo de defensa para vivir en estos tiempos de duda categórica. Síntoma de ello son la deriva narcisista del individuo (patológicamente seguro de todo y, en especial, de sí mismo), el síndrome del impostor (la duda primordial: dudar de uno mismo) o el deconstructivismo (la filosofía extrema de la duda). Hoy la duda lo impregna todo, y nuestra manera de afrontarlo es aferrarnos con más fuerza que nunca a unas certezas que no existen. Vivimos en el totalitarismo de la certidumbre.
Le pregunto al chatbot si dudar es bueno y me responde que sin duda lo es. A mí también me lo parece, pero no estoy completamente segura. A fin de cuentas, también hay numerosos ejemplos que confirman la fuerza revolucionaria de la convicción inquebrantable: Thunberg, Parks, Hermoso. ¿Cómo distinguir a un genio de un idiota? No lo sé. Dudo, luego existo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.