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Columna
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La tragedia del inventor

Entre todos los análisis llenos de retórica militarista que nos agreden a diario, no estaría de más reflexionar sobre la permanente capacidad de prostituir cualquier avance médico, tecnológico o visual

Un edificio residencial de Kiev, tras ser atacado por drones rusos, el pasado 13 de julio.
Un edificio residencial de Kiev, tras ser atacado por drones rusos, el pasado 13 de julio.SERGEY DOLZHENKO (EFE)
David Trueba

Una de las mejores cosas que tiene el carecer de talento para inventar nada práctico es no asistir a la degradación moral de todos los ingenios. Resulta fascinante recordar cómo el pobre Leonardo da Vinci, acuciado por necesidades alimenticias, puso su talento al servicio de la tortura y el daño para dar con una serie de invenciones que optimizaran las armas del poder. En nuestros días, un equivalente sería la enorme evolución de la ingeniería fronteriza, que se supera constantemente para lograr que las vallas que separan a los ricos de los pobres sean más hirientes, perversas y amenazantes. De manera similar, hay verdaderos cerebros privilegiados entregados al desfalco monetario, a la ruina de la propia empresa, a la explotación de otras personas y a la degradación de cualquier servicio público. La bolsa de valores propicia un anonimato carroñero, parecido al de las opiniones en las redes sociales, al que se añade la jugada urgente a inverosímil velocidad, con oscurantismo y que propicia la sensación de inseguridad laboral y financiera en la que vivimos. Una sofisticada Edad Media, con lo que tuvo de aterrorizante espacio lleno de amenazas oscuras, en la que sobrevivimos mientras agoniza el último pellizco de conciencia individual que aún nos sostiene.

Las guerras suelen ser un espacio perfecto para el avance médico y tecnológico. El poder experimentar con cobayas humanas sin que sea delito garantiza unos niveles de inventiva fuera del alcance de cualquier laboratorio legal. En la matanza de Ucrania están jugando un papel demencial los conocidos drones, tan simpáticos juguetes que estuvieron de moda en los últimos años. Esos artefactos, que llegaron para cambiar la perspectiva de la mirada de muchos realizadores audiovisuales, permitían retratar la realidad a vista de pájaro, un sueño que demasiados endiosados personajes atesoran en su egolatría. El dron, cuya etimología parece provenir del drone anglosajón, que se podría traducir como “zángano”, es una extensión miniaturizada del icónico zepelín exploratorio. Algo así como sacarte un ojo, mandarlo al aire y que te devuelva una perspectiva inalcanzable para ti.

Un dron cuadricóptero atacó a seres humanos en marzo de 2021 en el conflicto de Libia, incorporándose a la novedosa época del asesinato teledirigido, practicado ya desde tiempo atrás. Lejos del pionero telekino del ingeniero cántabro Torres Quevedo, todos los usos lúdicos o científicos del dron han quedado empalidecidos por la sobredosis criminal con que se aplica en la guerra de Putin contra Ucrania. Es así como un invento fantástico se ha transformado en un objeto volador que retrata con impasible certeza la capacidad del ser humano para fabricar su propia miseria. A la espera de que llegue el dron de reparto que sustituya a la flota de furgonetas que desfilan por nuestras ciudades, en este misterio de la compra compulsiva e inmediata, ya podemos asistir al espectáculo increíble de que pequeños aparatos incluso de cartón reutilizado disparen su carga explosiva esquivando los radares más precisos. Entre todos los análisis cargados de retórica militarista que nos agreden a diario, quizá no estaría de más pararse a reflexionar un rato sobre la permanente capacidad de prostituir cualquier avance médico, nutricional, tecnológico o visual. Que se lo digan a Alfred Nobel, que aún purga la culpa de su dinamita con premios a la excelencia. Los inútiles sin talento inventivo festejamos nuestra carencia, pero tenemos pesadillas con lo que sufrirán nuestros hijos por culpa del ingenio humano.

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