No es la edad
La sabiduría que dan los años debería servir para percatarse de cuándo se está malbaratando el crédito prestado
Suele decir el filósofo Emilio Lledó que a él ya no le queda futuro, que solo le queda pasado. Lo dice este hombre nacido en el año 27, con una mezcla de resignación y de alivio, como si se hubiera librado del peso fatigoso del mundo. Pero, como es lo contrario a un cínico, sigue predicando, aunque a veces sea en el desierto, los saberes que han dado sentido a su vida. Cuando escuchamos a un viejo (en el sentido noble de la palabra) afirmar, sin rasgo de amargura, que se ausentará en breve, tenemos la fortuna de presenciar qué sucede dentro de una mente lúcida cuando ya no tiene expectativas a largo plazo; de alguna manera nos está avisando, como en una vanitas barroca, que nosotros llegaremos, antes o después, al mismo lugar, que también somos mortales. Pero ocurre con demasiada frecuencia que no estamos atentos a la hondura de lo que se nos dice y solemos practicar una sutil condescendencia hacia los ancianos, cariñosa, si es que los queremos y sarcástica si los detestamos. Si un anciano o una anciana opina algo con lo que estamos radicalmente en desacuerdo, enseguida atribuimos su dislate a una decadencia física y mental, y así, de un plumazo, nos ahorramos el esfuerzo de llevarles la contraria. En este mundo en el que tan atentos estamos a que a nadie se le falte el respeto, tratamos a los viejos como a los niños, como si su palabra valiera menos.
En este caso, la burla venía dada: unos octogenarios González y Guerra se arrojaban el uno en brazos del otro tras casi medio siglo de encono en una imagen que recordaba a Statler y Waldorf, la pareja de ancianos refunfuñones de los Muppets que, desde su palco del teatro, se mofan de los chistes malos de Fozzie el oso. Cambiemos al osito que constituye el blanco de los comentarios sarcásticos de la pareja por Pedro el perro y ya tenemos las risas. La diferencia es que unas marionetas, a pesar de que hagan continua gala de su crueldad, acaban siendo amadas por un público que no espera de ellas más que una caricatura entrañable de la ancianidad.
No estamos en absoluto ante el mismo espectáculo y no debiera encontrarse en la edad una explicación a su furia, porque eso sería algo parecido a una justificación condescendiente. La misoginia de Alfonso Guerra no es una deriva inaudita como consecuencia del paso del tiempo, sino que ha sido una de las características que han adornado su muy célebre manera de desacreditar a sus adversarios. A Rajoy le llamó mariposón, que está a un paso del mítico apelativo maricomplejines. No es la edad la que le ha colocado ante el público que hoy le aplaude, sino el ego, la necesidad de ser aplaudido aun a costa de ser desleal con los suyos, añadido a una forma de entender el ejercicio del poder hipermasculinizada, donde jamás cupo ni la diferencia ni la diversidad, es decir, donde la España actual era ignorada. Tal vez esta ha sido la última oportunidad de Guerra, al que llamábamos Alfonso, de despertar un interés público que se había ido desvaneciendo. Solo de vez en cuando aparecía y jamás para ejercer algún tipo de autocrítica, siempre para exponer un juicio desabrido hacia el presente. No es el caso así de Felipe González, que ha sido venerado por los socialistas de toda época hasta el punto de disculpar sus errores como consecuencias inevitables de los tiempos en que gobernó y escuchar su verbo incesante sin rechistar.
No es la edad sino la ceguera ante una serie de problemas acuciantes que nos amenazan y que intervendrán más dramáticamente en la vida de las generaciones venideras si nos gobiernan quienes los niegan. La sabiduría que dan los años debería servir para percatarse de cuándo se está malbaratando el crédito prestado y para asumir sin rabia que los errores, ahora, les pertenecen a otros. Y vivir liviano, vivir aligerando el ego.
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